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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (7 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Mamá, si eres tú, di algo más.

—Jamás, ni en sueños, se me habría ocurrido echar kétchup a los huevos! —replicó la voz de Gus. Y a continuación una carcajada procedente del dormitorio.

Cuchara en mano, Aimee dejó los huevos y echó a andar con aprensión en dirección a su cuarto, con el corazón desbocado. Y entonces vio a su madre. Vestida con una camisa de lino color turquesa y unos pantalones caqui, y con su característica espátula azul marino.

En la tele.

Gus aparecía en la tele. Preparaba el desayuno a los presentadores del programa Today, que comían y reían.

«Entonces, ¿no eres tú la presentadora más veterana del Canal Cocina?», le preguntaba Matt Lauer con una gran sonrisa, conociendo la respuesta de antemano gracias a su equipo de documentación.

Gus sonrió lánguidamente.

«Sí, acabo de leer que estás considerada la gran dama de los programas de cocina, mientras a tu alrededor siguen apareciendo nuevas estrellas —intervino Ann Curry, antes de cambiar de tema—. Esta torrija crème brûlée es una maravilla. ¿Vamos a colgar la receta en nuestro sitio web? Fantástico.»

Y el parloteo continuó sin descanso. Aimee cogió el mando con una mano y acercó el dedo al botón de apagar, pero no lo apretó. Como a todo el mundo, la presentadora de ¡Cocinar con gusto! le resultaba una mujer atrayente. Que enganchaba. Que caía bien. Pero lo que la diferenciaba a ella del resto de la gente era que Gus era su madre. En fin, resultaba chocante. Siempre lo había sido. Pero era imposible no admirarla.

Sin una formación profesional en restauración, Gus se las había ingeniado para convertir su interés por la comida y su don de la oportunidad en una carrera estelar. Sabía cocinar, sabía organizar fiestas magníficas y nunca se cansaba de hablar, pensaba Aimee. Entre Gus y Sabrina, siempre había sido más bien imposible poder decir una palabra en el hogar de las Simpson.

«Eres tan diferente de cómo te recordaba», le había dicho Porter Watson, el productor de su madre de toda la vida, durante la fiesta de las vacaciones de invierno que había dado Gus en diciembre, hacía poco más de dos meses. Porter y ella se habían intercambiado tímidos saludos prototípicos del estilo «me alegro de verte» al encontrarse delante del cuenco de ponche y, gracias a una frase sobre las organizaciones benéficas dicha sin venir a cuento, habían iniciado una conversación sobre el trabajo de Aimee en Naciones Unidas. Porter parecía genuinamente interesado en el tema y así se lo había dicho.

—Creo que es la primera vez que hablamos de verdad —dijo Aimee en voz baja.

Él la había mirado con semblante serio, como si quisiera responderle, pero entonces su madre le hizo una seña a Porter para que se acercase. Estaba en mitad de la escalera, admirando las guirnaldas de cintas de color salvia y cereza de la barandilla.

—Nada que ver con siete guijarros encima de una mesa —se rio Gus. El lamentable arreglito decorativo de Sabrina para la primera cena-reunión que ella y Alan Holt tuvieron se había convertido en una anécdota trillada. Gus había alzado su copa y los asistentes a su fiesta hicieron lo mismo.

A continuación llegaron los brindis y la tarta (¡siempre una tarta!) y Aimee se escabulló al patio y al jardín de atrás, a pesar del característico frío de todo mes de diciembre en Westchester, para acurrucarse allí hasta el momento en que hacer mutis por el foro no pareciese una descortesía. De vez en cuando echaba un rápido vistazo hacia alguna ventana, rápido (para no tener que reconocer que lo hacía), con la esperanza de atisbar a su madre buscándola.

El volumen del televisor aumentó cuando el programa Today hizo una pausa para la publicidad y Aimee dio un brinco al acordarse de su propio desayuno. Regresó a la cocina para echar un vistazo a sus huevos. No precisamente la perfección que había esperado obtener. Rascó el fondo carbonizado y tiró el estropicio a la basura, pasó el plato por el grifo para meterlo en el lavavajillas y dio un mordisco a la tostada seca y fría. Luego la tiró también al cubo de la basura y salió de casa.

Sabrina se apeó del taxi en la esquina de la calle Cuarenta y nueve con la Sexta, justo en un charco de nieve medio derretida. Gracias a Dios que el mundo de la moda había dejado atrás la tendencia de los zapatos con la punta abierta, pensó, agradecida por llevar sus altas botas de piel marrón y su cálido abrigo de cachemira. Una vez en la acera, se pasó la cartera de una mano a la otra mientras se ponía los guantes, y echó a andar deprisa en dirección este, desde la Sexta hacia Rock Center. Su potencial nuevo cliente, así como una humeante taza de moca, la esperaban en la tienda de delicatessen Dean & DeLuca, y Sabrina estaba ansiosa por verlos a los dos. Justo enfrente del establecimiento había un numeroso grupo de mirones plantados delante de los estudios de grabación del programa Today y Sabrina echó un rápido vistazo para comprobar si podía pasar por la acera. Pero estaba de bote en bote, con un montón de sedanes negros y de taxis amarillos apelotonados. ¡Qué horror! Resignada a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre, fue pasando entre los turistas, que expresaban su admiración y cuchicheaban sobre la famosa de turno que estaba siendo entrevistada.

—¡Me encanta esa mujer!

—Es tan de verdad, ¿sabes?

—¡A mí me gustaría que viniera a mi casa a hacer la cena!

Al oír ese último comentario Sabrina volvió involuntariamente su cabeza de melena negra hacia la fachada acristalada del estudio y le dio un vuelco el corazón.

A través del ventanal. Saliendo por los monitores. Sonriendo y riéndose y actuando para el público. Como hacía siempre. Justo cuando Sabrina estaba a punto de ver a ese cliente, el primero que había conseguido ella sola. Ahí estaba ella.

Gus.

Ahí estaba siempre Gus.

4

Carmen Vega se rascó los brazos —y las piernas— y dirigió la vista hacia el minitelevisor de la esmeradamente reformada cocina aprovechada al máximo de su sobrevalorado piso del barrio de Tribeca. Lo que vio en la pantalla casi le hizo olvidar cuánto le picaba la piel. Porque allí, en su lugar —el lugar que tanto le había costado conseguir a su publicista, para hacerlo coincidir con el artículo de The New York Times que anunciaba su emergencia como Reina de la Comida con todas las de la ley—, estaba Gus Simpson. ¿No era para ponerse hecha una furia? Gus Simpson estaba en todas partes, con su propia línea de cuchillos, su marca de especias, sus libros de recetas que se vendían como churros, y todas esas emisiones de ¡Cocinar con gusto! que transmitía a diario el Canal Cocina, por no hablar de las repeticiones adicionales de sus programas de la década de 1990, La bolsa del almuerzo y Bocados de diversión. (Lo que Carmen no lograba entender era por qué diantres veía la gente esos programas de la Simpson, vestida con vaqueros de colores y chalecos con brocados. No hay nada más horrible que un estilo pasado de moda.)

Se decía incluso que Gus había recibido ofertas para publicar su propia revista. Carmen tenía ya nombre para la suya e incluso había adquirido una dirección electrónica, por si hubiera alguien que deseara aportar fondos. Pero aunque el hecho de ser la Miss España de 1999 tal vez despertara curiosidad entre algunos de sus fans, no necesariamente hacía que los inversores aflojasen la pasta, por desgracia. La verdad era que no había conseguido recaudar dinero suficiente. (Aunque, para gran disgusto suyo, varios de esos mismos inversores, hombres y mujeres por igual, le habían pedido una cita.) Lo que más le molestaba era que, pese a su historial en concursos de belleza, se había sacado el título del Instituto de Cocina Americano. Y Gus Simpson, no.

Lo único que estaba haciendo Gus en la tele era preparar un desayuno que en Estados Unidos sabía preparar perfectamente todo hijo de vecino, y, aun así, ahí estaba Matt Lauer, alabando lo que hacía como si no hubiese visto un huevo en su vida.

¡Maldita sea, no había forma de librarse de esa mujer! Carmen había oído decir en los corrillos culinarios que Gus tenía muchas exigencias. Lo cual era creíble; todos los chefs famosos que había conocido eran mucho peores que las participantes de los concursos de belleza con las que había coincidido. Al menos las reinas de la belleza se relajaban cuando se apagaban los focos y se quitaban la cinta adhesiva de doble cara que llevaban en las tetas.

Los chefs, por el contrario, jamás soltaban el cuchillo.

Esta idea de tener en la mano algo afilado le resultó realmente atrayente en ese preciso instante en el que Carmen, desesperada, hacía contorsiones para llegar a ese punto de la espalda que le picaba más que el resto del cuerpo.

«¡No te rasques! —le había ordenado su publicista la noche anterior a través de un mensaje de la BlackBerry—. La varicela puede dejar cicatrices. ¡Piensa en tu cara!»

¿Quién coge la varicela la noche antes de tener que salir en el programa Today? Estas cosas sólo le pasan a Carmen Vega, pensó con pena mientras se frotaba la espalda con el canto de la encimera de cemento para no tener que apartar la vista del televisor.

Si deseaba tener su revista, su línea de cacerolas y una cuenta bancaria mucho más abultada, iba a tener que elevar su perfil. Y ponerse mala antes de una aparición televisiva no servía precisamente para eso. Había querido ir de todos modos —con untarse una buena capa de maquillaje habría resultado—, pero su publicista no quiso arriesgarse a que la convirtieran en persona non grata si contagiaba el virus a los presentadores del Today.

Carmen ni siquiera sabía que los adultos podían coger la varicela, y por eso no se había alarmado demasiado cuando dos semanas antes, durante su aparición vespertina como maestra invitada en una clase de segundo de primaria, vio a varios críos con puntitos y costritas. Había sido otro ardid publicitario más, fruto de la creativa imaginación de su cada vez más caro publicista, y el evento había atraído a varios periodistas. Incluso le había proporcionado unas cuantas reuniones con ejecutivos interesados en ella. Sin embargo, casi todos los comentarios habían procedido, como de costumbre, de los ubicuos bloggers gastronómicos metidos a periodistas. Los bloggers de Internet eran el puntal de Carmen, los que impulsaban su carrera profesional, los que acudían a sus demostraciones de cocina en centros comerciales y los que colgaban en YouTube los encuentros de la estrella con fans y periodistas. Y los quería por ello. Sus admiradores internautas habían creado su carrera profesional a base de verla y de hablar después de cómo se sentían mientras la veían. Era muy posmoderno.

Y les encantaba opinar sobre su físico tanto como hablar de su cocina.

«¡Qué guapa!», siempre acababa diciendo alguien. Carmen era una de esas pocas afortunadas que reciben más genes buenos de lo que en justicia les correspondería: su tez morena era tersa y resplandeciente; su figura, esbelta; sus piernas, torneadas; su melena negra, brillante y espesa; sus ojos castaños, grandes y ribeteados de pestañas negras. ¿Y qué? Ella sabía que no era tan guapa como su madre o como su hermana mayor, Marisol, que llevaban una vida tranquila en su ciudad natal, Sevilla. Pero Carmen tuvo las agallas de utilizar aquellos genes de la familia en provecho de su carrera profesional, primero en el mundo de los concursos de belleza y brevemente como modelo. Su plan original había sido llegar a Hollywood. Tras pifiarla en el concurso de Miss Universo (un problema «técnico» con su bañador de espalda descubierta atado al cuello durante la prueba en traje de baño hizo que rápidamente se convirtiese en una de las aspirantes más conocidas), consiguió un papel en una película taquillera, parodiándose a sí misma, así como un noviazgo —publicado paso a paso en las revistas del corazón— con el cantante de cabellera oxigenada de un popular grupo musical de chicos. A principios de 2002 el cantante de baladas andaba ya con otra belleza del brazo, Carmen no había conseguido más papeles y un percance automovilístico en Beverly Hills no había atraído ni a un solo paparazzi. Su minuto de gloria se había agotado por completo: Miss España se había convertido en Miss Patraña.

Por eso, Carmen, aburrida, frustrada y algo más que un pelín aterrada, se escondió en su cabañita alquilada. Para planear su siguiente jugada. Se quedaba en la cama hasta el mediodía, no hacía planes para las tardes y se dedicó a preparar platos y más platos que le recordasen su tierra natal: paella, gazpacho, pescaíto frito. Por la noche se quedaba tumbada en el sofá, bebiendo un vaso de vino tras otro, ahíta de su propia comida y superada por la autocompasión, con el Canal Cocina puesto para llenar el silencio. Y se quedaba profundamente dormida, acunada por la voz de Gus Simpson hablando desde el televisor sobre organización de fiestas.

Finalmente, un día, mientras cortaba verduras en medio de una leve resaca, las piezas del puzle encajaron en una idea coherente: Carmen quería hacer carrera delante de las cámaras y le encantaba cocinar. Al día siguiente se despertó antes del mediodía por primera vez en meses y utilizó el móvil para pedir solicitudes de ingreso en escuelas de restauración de todo el país. Carmen Vega iba a llegar al estrellato a golpe de sartén.

Cuatro años más tarde disfrutaba de unos ingresos regulares como imagen del máximo importador de aceitunas negras españolas, y su programa de diez minutos, emitido en directo a través de Internet, EstallidoDeSabor, estaba atrayendo la atención. Carmen estaba a punto de pasar de la categoría de éxito de culto a la de estrella popular.

Sin embargo, para ser sinceros, muchos de sus seguidores estaban tan interesados en conocer su marca favorita de pintalabios como en sus deliciosas recetas. Y, para que el universo no perdiese su equilibrio, había atraído también a una devota panda de carmenófobos. Muy de vez en cuando se dignaba comprobar las últimas divagaciones publicadas en CarmenVegaApesta.com, el portal de un blogger anónimo que se despachaba regularmente con EstallidoDeSabor. Ella se decía a sí misma que le importaba un pimiento; sin embargo, cada vez que veía una nueva actualización, telefoneaba a su madre, incapaz de expresar su rabia tan sucintamente en inglés como en español.

Carmen alargó el brazo, cogió el teléfono —con un ojo aún puesto en las lecciones culinarias de Gus Simpson en el programa Today— y marcó el número que tan bien conocía.

—¿Mamá? Tengo otro día malo…

«Arroz instantáneo apelmazado, costillas de cerdo resecas, judías blancas de lata y lechuga iceberg mustia.»

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