—¿Es eso lo que quieres? ¡Ejercer poder sobre ellos!
-¡Por supuesto! ¿Acaso no es lo que queremos todos? -Arrugó la frente—. Vi a los dioses en acción aquel día en Solace. Vi la sangre derramada y los cuerpos amontonados delante de los altares. Si los mortales luchan y mueren en nombre de su fe, ¿por qué iban a ir a la muerte cantando mi nombre en vez de otro?
Se calzó, se levantó y empezó a caminar. Parecía determinada a convencerse a sí misma de que no sentía nada e intentaba andar con normalidad, pero no lo lograba. Con una mueca de dolor, se detuvo de nuevo.
-Tú eras un dios -dijo Mina-. ¿Recuerdas algo de lo que eras? ¿Recuerdas el tiempo antes de la creación? ¿Tu mente todavía abarca la vastedad de la eternidad? ¿Ves hasta los límites del cielo?
-No -contestó Valthonis-, Mi mente es la de un mortal. Veo el horizonte y a veces ni siquiera eso, si las nubes me lo impiden. Creo que, de lo contrario, sería demasiado terrible para soportarlo.
-Lo es -murmuró Mina.
Se quitó los dos zapatos y los lanzó por el precipicio. Echó a caminar descalza, pisando con cuidado, y casi al momento se cortó el pie con una piedrecilla afilada. Ahogó un grito y pegó un pequeño salto. Exasperada, apretó los puños con fuerza.
—¡Soy una diosa! —gritó—. ¡No tengo pies!
Se miró los pies desnudos, como si deseara que desaparecieran.
Allí seguían sus dedos, moviéndose y hundiéndose en la tierra.
Mina gimió y se desplomó. Se hizo un ovillo.
—¿Cómo puedo ser una diosa si siempre soy mortal? ¿Cómo voy a caminar entre las estrellas si tengo ampollas en los pies? ¡Padre, no sé cómo ser un dios! Solo sé ser humana...
Valthonis la rodeó con el brazo e hizo que se levantara.
—No tienes que seguir caminando, hija. Ya estamos aquí.
Mina lo miró perpleja.
-¿Dónde?
—En casa.
En el centro de un valle cerrado por paredes suaves y con forma de cuenco, se alzaban diecinueve columnas que, silenciosas, contemplaban una laguna circular de negra obsidiana venida del fuego. Dieciséis columnas estaban juntas, tres columnas se alzaban apartadas. De estas últimas, una era de negro azabache, otro de granito rojo y la tercera de jade blanco. Del resto de las columnas, cinco eran de mármol blanco; cinco, de mármol negro. Seis columnas eran de un mármol de color indeterminado.
Antaño, eran veintiuna columnas las que custodiaban la laguna. Dos se habían venido abajo. Una de ellas, una columna negra, se había hecho añicos. Lo único que quedaba de ella era un montón de cascotes. La otra columna caída estaba intacta, reluciente bajo el sol, pues unas manos amorosas le limpiaban el polvo.
Mina y Valthonis se habían detenido fuera del círculo de columnas pétreas y las miraban. El cielo, libre de nubes, era de un azul tan intenso que dañaba los ojos. El sol se encaramaba a los picos de los Señores de la Muerte y seguía bañándolos con su luz radiante, pero no tardaría en resbalar por las laderas de las montañas y caer en la noche. El ocaso se había apoderado del valle, las sombras de las montañas se extendían mientras el sol seguía asomándose a la laguna de obsidiana.
Mina contemplaba arrobada la laguna negra. Se dirigió hacia ella y ya estaba a punto de pasar rozando la piedra por el pequeño hueco entre dos columnas, cuando se dio cuenta de que Valthonis ya no estaba a su lado. Se volvió y lo vio junto a la estrecha grieta de la pared de piedra por la que habían entrado.
—El sufrimiento nunca parará, ¿verdad? —preguntó Mina.
Su respuesta fue el silencio.
Mina desenvolvió los objetos de Paladine y de Takhisis, y los sostuvo en alto, uno en cada mano. Dejó el talego que había sido del monje a los pies de la columna de mármol blanco con vetas naranjas, después pasó entre los pilares y se detuvo junto a la laguna de negra obsidiana. Alzó sus ojos ambarinos al cielo y vio las constelaciones de los dioses, titilando en lo alto.
Los dioses de la luz, representados por la lira de Branchala, el fénix de Habbakuk, la cabeza de bisonte de Kiri-Jolith, la rosa de Majere, el símbolo del infinito de Mishakal. En el lado opuesto estaban los dioses de la oscuridad: Chemosh con su calavera de cabra, la balanza rota de Hiddukel, la capucha negra de Morgion, el cóndor de Sargonnas y la concha de tortuga de Zeboim. Separando la oscuridad y la luz, pero manteniéndolas unidas, estaban el libro de Gilean, la fragua de Reorx, los planetas siempre ardientes de Shinare, Chislev, Zivilyn, Sirrion. Más cerca de los mortales que las estrellas brillaban las tres lunas: la luna negra de Nuitari, la luna roja de Lunitari y la luna plateada de Solinari.
Mina los miró.
ellos la miraron, todos.
La observaban y aguardaban su decisión.
En el centro de la laguna, Mina levantó los objetos, uno en cada mano.
—Soy tanto oscuridad como luz —gritó a los cielos—. Los dos polos me atraen por igual. Algunas veces podría unirme a unos y en otras ocasiones a los otros. Así, el equilibrio queda restablecido.
Mina levantó el Collar de Sedición de Takhisis, el collar que persuadía a las buenas personas de que cedieran ante sus pasiones más oscuras, y lo lanzó a la laguna de obsidiana. El collar rozó la superficie negra, se fundió en ella y desapareció. Mina sostuvo en su mano la Pirámide de Cristal de Paladine unos momentos más, el cristal que podía llevar la luz a un corazón ignorante. Después, también la lanzó a la laguna. El cristal relució como una estrella en la noche de obsidiana, pero su luz se apagó pronto. El resplandor se desvaneció y el cristal se hizo añicos.
Mina se dio media vuelta y se alejó de la laguna. Se apartó del círculo de los pétreos guardianes. Cruzó el valle yermo, vacío. Sus pies descalzos, atormentados por los cortes y las ampollas, dejaban huellas de sangre tras de sí.
Caminó hasta llegar a un lugar del valle conocido como Morada de los Dioses, donde las sombras competían con el sol y allí se detuvo. Dando la espalda a los dioses, bajó la vista hacia sus pies y, llorando, abandonó el mundo.
En el valle conocido como Morada de los Dioses, una columna de ámbar se alzaba solitaria y apartada, junto a una laguna de aguas tranquilas del color azul de la noche.
Ninguna estrella se reflejaba en la superficie. Ni las lunas ni el sol. Ningún planeta. Ni el valle ni las montañas.
Valthonis miró la laguna y vio su rostro reflejado.
Vio el rostro de todos los seres vivos.
Rhys Alarife estaba sentado debajo de un roble centenario, casi en lo alto de un cerro cuyas laderas estaban tapizadas de tiernos pastos. A lo lejos veía las columnas de humo que salían de las chimeneas de su monasterio, el hogar al que había regresado después de su largo viaje. Varios hermanos estaban en el campo, arando la tierra, despertándola tras el reposo del invierno, preparándola para los nuevos cultivos. Otros monjes se afanaban alrededor del monasterio, barrían y limpiaban, reparaban la mampostería roída y azotada por los despiadados vientos invernales.
Las ovejas estaban dispersas por la ladera, pastando con satisfacción, contentas de volver a saborear la hierba tierna después de haber pasado los meses más fríos alimentándose de heno seco. Con la primavera llegaba la época de esquilar las ovejas y traer a la vida a los nuevos corderos y Rhys estaría muy ocupado. Pero, por el momento, todo era calma.
Atta estaba tumbada junto a él. Tenía una cicatriz en el flanco en la que no le crecía el pelo, estaba completamente curada de sus heridas, así como Rhys también se había recuperado de las suyas. La atención de Atta se repartía entre las ovejas, que eran una preocupación constante, y su nueva camada de cachorros. No tenían más que unos pocos meses, pero los cachorros ya demostraban mucho interés por el pastoreo y Rhys había empezado a enseñarles. El monje y sus cachorros habían trabajado durante toda la mañana y los perritos, agotados, dormían hechos unos ovillos peludos negros y blancos, en los que asomaban los hocicos rosados. Rhys ya había decidido cuál, el más listo y atrevido, iba a regalar a la señora Jenna.
Rhys estaba cómodamente sentado, con el emmide descansando entre los brazos doblados. Se envolvía con una capa gruesa, pues a pesar de que lucía el sol, el viento seguía mordiendo con los gélidos colmillos del
invierno. Su mente flotaba tranquilamente entre las nubes altas y esponjosas, pensando despreocupadamente en un tema y saltando al siguiente, dando siempre las gracias a Majere.
Rhys estaba solo en el cerro, pues el rebaño estaba a su cargo y era su responsabilidad, por eso se sobresaltó cuando una voz lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Hola, hola, Rhys! ¡Apuesto algo a que te sorprendes de verme!
Rhys no tenía más remedio que admitir que sí se sorprendía. Aunque «sorprenderse» tampoco era la palabra más apropiada, pues quien estaba tranquilamente sentado junto a él era Beleño.
El kender sonreía deslumbrante ante la perplejidad de Rhys.
-¡Soy un espíritu, Rhys! Por eso estoy un poco desdibujado y tembloroso. ¿No es increíble? ¡Se te está apareciendo un fantasma!
De repente, Beleño pareció muy preocupado.
-Espero no haberte asustado.
—No —le aseguró Rhys, aunque tardó un momento en recuperar el habla.
Al oír hablar a su amo, Atta levantó la cabeza y lo miró de reojo, por si la necesitaba.
—¡Hola, Atta}. —saludó Beleño—. Tus cachorros están preciosos. Son igualitos a ti.
Atta entrecerró los ojos. Olfateó el aire, volvió a olfatearlo, se quedó un momento pensando y después desechó lo que no entendía, apoyó la cabeza entre las patas y volvió a su vigilancia.
—Me alegro de no haberte asustado -prosiguió Beleño-, Siempre me olvido de que estoy muerto y tengo la costumbre poco afortunada de aparecerme ante la gente de repente. Pobre Gerard. -El espíritu lanzó un suspiro—. Creí que le iba a dar una apología.
—Apoplejía—lo corrigió Rhys sonriendo.
-Eso también -repuso Beleño muy serio-. Se quedó increíblemente blanco y empezó a resollar. Después juró que nunca más en su vida volvería a tomar ni una gota de aguardiente enano. Cuando intenté tranquilizarlo diciéndole que no era una alucinación, que no estaba viendo cosas raras y que de verdad era un espíritu, empezó a resollar todavía más fuerte.
—¿Al final se recuperó? —preguntó Rhys.
—Creo que sí—respondió Beleño con cautela—. Después me riñó mucho. Me dijo que le había quitado diez años de vida y que ya tenía suficientes problemas con los kenders vivos y no estaba dispuesto a que también lo molestara uno muerto, que tenía que volver al Abismo o de donde fuera que hubiera salido. Le expliqué que no estaba en el Abismo. Que había estado dando una vuelta por el mundo y que comprendía perfectamente cómo se sentía y que sólo había parado un momento para darle las gracias por todas las cosas bonitas que había dicho en mi funeral.
»Por cierto, yo también fui. Fue precioso. ¡Vino tanta gente importante! La señora Jenna y el abad de Majere, el Dios Caminante con los elfos y Galdar y una delegación de minotauros. Con lo que mejor me lo pasé fue con la pelea de después en la taberna, aunque supongo que en realidad eso no formaba parte del funeral. Y me gustó que esparcieran mis cenizas debajo de la posada. Así siento que una parte de mí siempre se quedará aquí. A veces me parece que puedo oler las patatas con especias, y eso es muy raro, porque los fantasmas no tienen olfato. ¿Por qué crees que será?
Rhys tuvo que admitir que no lo sabía.
Beleño se encogió de hombros y después frunció el entrecejo.
—¿Por dónde iba?
—Estabas hablando de Gerard...
—Ah, sí. Le dije que había ido a despedirme antes de emprender la siguiente fase de mi viaje, el cual, por cierto, va a ser increíble. Dentro de un momento te cuento por qué. Tiene que ver con mi saltamontes. Pero bueno, Gerard me deseó buena suerte y me acompañó hasta la puerta y la abrió para que pudiera salir. Le expliqué que no hacía falta que la abriera porque puedo atravesar puertas y paredes, incluso el techo. Me contestó que no iba a atravesar ni su puerta si su pared. Estaba muy serio, así que no lo hice. Y me parece que no iba en serio cuando dijo que no iba a volver a probar el aguardiente enano, porque le vi coger la jarra y dar un buen trago en cuanto me fui.
—¿Te despediste de alguien más? -preguntó Rhys, alarmado.
Beleño asintió.
—Fui a ver a Laura. Después de lo que había pasado con Gerard, pensé en aparecerme a Laura poco a poco. Ya sabes, para darle tiempo a que se acostumbrara. -El espíritu suspiró-. Pero dio igual. Lanzó un grito, se echó el delantal sobre la cabeza y rompió una pila entera de platos sucios cuando cayó en la palangana de fregar. Así que me pareció mejor no quedarme. Y ahora estoy aquí contigo. Eres mi última parada, después me iré de verdad.
—Me alegra verte, amigo —dijo Rhys-. Te he echado mucho de menos.
—Ya lo sé. Te sentía echándome de menos. Era una sensación agradable, pero no tienes que estar triste. Eso es lo que he venido a decirte. Siento haber tardado tanto en llegar hasta aquí. El tiempo ya no significa mucho para mí y hay tantos sitios que visitar y tantas cosas que ver. ¡Sabías que hay otro continente entero! Se llama Taladas y es un lugar muy interesante, aunque no es ahí adonde voy a ir en el viaje de mi alma. Ah, eso me recuerda una cosa. Tengo que contarte una cosa de Chemosh.
»Los fantasmas con los que hablé cuando era un acechador nocturno me explicaron que al morir, tu alma se presenta ante el Señor de la Muerte para ser juzgada. Estaba muy impaciente por que llegara esa parte y era todo muy emocionante. Estaba en una cola con un montón de almas más: goblins y draconianos, kenders y humanos, elfos, gnomos, ogros y más cosas. Todas las almas van ante el Señor de la Muerte, que está sentado en un trono enorme, muy impresionante. A veces intenta tentarlos para que se queden con él. Otras veces ya han prometido seguirlo a él o a algún otro dios, como Morgion, que permíteme que te diga que no es nada agradable. Y otras veces los otros dioses van a decirle a Chemosh que aparte sus manazas. Reorx hizo eso por un enano.
»Así que yo estaba esperando al final de la cola, pensando que iba a tardar mucho, mucho tiempo en llegar al final, cuando de repente el Señor de la Muerte se levanta del trono de un salto. ¡Recorrió toda la fila y se quedó parado delante de mí! Me mira con odio y me dice muy enfadado que yo puedo irme. Respondí que no me importaba quedarme porque estaba charlando con unos amigos, y era verdad. Me había encontrado con unos cuantos kenders muertos y estábamos comentando lo interesante que era estar muerto y cada uno describía cómo había muerto y todos estuvieron de acuerdo en que nadie podía superarme, porque a mí me había matado un dios.