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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (27 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Y tú eras su álter ego.

—Más bien su futuro asegurado —respondió Hannah—. Los rumores de evasión fiscal surgieron la segunda vez que gané Wimbledon. Sólo tenía dieciocho años.

—¿Os investigaron a los dos?

—Mi padre manejaba toda mi economía. —Hizo rebotar suavemente la raqueta en la mano—. Yo me limitaba a jugar. A entrenar y a jugar. Les llevó un par de años sentarme ante un tribunal.

—Entonces, ¿sí que lo hacía?

—Así es. Cogía prácticamente todo mi dinero y se lo llevaba fuera.

—¿Para invertir?

—Para gastárselo en el juego. Y cuando todo indicaba que íbamos a tener que pagar lo que se nos exigía, empezó a apostar por mí.

—Eso debió de suponerte muchísima presión —dijo Carmen, un poco sin resuello por intentar avanzar a la velocidad de los largos pasos que daba Hannah.

Ésta la miró extrañada.

—Realmente no leíste las noticias. Me sorprende.

—Soy una mujer ocupada, ya sabes. Además, prefiero leer mi propia prensa. —Sonrió.

—Bueno —dijo Hannah cuando cruzaban la puerta de entrada.

El recepcionista las miró fugazmente y a continuación volvió a centrarse en su ordenador. Hannah bajó la voz.

—Apostaba contra mí, Carmen. Mi propio padre.

—¡Eso es horrible! Entonces, ¿pensaba que ibas a perder?

—Él me decía que perdiera —le explicó, mirando a un lado y a otro para comprobar si había alguien cerca—. Era una baza segura. ¿Lo pillas?

—¿Por qué accediste?

—Yo era una cría y él era mi padre. ¿Qué más daba que perdiera ante la séptima del escalafón? Además, los verdaderos problemas sólo empezaron realmente cuando me negué a seguir perdiendo.

—¿Qué pasó entonces?

—Mi padre apostó contra una chica alemana, Heidi Mueller. Era la número uno y mi principal rival.

Carmen abrió la puerta de su habitación con la tarjeta, entró rápidamente y le hizo un gesto a Hannah para que se sentase mientras ella saltaba a la cama, lista para seguir escuchando el relato.

—Estábamos en la semifinal de Wimbledon, que siempre había sido mi mejor torneo —dijo—. Yo estaba decidida a empezar a recuperar puestos y llegar al número uno. Por eso mi padre decidió que tenía que asustar a Heidi.

—¿La amenazó?

—Más enrevesado que eso. Sobornó a alguien para conseguir un pase extra de prensa y se lo regaló a un lunático que llevaba un tiempo acosándola.

Carmen se sentó en el borde de la cama, boquiabierta. Ella misma había tenido un buen puñado de seguidores más que entusiastas cuando la proclamaron Miss España.

—El tipo entró en el vestuario y se desató un infierno. A Heidi le entró el pánico, pues reconoció al hombre nada más verle porque unos años antes había intentado colarse en su casa, y salió disparada. Echó a correr por el pasillo, con el loco ese persiguiéndola y gritando que la amaba. Heidi acabó cayéndose por las escaleras y se partió un brazo.

—Vaya movida —dijo Carmen—. Por lo menos no se hizo una lesión peor.

—Hubo una investigación interna y todos los indicios apuntaban a mi padre —dijo Hannah en voz baja—. Así que convocó una rueda de prensa para refutar las acusaciones.

—Y ahí fue cuando te viniste abajo.

—Nunca supe lo del pase de prensa hasta después de lo que ocurrió. Pero hubo un reportero que siguió insistiendo en por qué había estado jugando tan mal. Minó mis defensas y acabé confesando que había perdido partidos adrede.

—Hacer una broma con un pulpito no es nada para ti —comentó Carmen—. Ahora sí que no te quiero ver en el programa. Acabarás conmigo.

—No es ninguna broma —dijo Hannah—. Me expulsaron del tenis para siempre. Mi vida se derrumbó cuando sólo tenía veintiún años.

—¿Y tu padre fue a la cárcel?

—Una milésima de segundo —respondió—. Llegó a una especie de acuerdo, pues no era el único que participaba en apuestas ilegales, y acabó con una sentencia leve. Ahora él y mi monstruastra tienen otro niño. Un golfista júnior.

—¿En serio?

—No, tengo un hermano al que no he visto nunca —dijo Hannah—. Obrar mal sólo duele si tienes sentimientos.

Se levantó y se desperezó, y luego tomó asiento de nuevo en una silla.

—Estoy hecha polvo.

—Sí, vamos a dormir un poco —dijo Carmen, y le lanzó una almohada de la cama—. No fue todo culpa tuya, Hannah.

—Todos hacemos de vez en cuando cosas que no están bien —dijo ella, mostrándose de acuerdo—. Como tú, acostándote con Alan para meterte en el programa de Gus.

—Como acostarme con Alan —repitió Carmen en voz baja.

Hannah, adormilándose ya en el sillón, no pudo discernir si era una frase afirmativa o interrogativa.

18

Gus despertó a Sabrina con una llamada de teléfono, y a continuación Sabrina marcó el número de Aimee.

—Mamá no sabe qué ponerse —dijo, e inmediatamente colgó y volvió a dormirse.

Cinco minutos después Aimee aporreaba la puerta de su habitación, vestida con unos pantalones azul marino de deporte y una camiseta blanca de algodón.

—Levántate —dijo a través de la madera—. Estaré en la habitación de mamá. Si no apareces en un cuarto de hora, entraré a la fuerza en tu habitación.

No podía decirse que Aimee fuese una alondra, pero tampoco quería ser la última en llegar a la clase de gimnasia de Gary. Encontró a Gus sentada ante su portátil, comprobando despreocupadamente su correo electrónico y sus inversiones.

—Qué raro —dijo a su hija—. No tengo forma de acceder a una cuenta, y en la otra los saldos no aparecen.

—A lo mejor sabe que no estás en casa —dijo Aimee, sin prestarle atención. Estaba ocupada tratando de encontrar un atuendo mejor para Gus que los pantalones holgados que llevaba, deformados y demasiado grandes para ella—. ¿Por qué te has molestado en llamar a Sabrina? —preguntó—. Tenías que haber caído en que se limitaría a hacerme venir a mí.

—¿Qué? —Gus estaba concentrada en la lectura de los datos de la pantalla del ordenador—. Oh, sólo pensé que estaría más puesta en temas de ropa que tú. —Levantó la mirada hacia su hija—. Pero me alegro de que estés aquí.

—Pruébate éstos —dijo Aimee, y le lanzó a su madre unos piratas elásticos suyos y un top de mangas tipo casquillo que se había llevado. Reacia a despegarse del ordenador, Gus se cambió rápidamente, con un ojo puesto en la pantalla, y trató de localizar a su asesor de inversiones en su número particular. Pero Sabrina, con un chándal de felpa ajustado, apareció antes de que su madre pudiese contactar con otra cosa que no fuese un contestador automático. Rápidamente, Aimee las llevó al ascensor azuzándolas como un pastor a sus ovejas, y allí se tropezaron con un Porter irritado.

—¿Alguna habéis visto a Carmen esta mañana? —preguntó antes de salir pitando por el pasillo.

Abajo, en recepción, Troy las esperaba en pantalones cortos y (¿qué otra cosa si no?) una camiseta de FarmFresh. A su lado estaba Oliver, que también llevaba una camiseta de FarmFresh y unos pantalones cortos.

—Podríais ser dos gemelos de diferente familia —dijo Gus. Oliver se había calzado unas chanclas, y ella se fijó en que llevaba una pedicura perfecta. No soportaba a los hombres que llevaban las uñas de los pies descuidadas.

—Yo quiero irme otra vez a la cama —murmuró Sabrina con voz soñolienta, cuando Troy, instintivamente, alargó un brazo hacia ella y a continuación lo bajó de nuevo, a medio camino.

—Ven a sentarte —dijo Aimee guiando a su hermana hasta unas sillas.

El grupo aguardó en silencio, todos cansados menos Gus, a la que le encantaban las mañanas. Observó cariñosamente a su soñoliento equipo hasta que al final Carmen apareció del brazo de Porter, vestida sólo con un bikini rojo y un pareo.

—Ostras —comentó Troy, admirando la figura de la ex Miss, y al notar la cortante mirada que le dedicó Sabrina, sonrió complacido.

Al lado de Carmen, avergonzada, estaba Hannah, vestida con un chándal gris. Sonrió tímidamente a su amiga, que se acercó rápidamente a ella.

—Estás loca por haber venido —dijo Gus—. Pero me alegro de que estés aquí.

Media hora después estaban todos lamentando verse embarcados en aquella salida de fin de semana. Gary les estaba enseñando a dar lo mejor de sí mismos en la explanada grande de hierba, poniéndolos en círculo, haciéndoles agacharse en cuclillas y fingir que eran unas semillas que iban «creciendo» lentamente hasta su máxima extensión, para terminar dando un salto en el aire.

—¡Y estiraos, flores! —exclamaba, y saltaba a la vez que ellos—. Vamos, Porter, tú también.

—Sí, Porter, creo que es lo menos que puedes hacer —murmuró Gus—. Aimee, menos arbusto y más flor. —Sacudió la cabeza para hacerle ver a su hija que estaba bromeando. ¿Lo ves?, se dijo a sí misma; podía pasárselo tan bien como cualquier persona.

Y Carmen desde luego que se lo estaba pasando bien, prácticamente se salía toda ella por la parte de arriba de su bikini con cada salto de flor.

—Cuesta no mirar —dijo Troy en voz baja a Oliver, quien asintió en silencio.

—Esto es como estar en la guardería —intervino Sabrina, que era a la que peor le estaba sentando el juego, por ser la más joven del grupo—. Parecemos críos.

—Exacto, exacto —gritó Gary—. ¿Y os acordáis de lo importante que era compartir? —Volvió a saltar, aunque el resto del grupo parecía a un tris de la rebelión.

—Creo que todos hemos crecido hasta nuestro potencial máximo —dijo Gus secamente.

Pero Gary no había hecho más que empezar, y estuvo observándolos mientras ellos jugaban a cosas como el pañuelo, el escondite y tocar y parar, en el que la única manera de ser rescatado de la posición de «parado» era que alguien que no lo estuviera pasase a cuatro patas por debajo de tus piernas. («Maldita sea —murmuró Gus para sí, perdiendo rápidamente la capacidad para reírse de sí misma—. Heme aquí obligada a revivir la infancia de Aimee y Sabrina.») Y corría muy rápido, muy rápido, muy rápido para no tener que quedarse «parada».

—¿Qué, pandilla? ¿A que nos lo estamos pasando bomba? —les dijo Gary mientras correteaban por el césped de acá para allá.

Gus pudo ver con el rabillo del ojo que tomaba notas sobre lo bien que estaban jugando todos juntos.

Sabrina parecía perseguir casi todo el rato a Troy, lo cual consideró un buen avance.

Aimee dejó «parada» a Carmen, y luego intentó bloquearle el paso a Oliver cuando éste intentó liberarla.

—No, no te dejo —le dijo la chica mientras él la esquivaba, pero se enzarzaron en una divertida pelea y acabaron derribando a la española, que no se mostró muy contenta con cómo había acabado aquello, y al final los tres terminaron amontonados en el suelo.

Gus corrió a ver cómo estaba su hija.

—Maldita sea —dijo cuando Hannah la dejó en posición de «parada» al acercarse—. ¿Te has vuelto loca?

Pero su amiga estaba entusiasmada de poder correr de un lado para otro al aire libre; menudo cambio en comparación con sus ejercicios diarios en la cinta deslizante. Quizá todos los demás estuviesen echando pestes, pero para ella fue un puro goce. Se le había olvidado cuánto le gustaba notar el cuerpo en movimiento, agitar con fuerza las extremidades, sentir la entrada del aire fresco en los pulmones.

Gus, pese a que estaba «parada», trató de abandonar el terreno de juego.

—Estás «parada» —bramó Carmen, todavía en el suelo con su bikini—. Vuelve aquí.

—No te preocupes, mamá —dijo Aimee mientras se arrastraba por la hierba entre las piernas de su madre—. Saldremos juntas de ésta. ¡Te he liberado! ¡Corre, corre!

Pero Gus ya había tenido suficiente. Se dirigió hacia Gary y le anunció que se había portado de maravilla todo el tiempo que era razonable esperar de ella, pero que se había terminado. Que se retiraba. Que Gus Simpson, le dijo, no participaba en jueguecitos.

—Aja —dijo Gary al tiempo que anotaba algo a toda velocidad.

Hannah estaba en la otra punta del césped, correteando pese a no haber nadie más por allí, y les costó más de un minuto conseguir captar su atención.

—Muy bien, todo el mundo al círculo —les anunció Gary, y cuando el grupo emitió un gruñido colectivo, se puso una mano detrás de la oreja a modo de trompetilla—. Os puedo asegurar que vais a pasar un fin de semana maravilloso. ¡Ya veréis cuando llegue el momento del abrazo grupal!

El grupo fue acercándose con desgana, tratando al mismo tiempo de evitar los inevitables comentarios entre ellos.

—Estoy tiritando de frío —dijo Carmen—. La hierba está húmeda.

—Y tú vas en bikini —le contestó Gus.

—Bueno, seamos flexibles —pidió Gary—. ¿Y si vamos dentro? Oh, y si alguien trata de escaquearse, habrá consecuencias. ¿Correcto, Porter?

—Huy, sí —dijo el productor ejecutivo sin mucha convicción—. Alan pasará por aquí dentro de unas horas, que lo sepáis todos. Viene a ver cómo nos está yendo.

—Nos está yendo de miedo —dijo Aimee. Aguantaba en su sitio sólo porque su madre les había dicho enfáticamente, tanto a ella como a su hermana, que las quería en Comer, beber y ser—. Qué pena no haber investigado un poco antes de venir, porque sospecho que los campamentos de verano impuestos a la fuerza violan la jurisprudencia en materia laboral.

Pero Gary le regaló una risita socarrona.

—Eres muy divertida, Aimee —dijo, lo cual a ella le dio más rabia aún. Gary les concedió un pequeño descanso para que pudieran subir a las habitaciones a por los deberes.

—¿Qué deberes? —dijo Hannah, sintiendo algo más que una pizca de pánico. Hasta cuando se animaba a probar algo que debía de ser fácil, como una excursión de empresa, la pifiaba. Qué difícil resultaba estar fuera de su casita. Qué complicado.

—No sufras —dijo Gary—. Sobre ti ya tengo muchísima información.

Gus estaba casi dentro ya cuando oyó este comentario. De inmediato, giró sobre sí misma y se acercó a ellos.

—¿Y exactamente quién te la proporcionó? ¿Fue Alan? ¿O Porter?

Él sacudió la cabeza.

—Me temo que eso es confidencial, Gus. Y ahora date prisa o no te dará tiempo a tomarte un café antes de formar de nuevo el círculo.

—No me gusta el café —replicó.

Gary consultó el sujetapapeles que parecía estar pegado a él de manera permanente.

—Sí que te gusta —dijo con un excesivo desparpajo para el gusto de Gus—. Ya te traigo yo una taza.

Para cuando dieron las nueve de la mañana, el elenco de Comer, beber y ser había jugado a tocar y parar, se habían estirado como semillas en pleno desarrollo y se encontraban sentados en unas sillas duras colocadas en algo similar a un círculo, esperando a que Gary volviese de la máquina del café. El humor era sombrío.

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