Rhys obedeció. No hizo ninguna pregunta. Todavía no se sentía lo suficientemente fuerte como para escuchar las respuestas. Le dolía la mandíbula y sentía un latido, aunque ya no la tenía rota. Se le clavaba un pinchazo en el estómago y cada vez que respiraba era una tortura. La poción se extendía por todo su cuerpo y el dolor de las heridas empezó a remitir, pero no alivió el dolor de su corazón.
Mientras tanto, Galdar había agarrado a Atta por el hocico y la sujetaba con firmeza, mientras otro minotauro vestido de soldado, con el emblema de Sargas, le extendía con destreza una pasta marrón sobre la herida.
—Te gustaría arrancarme la mano de un mordisco, ¿verdad, chucho? -dijo Galdar y se echó a reír cuando Atta gruñó como respuesta.
Cuando el minotauro hubo terminado con sus cuidados, asintió a su compañero.
Galdar soltó la perra y los dos minotauros se apartaron de un salto. Atta se levantó, un poco insegura. Sin dejar de mirar al minotauro con recelo, se acercó a Rhys para que la acariciara.
Después fue cojeando hasta la capa verde. La olfateó, la tocó con la pata y miró hacia Rhys, agitando la cola, como si dijera: «Esto lo solucionas tú, amo. Estoy segura.»
-Atta, ven aquí -dijo Rhys.
Atta se quedó donde estaba. Volvió a tocar la capa con la pata y gimió.
—Atta, ven aquí —repitió Rhys.
Lentamente, la perra agachó la cabeza y la cola. Atta cojeó tristemente hasta Rhys y se tumbó junto a él. Apoyó la cabeza entre las patas y emitió un profundo suspiro.
Galdar se agachó junto al cuerpo. Todos sus movimientos eran lentos y rígidos. Tenía el pelaje manchado de sangre y cubierto de la misma pasta marrón que el soldado había untado en la herida de Atta. Galdar levantó una esquina de la capa verde y miró a Beleño.
—Sargas ordena que lo honremos. Entre nosotros será conocido como Kedir ut Sarrak.
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2
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Rhys sonrió a pesar de las lágrimas. Ojalá el espíritu de Beleño siguiera por ahí para poder oír eso.
Los soldados minotauros recogieron sus cosas y se prepararon para partir. Nadie quería quedarse en aquel lugar más tiempo del necesario.
-¿Puedes viajar, monje? -preguntó Galdar-. Si es así, puedes venir con nosotros. Te ayudaremos a llevar a tu muerto y al chucho, si no nos muerde —añadió con aspereza.
Rhys asintió, agradecido.
Uno de los minotauros levantó el cuerpecito entre sus fuertes brazos. Otro cogió a Atta. La perra ladró y se revolvió, pero en cuanto Rhys se lo ordenó, dejó de resistirse y permitió que el minotauro la llevase, aunque gruñía cada vez que cogía aire.
—Quisiera agradecerte tu ayuda... —empezó a decir Rhys.
-A mí no tienes que agradecerme nada -lo interrumpió Galdar. Hizo un gesto hacia los soldados con su mano buena—. Puedes agradecérselo a estos insurrectos. Desobedecieron mis órdenes y vinieron a buscarme, a pesar de que les había ordenado que se quedaran esperándome.
—Me alegro de que desobedecieran —repuso Rhys.
—Tengo que confesar que yo también. Seguid—dijo Galdar, dirigiéndose a sus hombres—. El monje y yo no podemos caminar tan rápido. No va a pasarnos nada. En este valle ya sólo quedan fantasmas y ésos no pueden hacernos daño.
Los minotauros no parecían tan seguros, pero hicieron lo que Galdar les ordenó, aunque no avanzaron tan rápido como podían. Aminoraron el paso lo justo para seguir oyendo las órdenes de su oficial.
Galdar y Rhys caminaban uno junto al otro, cojeando. Galdar puso una mueca y se llevó la mano al costado. El minotauro tenía un ojo tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo y un reguero de sangre en la base de uno de los cuernos.
A Rhys le dolía el estómago y la mandíbula, y el simple hecho de respirar era difícil y doloroso.
—¿Adonde vas a ir ahora? —preguntó Rhys.
-Volveré a Jelek para retomar mis obligaciones como embajador entre vosotros los humanos. Dudo mucho que tú quieras ir allí —añadió con una sonrisa irónica—. Pero mis hombres y yo no os abandonaremos. Esperaremos con vosotros hasta que llegue la ayuda.
—La ayuda puede tardar mucho en llegar —dijo Rhys, suspirando.
—¿Eso crees? —preguntó Galdar, con una sonrisa asomada a los labios—. Deberías tener más fe, monje.
Rhys no tenía la menor idea de lo que quería decir, pero antes de que pudiera preguntarle, la sonrisa de Galdar se esfumó. Volvió la vista hacia el valle de piedra y cristal negro.
—Mina fue con él, ¿verdad? Se fue con el Dios Caminante.
—Eso espero —contestó Rhys—. Por eso rezo.
—Yo no soy muy de rezar. Y si rezara, le rezaría a Sargas, y en este momento no creo que disfrute demasiado del favor del dios astado.
Se quedó en silencio.
—Si rezara, rezaría por que Mina encuentre aquello que busca —añadió después en tono sombrío.
—¿La perdonas por lo que te hizo? —Rhys estaba estupefacto. Los minotauros no eran demasiado dados a perdonar. Su dios era el dios de la venganza.
—Supongo que podría decirse que me he acostumbrado a perdonarla. —Galdar se frotó el muñón del brazo con una mueca. Qué raro era que el dolor del brazo que no tenía fuera más intenso que el de los huesos rotos. Entre avergonzado y desafiante, añadió-: ¿Y tú, monje? ¿Tú la perdonas?
—Una vez recorrí mi camino con el odio y los deseos de venganza oprimiéndome el corazón —contestó Rhys. Su mirada se detuvo en el minotauro que llevaba el pequeño cuerpo en la tela verde que ondeaba en el aire calmo-, Nunca volveré a hacerlo. Perdono a Mina y rezo por lo mismo que tú, por que encuentre lo que busca. Aunque no estoy seguro de si debería rezar por eso.
—¿Por qué no?
—Porque encuentre lo que encuentre, eso inclinará la balanza en un sentido u otro.
-La balanza podría inclinarse a tu favor, monje -sugirió Galdar-. Eso te gustaría, ¿no?
Rhys meneó la cabeza.
—Un hombre que mira demasiado tiempo el sol está tan ciego como aquel que camina en la impenetrable oscuridad.
Los dos se quedaron en silencio, reservando sus últimas fuerzas para subir la pendiente final del valle. Los minotauros que estaban a las órdenes de Galdar los esperaban entre las estribaciones de los Señores de la Muerte. Los soldados estaban muy serios, pues en el mismo sitio esperaban los Fieles. Liderados por la silenciosa Elspeth, habían llegado hasta el valle, aunque demasiado tarde para encontrar a Valthonis.
Galdar miró a los elfos con expresión ceñuda:
—Me disteis vuestra palabra.
-No rompimos nuestra promesa —respondió uno de los elfos-. No intentamos rescatar a Valthonis.
El elfo señaló la capa que cubría el cuerpo del kender.
-¡Eso pertenece a Valthonis! ¿Dónde está? -El elfo miró a Galdar con ferocidad—. ¿Qué le habéis hecho? ¿Lo habéis asesinado vilmente?
—Todo lo contrario. El minotauro salvó la vida a Valthonis —repuso Rhys.
Los elfos fruncían el entrecejo sin acabar de creérselo.
—¿Dudáis de mi palabra? —preguntó Rhys, cansado.
El líder de los Fieles hizo una reverencia.
—No queríamos ofenderte, servidor de Matheri -se disculpó el elfo, utilizando el nombre que los de su raza daban al dios Majere—. Pero tienes que comprender que nos resulte difícil de entender. Un monje de Matheri y un minotauro de Kinthalas salen juntos del Valle del Mal. ¿Qué está pasando? ¿Valthonis está vivo?
—Está vivo y a salvo.
—Entonces, ¿dónde está?
—Ayudando a una niña perdida a encontrar el camino a casa —fue la respuesta de Rhys.
Los elfos se miraron entre sí, confusos, alguno con evidente incredulidad. Entonces la silenciosa Elspeth se adelantó para pararse delante de Galdar. Uno de los elfos quiso detenerla, pero ella lo apartó de un empujón. Alargó la mano hacia el minotauro.
—¿Qué es esto? —preguntó Galdar, malhumorado—. Decidle que se aparte de mí.
Elspeth sonrió para tranquilizarlo. Mientras el minotauro la miraba, tenso y ceñudo, la elfa pasó los dedos por el muñón del brazo con delicadeza.
Galdar parpadeó. La mueca de dolor que le desfiguraba el rostro desapareció. Se llevó la mano al muñón y la miró asombrado. Elspeth pasó junto a él y se arrodilló junto al cuerpo del kender. Dobló la capa alrededor del cuerpo con ternura, como una madre arropa a su pequeño, y después cogió el bulto en brazos. Se quedó de pie, esperando pacientemente el momento de la partida.
Galdar miró a Rhys.
—Ya te dije que la ayuda te encontraría.
Los elfos estaban más confusos que antes, pero obedecieron la orden muda de Elspeth y se dispusieron a partir.
—Espero que nos honres con tu compañía, servidor de Matheri —dijo el líder del grupo a Rhys, quien asintió agradecido.
Galdar alargó la mano izquierda y estrechó la de Rhys en un apretón que casi le rompe todos los huesos.
—Adiós, hermano.
Rhys tomó la mano del minotauro entre sus dos manos.
—Que tu viaje sea rápido y seguro.
—Al menos será rápido -afirmó Galdar sombrío-. Cuanto antes nos alejemos de este lugar maldito, mejor.
Aulló las órdenes pertinentes a sus hombres y éstos obedecieron rápidamente. Los minotauros emprendieron la marcha, tan impacientes por dejar Neraka como su oficial.
Pero Galdar tardó un momento en seguirlos. Se quedó quieto, con la mirada perdida en el oeste, en las entrañas de las montañas.
—Morada de los Dioses —dijo— está en esa dirección.
-Eso he oído —repuso Rhys.
Galdar asintió para sí y siguió con la mirada clavada en aquella dirección, como si quisiera adivinar la figura de Mina. Suspirando, bajó la mirada y meneó la cabeza astada.
—¿Crees que alguna vez descubriremos lo que le pasa, hermano? —preguntó melancólico.
—No lo sé —fue la respuesta de Rhys.
En su corazón, mucho se temía que sí lo descubrirían.
althonis y Mina caminaban despacio hacia Morada de los Dioses, tomándose su tiempo, porque los dos sabían que no importaba lo que pasara, ni la decisión que Mina tomara, pues aquél sería su último viaje juntos.
Habían hablado de muchas cosas a lo largo de muchas horas, pero después Mina se había quedado callada. Morada de los Dioses no estaba a más de dieciséis kilómetros de Neraka, pero el camino era duro, escarpado, tortuoso y estrecho. Era un sendero inhóspito salpicado de rocas, que se veía obligado a colgarse de las empinadas paredes del cañón, oprimido por extrañas formaciones rocosas que los obligaban a orientar sus pasos hacia direcciones que no querían seguir.
El cielo estaba oscuro y cubierto, ennegrecido aún más por las columnas humeantes que salían de los Señores de la Muerte. El aire apestaba a azufre y era difícil respirar, pues secaba la boca y producía escozor en la nariz.
Mina no tardó en cansarse. No obstante, no se quejaba, sino que seguía caminando. Valthonis le dijo que podía tomarse el tiempo que necesitara. No había prisa.
-¿Quieres decir que tengo toda la eternidad ante mí? —preguntó Mina con una sonrisa atormentada—. Eso es cierto, padre, pero me siento obligada a continuar. Sé quién soy, pero ahora tengo que descubrir por qué. Ya no puedo sentarme a descansar tranquilamente cuando llega la noche.
Llevaba consigo los dos objetos que había cogido en la Sala del Sacrilegio. Los apretaba con fuerza en la mano y no estaba dispuesta a soltarlos, aunque en ocasiones su carga le hacía aún más difícil cruzar los tramos más empinados del camino. Cuando por fin se rindió y se sentó a descansar, desenvolvió los objetos y los miró. Los estudiaba, levantaba cada uno de
ellos y los recorría con los dedos, como un ciego que trata de ver con las manos lo que sus ojos no pueden contarle. No dijo nada de lo que pensaba a Valthonis y él no preguntó.
A medida que se acercaban a Morada de los Dioses, parecía que los Señores de la Muerte fueran liberándolos, permitiendo su marcha. El camino iba haciéndose más fácil y descendía en suave pendiente. Una brisa cálida como el aliento de la primavera alejaba las nubes de azufre y el vapor. Las flores silvestres crecían en los márgenes del sendero, asomaban por debajo de las rocas y florecían en las grietas de la pared de piedra.
—¿Qué pasa? -preguntó Valthonis, deteniéndose, cuando se dio cuenta de que Mina había empezado a cojear.
—Tengo una ampolla—respondió ella.
Se sentó en el suelo y se quitó el zapato. Miró con exasperación la herida en carne viva y sangrante.
-Los dioses juegan a ser mortales -dijo-. Chemosh podía hacerme el amor y obtener placer con aquel acto, o eso se decía a sí mismo. Pero en realidad sólo pueden fingir que sienten. Ningún dios tuvo nunca una ampolla en el talón.
Levantó el zapato manchado de sangre para que lo viera.
—¿Así que por qué yo sí tengo una ampolla? Sé que soy una diosa. Sé que este cuerpo no es real. Podría saltar por el precipicio y estrellarme contra las rocas, pero no me haría ningún daño. —Se mordió el labio—. Todo eso lo sé, pero de todos modos me duele el pie. Por mucho que me gustara decir que no es verdad, ¡sí me duele!
—Takhisis tenía que convencerte de que eras humana, Mina —contestó Valthonis—. Te mintió para convertirte en su esclava. Temía que te convirtieras en su rival, si hubieras sabido la verdad: que eres una diosa. Tenía que hacerte creer que eras humana y para eso tenías que sentir dolor. Tenías que conocer la enfermedad y el sufrimiento. Tenías que sentir el amor, la alegría y la tristeza. Se recreó cruelmente mientras te hacía creer que eras mortal. Creía que eso te haría débil.
-¡Y me hace débil! -exclamó Mina en un arranque de furia, con los ojos brillantes—. Y lo odio. Cuando ocupe mi lugar entre los dioses, no podré mostrar flaqueza. Tengo que aprender a olvidar lo que he sido.
—Yo no estoy tan seguro -la contradijo Valthonis. Se arrodilló delante de ella y la miró fijamente—. Dices que los dioses juegan a ser mortales. Lo que hacen no es «jugar». Cuando adoptan la forma de un mortal, lo que intentan es sentir lo que los mortales sienten. Los dioses intentan comprender a los mortales para ayudarlos y guiarlos o, en algunos casos, para coaccionarlos y atemorizarlos. Pero son dioses, Mina, y por mucho que lo
intenten, nunca llegarán a comprenderlo del todo. Sólo tú conoces el sufrimiento de la mortalidad, Mina.
Reflexionó sobre lo que le había dicho.
—Tienes razón -dijo Mina al final, pensativa-. Quizá por eso puedo ejercer tanto poder sobre los mortales.