América (19 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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Littell aflojó la presión sobre la carótida. Lenny carraspeó entre náuseas. Littell se arrodilló a su lado, sacó el revólver y lo amartilló.

–Soy del FBI de Chicago. Tengo pruebas contra ti por el asesinato de Tony Iannone; si no trabajas para mí, te entregaré a Giancana y a la policía de la ciudad. No te pido que delates a tus amigos. Lo que me interesa es el fondo de pensiones del sindicato de camioneros.

Lenny tomó aliento con esfuerzo. Littell se levantó y pulsó un interruptor de la pared. La sala se iluminó.

Vio una bandeja con licores junto al sofá. Botellas de cristal tallado llenas de whisky, bourbon y coñac.

Lenny encogió las rodillas y las rodeó con los brazos. Littell guardó el arma bajo el cinturón y sacó una bolsa de celofán.

Contenía dos navajas embadurnadas de sangre. Las mostró a Lenny con un comentario:

–He buscado huellas y he encontrado cuatro que encajan con las de tu ficha.

Era un farol. Lo único que tenía eran manchurrones.

–No tienes alternativa, Lenny. Ya sabes lo que te haría Sam.

Lenny rompió a sudar. Littell le sirvió un whisky; el aroma le hizo la boca agua. Lenny tomó un sorbo. Necesitó ambas manos para sostener el vaso.

–Sé algunas cosas del fondo de pensiones. – Lenny no había recuperado del todo su voz de tipo duro-. Sé que algunos tipos con conexiones y ciertos hombres de negocios solicitan créditos de esos a alto interés, y se ven metidos en una especie de escalada de préstamos.

–¿Hasta llegar a Sam Giancana?

–Es una teoría.

–Pues explícamela mejor.

–La teoría dice que Giancana consulta con Jimmy Hoffa todas las peticiones de préstamos por cantidades importantes. Una vez de acuerdo, lo conceden o lo deniegan.

–¿Existen unos libros alternativos del fondo de pensiones? Me refiero a unos libros amañados, codificados, que oculten cantidades secretas.

–No lo sé.

Kemper Boyd decía siempre: EXPRIME A TUS INFORMADORES.

Lenny se incorporó hasta una silla. Lenny, el esquizofrénico, sabía que los tíos duros, y judíos además, no se quedaban encogidos en el suelo.

Littell se sirvió un whisky doble.

–Siéntase como en su casa -dijo Lenny, el animador de espectáculos.

Littell guardó las navajas en el bolsillo.

–He repasado tu agenda y he visto que tus direcciones no encajan con las del Programa contra la Delincuencia Organizada.

–¿Qué direcciones?

–Las de los miembros del sindicato del crimen de Chicago.

–¡Ah, ésas!

–¿Cómo es que no coinciden?

–Porque las mías son de picaderos. Son de las casas donde van los tipos a engañar a sus mujeres. Tengo llave de algunas, porque les llevo allí la recaudación de las máquinas de discos. De hecho, estaba recogiendo la de ese jodido bar de maricas cuando ese jodido Iannone me atacó.

Littell apuró su vaso.

–Yo te vi matar a Iannone. Sé por qué estabas en ese bar y por qué frecuentas el Hernando's Hideaway. Sé que tienes dos vidas y dos voces y dos sabe Dios qué más. Y sé que Iannone quiso acabar contigo porque no quería que supieras que él también…

Lenny estrujó el vaso entre ambas manos. El grueso cristal tallado se resquebrajó y saltó hecho añicos.

El whisky roció la estancia, mezclada con sangre. Lenny no emitió el menor gemido, no cambió de expresión, no se movió. Littell arrojó su vaso sobre el sofá.

–Sé que hiciste un trato con Sal D'Onofrio.

No hubo respuesta.

–Sé que vas a viajar con esa gente a la que ha invitado a jugar. No hubo respuesta.

–Sal es un prestamista. ¿Es uno de los que presentan candidatos a entrar en el engranaje de los préstamos del fondo de pensiones? No hubo respuesta.

–Vamos, cuéntame -dijo Littell-. No me marcharé hasta que tenga lo que he venido a buscar.

Lenny se limpió las manos de sangre.

–No lo sé. Quizá sí, quizá no. Comparado con otros tiburones de su negocio, Sal es pescadilla.

–¿Qué hay de Jack Ruby, el tipo de Dallas? También se dedica en parte a los préstamos.

–Jack es un payaso. Conoce gente, pero es un payaso. Littell bajó la voz:

–¿Los muchachos de Chicago saben que tú eres homosexual?-Lenny reprimió unos sollozos. Littell insistió-: Contesta y reconoce lo que eres.

Lenny cerró los ojos y movió la cabeza: no, no, no.

–Entonces, contesta. ¿Serás mi informador?

Lenny cerró los ojos y movió la cabeza: sí, sí, sí.

–Los periódicos decían que Iannone estaba casado.

No hubo respuesta.

–Lenny…

–Sí, estaba casado.

–¿Tenía algún picadero?

–Debía de tenerlo.

Littell se abrochó el gabán.

–Podría hacerte un gran favor, Lenny.

No hubo respuesta.

–Estaremos en contacto. Ya sabes lo que me interesa; ponte a ello. Lenny no le prestó atención. Había empezado a extraerse fragmentos de cristal de las manos.

Había cogido un llavero del cuerpo de Iannone. Contenía cuatro llaves en una bolsita con la etiqueta «Cerrajería Di Giorgio's, 947 Hudnut Drive, Evanston».

Dos llaves de coche y otra de una casa, probablemente. La cuarta podía ser del picadero. Se dirigió a Evanston y, a aquella hora avanzada de la noche, tuvo un golpe de suerte: el cerrajero vivía detrás de la tienda.

La inesperada visita del FBI asustó al hombre. Reconoció las llaves como obra suya y dijo que había instalado todas las cerraduras de Iannone, en las dos casas.

Las direcciones eran: 2409 Kenilworth, en Oak Park, y 84 Wolverton, en Evanston.

Iannone vivía en Oak Park; lo había dicho la prensa. La dirección de Evanston tenía muchas posibilidades de ser lo que buscaba.

Las indicaciones del cerrajero resultaron sencillas de seguir. Littell tardó escasos minutos en encontrar la dirección. Era un apartamento con garaje situado detrás de una residencia de estudiantes de la Universidad Northwestern. El vecindario estaba a oscuras y en completo silencio.

La llave encajaba en la cerradura. Littell entró con el arma por delante. El lugar estaba deshabitado y olía a humedad. Encendió las luces de las dos habitaciones e inspeccionó todos los cajones, armarios, estanterías, compartimentos y rincones. Encontró consoladores, látigos, collares de perro con púas, ampollas de nitrito de amilo, doce frascos de vaselina, una bolsa de marihuana, una chaqueta de motorista adornada con piezas metálicas, un fusil de cañones recortados, nueve placas de bencedrina, un brazalete nazi, óleos que mostraban escenas de sodomía y de sesenta y nueves- sólo hombres-, y una fotografía de Tony Iannone «el Picahielos», y un chico universitario, desnudos y mejilla con mejilla.

Kemper Boyd decía siempre: PROTEGE A TUS INFORMADORES.

Littell llamó a la sastrería Celano's. Respondió un hombre: «¿Sí?» Butch Montrose; no había confusión posible. Littell disfrazó la voz.

–No te preocupes por Tony Iannone. Era un maricón de mierda. Ve al 84 de Wolverton, en Evanston, y lo verás tú mismo.

–¿Eh, qué está dicien…?

Littell colgó. Dejó la foto clavada en la pared para que todo el mundo la viera.

16

(Los Ángeles, 11/1/59)

Hush-Hush
estaba a punto de cerrar edición. El personal de la redacción funcionaba a base de café cargado con bencedrina.

Los «dibujantes» estaban empastando una cubierta: «Paul Robe-son, rey de los rojos reincidentes.» Un «corresponsal» estaba pasando a máquina un artículo: «Spade Cooley pega a su esposa: ¿usará demasiado los pies nuestro bailarín de claqué?» Un «investigador» revolvía panfletos tratando de relacionar la higiene de los negros con el cáncer.

Pete miraba.

Se aburría.

En su cabeza retumbaba MIAMI.
Hush-Hush
le sentaba como un cactus gigante metido en el culo.

Sol Maltzman estaba muerto. Gail Hendee se había marchado hacía mucho. El nuevo personal de la revista era ciento por ciento grotesco.

Howard Hughes estaba frenético por encontrar un rebuscador de basura.

Todos sus candidatos se negaban. Todo el mundo sabía que la policía de Los Ángeles había secuestrado el número injurioso sobre los Kennedy.
Hush-Hush
era la leprosería del periodismo sensacionalista.

Hughes ANSIABA tener basura que revolver. Hughes ANSIABA conseguir libelos difamatorios que compartir con el señor Hoover. Y cuando Hughes ANSIABA tener una cosa, la COMPRABA.

Pete compró basura para llenar un número. Sus contactos en la policía le proporcionaron un cargamento de chismorreos de poco lustre: «¡Spade Cooley, misógino y bebedor!» «¡Sal Mineo, cazado en incautación de marihuana!» «¡Detenciones de beatniks sacuden Hermosa Beach!»

Todo era pura basura. No tenía nada que ver con Miami.

Miami estaba bien. Miami era la droga que echaba en falta. Había dejado Miami sin otra cosa que una contusión leve; no estaba mal, teniendo en cuenta lo que había recibido.

Jimmy Hoffa lo llamó para restaurar el orden. Pete salió de la cárcel y se ocupó de ello.

La compañía de taxis requería orden. Las disputas políticas habían fastidiado el negocio durante varios días seguidos y, aunque los disturbios ya habían cesado, la central de Tiger Kab hervía todavía de animosidad contenida entre facciones. Pete tenía que habérselas con tipos pro Batista y procastristas: matones de ideología derechista o izquierdista que necesitaban que alguien los pusiera a tono y los hiciera acatar el Imperio de la Ley del Hombre Blanco.

Pete estableció normas.

Nada de bebidas, nada de pancartas de signo político en el trabajo. Nada de armas de fuego, ni armas blancas; el despachador se encargaría de guardarlas. Y nada de confraternizaciones políticas: las facciones rivales debían permanecer separadas.

Un partidario de Batista desafió las normas. Pete lo dejó medio muerto de una paliza.

Estableció más normas.

Nada de hacer de chulo durante el servicio; los conductores debían dejar en casa a sus putas. Tampoco se permitían robos en casas o atracos mientras se trabajaba.

Pete nombró a Chuck Rogers nuevo despachador. Lo consideró un nombramiento político. Rogers era un tipo a sueldo de la CIA. El codespachador, Fulo Machado, también estaba vinculado a la CIA.

John Stanton era un agente de la CIA de nivel medio… y un nuevo habitual del local. Con sólo chasquear los dedos, consiguió paralizar las indagaciones sobre Fulo por un asesinato en primer grado.

Guy Banister, el colega de Stanton, detestaba a Ward Littell. Y los dos, Banister y Stanton, estaban obsesionados con Kemper Boyd.

Jimmy Hoffa era el dueño de Tiger Kab. Jimmy tenía participación en dos casinos de La Habana.

Littell y Boyd le cargaban dos muertes. Probablemente, Stanton y Banister no estaban al corriente de eso. Stanton le había hecho aquel breve comentario burlón: «Puede que algún día te pida un favor.»

Las piezas iban encajando con suavidad y precisión. Sus antenas empezaron a sondear, sondear, sondear…

Pete habló con la recepcionista.

–Donna, consígame una conferencia persona a persona. Quiero hablar con un hombre llamado Kemper Boyd, de la oficina del comité McClellan, en Washington, D.C. Dígale a la telefonista que pruebe en el edificio de las oficinas del Senado y, si consigue comunicación, diga que llama de mi parte.

–Sí, señor.

Pete colgó y esperó. La llamada era un tiro a ciegas; Boyd, probablemente, estaría en otra parte, conspirando.

La luz del intercomunicador parpadeó. Pete levantó el auricular.

–¿Boyd?

–Al habla. Y sorprendido.

–Bueno, te debía un favor y he pensado pagártelo.

–Continúa.

–Estuve en Miami la semana pasada. Conocí a dos tipos, un tal John Stanton y otro llamado Guy Banister, y parecían muy interesados por ti.

–El señor Stanton y yo ya hemos hablado. Pero te agradezco la información. Es agradable saber que todavía están interesados.

–Les di buenas referencias tuyas.

–Eres un tipo estupendo. ¿Puedo hacer algo por ti?

–Puedes encontrarme un nuevo rebuscador de mierda para
Hush-Hush
.

Boyd colgó con una carcajada.

17

(Miami, 13/1/59)

El comité lo alojaba en un Howard Johnson's, pero Kemper se mudó a una suite de dos habitaciones en el Fontainebleau y pagó la diferencia de su bolsillo. Estaba a punto de conseguir un tercer sueldo, y el gasto no resultaba tan desmedido.

Bobby lo había enviado de nuevo a Miami a instancias del propio Kemper, que había prometido volver con algunos testimonios clave sobre Sun Valley. Lo que no contó a Bobby fue que la CIA estaba pensando en reclutarlo.

El viaje supuso unas cortas vacaciones. Si Stanton cumplía su palabra, se pondría en contacto con él.

Sacó una silla al balcón. Ward Littell le había enviado un informe por correo y debía revisarlo antes de enviarlo a Bobby.

El informe constaba de doce hojas mecanografiadas. Littell adjuntaba un prólogo escrito a mano:

K.B.:

Como socio tuyo en este apacible subterfugio, te remito un relato detallado de mis actividades. Dado que el señor Kennedy fue tan claro al respecto, supongo que preferirás omitir cualquier mención de mis ilegalidades más flagrantes. Como observarás, he realizado progresos sustanciales. Y te aseguro una cosa: dadas las circunstancias extremas, he sido muy cuidadoso.

Kemper leyó el informe. Calificar de «extremas» las circunstancias era quedarse corto.

Littell había presenciado un asesinato entre homosexuales. La víctima era un personaje de la mafia de Chicago; el asesino, un miembro marginal de la propia mafia, llamado Lenny Sands.

Sands era ahora un soplón de Littell. Hacía poco, Sands se había asociado con un prestamista y corredor de apuestas llamado d'Onofrio, alias «Sal el Loco». D'Onofrio organizaba viajes de funcionarios corrompidos y amantes del juego a los casinos de Las Vegas y de Lake Tahoe. Sands tenía que acompañar a los grupos como «animador del circuito». Sands tenía llave de varios «picaderos» de mafiosos. Littell le había forzado a hacer duplicados y había entrado clandestinamente en tres de ellos en busca de pruebas. Littell había mirado y se había marchado sin tocar nada de lo que encontró: armas, narcóticos y catorce mil dólares en billetes, todo ello oculto en una bolsa de golf en el picadero de un tal Butch Montrose.

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