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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (26 page)

BOOK: Amo del espacio
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Volvió a descargar un puñetazo encima de la mesa, y después miró a su alrededor. Dijo:

—Lo siento. No pretendía excitarme de este modo.

—Siéntese —dijo Candler.

—La respuesta sigue siendo no.

—Es igual; siéntese.

Se sentó, extrajo un cigarrillo y lo encendió.

Candler dijo:

—Ni siquiera tenía intención de mencionarlo, pero ahora me veo obligado a hacerlo. Es necesario, después de oírle hablar así. No sabía que aún estuviera tan trastornado por su amnesia. Pensaba que lo había superado.

»Escuche, cuando el doctor Randolph me ha preguntado qué periodista era capaz de hacer el trabajo, le he hablado de usted. Le he contado sus antecedentes. El también recuerda haberle conocido. Sin embargo, no sabía nada de su amnesia.

—¿Acaso me ha recomendado por eso?

—No me interrumpa. Me ha dicho que, mientras usted se encontrara allí, no tendría inconveniente en someterle a un nuevo tratamiento de choque que podría devolverle la memoria. Ha dicho que valía la pena intentarlo.

—No ha asegurado que diera resultado.

—Ha dicho que era posible; en cualquier caso, no le perjudicará.

Apagó el cigarrillo que acababa de encender. Miró fijamente a Candler. No tuvo que decir lo que pensaba; el director lo leyó en su rostro.

—Tranquilícese, muchacho —dijo Candler—. Recuerde que no se lo he dicho hasta que usted mismo me ha confiado lo mucho que ese muro le preocupa. No es una baza que me reservase para el final. Se lo he dicho para hacerle un favor, después de oírle hablar de ese modo.

—¡Un favor!

Candler se encogió de hombros.

—Ha dicho que no. Yo he aceptado su respuesta. Después ha empezado a quejarse y yo no he tenido más remedio que mencionar algo que ya había olvidado. No le dé más vueltas. ¿Cómo va el artículo de los sobornos? ¿Algo nuevo?

—¿Asignará a otro el artículo del manicomio?

—No; usted es el único que puede hacerlo.

—¿De qué se trata? Debe de ser una historia muy insólita para que dude del buen sentido del doctor Randolph. ¿Acaso cree que sus pacientes deberían ocupar el lugar de los médicos, o qué?

Se echó a reír.

—Ya lo sé, no puede decírmelo. Es un atractivo cebo doble, la curiosidad... y la esperanza de derrumbar ese muro. ¿Puede contarme el resto? Si digo que sí en vez de no, ¿cuánto tiempo estaré allí, y en qué condiciones? ¿Qué oportunidades tengo de volver a salir? ¿Cómo entraría?

Candler repuso lentamente:

—Vine, ya no estoy seguro de querer asignarle la misión. Olvidemos el asunto.

—De ningún modo. Por lo menos, no hasta que conteste a mis preguntas.

—De acuerdo. Ingresaría anónimamente, de forma que nadie pudiese criticarle si la historia resultara falsa. En caso contrario, podría explicar toda la verdad... incluida la confabulación del doctor Randolph para hacerle entrar y salir nuevamente. Entonces, el secreto ya no será tal.

»Podría descubrir lo que quiere en unos cuantos días... y, de todos modos, no se quedaría allí más de dos semanas.

—¿Cuántos residentes del manicomio sabrían mis intenciones, aparte de Randolph?

—Ninguno. —Candler se inclinó hacia delante y alzó cuatro dedos de la mano izquierda—. Sólo cuatro personas estarían al corriente. Usted. —Señaló un dedo—. Yo. —El segundo—. El doctor Randolph —El tercer dedo—. Y otro de nuestros periodistas.

—No es que tenga nada que oponer, pero ¿por qué otro periodista?

—Sería un intermediario, en dos aspectos. Primero, le acompañaría a visitar a un psiquiatra; Randolph nos recomendará alguno que será relativamente fácil de engañar. Se hará pasar por su hermano y solicitará que le examinen. Usted convencerá al psiquiatra de que está chalado y él lo certificará. Se necesitan dos médicos para recluirle, pero Randolph será el segundo. Su supuesto hermano querrá que Randolph sea el segundo.

—¿Todo esto bajo un nombre falso?

—Si lo prefiere... Claro que no hay razón para que sea así...

—Lo prefiero. Naturalmente, no quiero que se publique. Diga a todos los de aquí..., excepto mi... oiga, en este caso no tendríamos que inventarnos un hermano. Charlie Doerr, de Circulación, es primo hermano mío y mi pariente más próximo. Podría servir ¿verdad?

—Desde luego. En ese caso, tendría que hacer de intermediario para todo lo demás. Visitarle en el manicomio y traer todo lo que usted quiera enviar.

—Y si en un par de semanas no he descubierto nada, ¿me salvará?

Candler asintió.

—Se lo diré a Randolph; él le entrevistará y dictaminará su curación, para que pueda salir. Vuelve aquí y habrá estado de vacaciones. Eso es todo.

—¿Qué clase de locura debo fingir que tengo?

Le pareció observar que Candler se contorsionaba ligeramente en su asiento.

—Bueno... ¿y si recurriéramos a Napoleón? Según el doctor Randolph me dijo, la paranoia es una forma de locura que no tiene síntomas físicos. No es más que una ilusión apoyada en una estructura de racionalización. Un paranoico puede estar perfectamente cuerdo en todos los sentidos menos en uno.

Miró a Candler y vio que esbozaba una sonrisa irónica.

—¿Así que debo creer que soy Napoleón?

Candler hizo un gesto ambiguo.

—Escoja su propia personalidad. Sin embargo ¿no le parece que ésta resulta más natural? Es decir, los muchachos de la oficina siempre le llaman Napi, cuando quieren bromear un poco, y... —Terminó débilmente—: y todo lo demás.

Y entonces Candler le miró fijamente.

—¿Quiere hacerlo?

—Creo que sí. Se lo confirmaré mañana por la mañana, después de haberlo consultado con la almohada, pero, extraoficialmente, es que sí. ¿Le parece bien?

Candler asintió.

—Me tomo el resto de la tarde libre; iré a la biblioteca para informarme sobre la paranoia. De todos modos, no tengo otra cosa que hacer. Y esta misma noche hablaré con Charlie Doerr. ¿De acuerdo?

—Estupendo. Gracias.

Sonrió a Candler. Se acodó en la mesa de éste y dijo:

—Ahora que las cosas han llegado hasta este punto, voy a confiarle un pequeño secreto. No se lo diga a nadie. ¡Soy Napoleón!

Esto constituía un buen remate, así que salió.

2

Recogió el abrigo y el sombrero y salió a la calle, pasando del aire refrigerado al ardiente sol. Pasó del tranquilo manicomio que es la redacción de un periódico después de cerrar una edición, al manicomio más tranquilo de las calles en una bochornosa tarde julio.

Se retiró el sombrero panamá de la frente y se enjugó las gotas de sudor con un pañuelo. ¿Adónde iba? No pensaba ir a la biblioteca para estudiar lo referente a la paranoia; esto había sido una excusa para tener el resto de la tarde libre. Hacía más de dos años que había leído todos los libros sobre paranoia —y temas afines— que había en la biblioteca. Era un experto en la materia. Podía engañar a cualquier psiquiatra del país y hacerle creer que estaba cuerdo... o loco.

Se dirigió hacia el parque que había al norte de la ciudad y se sentó en uno de los bancos situados a la sombra. Dejó el sombrero en el banco y volvió a enjugarse el sudor de la frente.

Contempló abstraídamente la gran extensión de césped, de un verde intenso bajo los rayos del sol, que se extendía a sus pies, las palomas y su absurda forma de andar moviendo la cabeza, y la roja ardilla que bajó por el tronco de un árbol, miró a su alrededor y se escabulló detrás del mismo árbol.

Y volvió a pensar en el muro de amnesia de tres años antes.

Un muro que no era un muro en absoluto. La frase le intrigó: un muro que no era un muro en absoluto. Palomas sobre el césped, ¡qué lástima! Un muro que no era un muro en absoluto.

No era un muro en absoluto; era un cambio, un brusco viraje. Una línea trazada entre dos vidas. Veintisiete años antes del accidente. Tres años desde el accidente.

No formaban parte de la misma vida.

Pero nadie lo sabía. Hasta aquella tarde no había insinuado la verdad —en caso de que fuera la verdad— a nadie. Recurrió a ello para dejar el despacho de Candler, sabiendo que Candler lo tomaría como una broma. De todos modos, había que tener cuidado si repetía con frecuencia una broma así, la gente empezaría a dudar.

El hecho de que las numerosas lesiones producidas por el accidente hubieran incluido una mandíbula rota era la causa de que actualmente estuviese en libertad y no en un manicomio. Esa mandíbula rota —la tenía enyesada cuando recobró el conocimiento cuarenta y ocho horas después de chocar de frente con un camión a quince kilómetros de la ciudad— le impidió hablar durante tres semanas.

Y al cabo de esas tres semanas, a pesar del dolor y la confusión que le atenazaban, había tenido la oportunidad de reflexionar con calma. Inventó el muro. La amnesia, la oportuna amnesia que resultaba mucho más creíble que la verdad.

Pero ¿acaso lo que él creía era la verdad?

Este era el fantasma que le había rondado durante los últimos tres años, desde el momento en que se despertó en una habitación completamente blanca y vio a un desconocido, vestido de forma muy extraña, sentado junto a su cama, una cama como jamás había visto en ningún hospital de campaña. Una cama con un armazón el la parte superior. Y cuando apartó la mirada del desconocido y la posó sobre su propio cuerpo, vio que le habían enyesado una pierna y ambos brazos, y que tenía la pierna levantada y sujeta a una polea por medio de una cuerda.

Trató de abrir la boca para preguntar dónde estaba, y qué le había sucedido, y fue entonces cuando descubrió el yeso que le inmovilizaba la mandíbula.

Miró fijamente al desconocido con la esperanza de que éste le proporcionara la información que deseaba, y el desconocido le sonrió y le dijo:

—Hola, George. Ya estás de nuevo con nosotros ¿eh? Te pondrás bien.

Notó algo extraño en el idioma... hasta que descubrió lo que era. Inglés. ¿Acaso se hallaba en poder de los ingleses? Era un idioma que no dominaba pero comprendió perfectamente al desconocido ¿Por qué le había llamado George?

Es posible que sus dudas, algo de su enorme estupefacción, se reflejaran en sus ojos, porque el desconocido se acercó más a la cama y dijo:

—Quizá aún estés un poco confundido, George. Has tenido un accidente. Tu cupé chocó con un camión. Esto fue hace dos días y hasta ahora no habías recobrado el conocimiento. Estás bien, pero tendrás que quedarte unos días en el hospital, hasta que se suelden todos los huesos que te has roto. Nada serio.

Entonces le sobrevino un acceso de dolor que borró toda su confusión, y cerró los ojos.

Otra voz dijo:

—Vamos a ponerle una inyección, señor Vine. —No se atrevió a abrir los ojos. Era más fácil luchar contra el dolor sin ver nada.

Sintió el pinchazo de una aguja en el brazo. Casi en seguido dejó de experimentar sensación alguna.

Cuando volvió nuevamente en sí —doce horas después, según le dijeron—, se encontró en la misma habitación blanca, y la misma extraña cama, pero esta vez había una mujer en la habitación, una mujer vestida con un extraño traje blanco, que miraba un papel sujeto a una tablilla a los pies de la cama.

Ella le sonrió al ver que había abierto los ojos. Le dijo:

—Bueno días, señor Vine. Espero que ya se encuentre mejor. Voy a decir al doctor Holt que se ha despertado.

Se marchó y regresó con un hombre que iba tan extrañamente vestido como el desconocido que le había llamado George.

El doctor le miró y se echó a reír.

—Por una vez tengo un paciente que no puede contestarme. Ni siquiera puede escribir una nota. —Después se puso serio—. ¿Le duele algo? Parpadee una vez si no le duele nada y dos, si siente dolor.

El dolor no era muy fuerte, así que parpadeó una vez. El doctor asintió con satisfacción.

—Ese primo suyo —dijo— ha venido a verle. Se alegrará de saber que pronto estará en posición de... de escuchar, ya que no puede hablar. Le diré que venga un rato esta tarde.

La enfermera le alisó las sábanas y después, compasivamente, ella y el médico le dejaron solo, para que ordenara sus caóticos pensamientos.

¿Ordenarlos? Esto había tenido lugar hacía tres años, y aún no había sido capaz de ordenarlos.

El sorprendente hecho de que todos hablaran inglés y que él entendiera perfectamente esa bárbara lengua, pese a sus escasos conocimientos de ella. ¿Cómo era posible que un accidente le hubiese capacitado para entender un idioma que sólo conocía superficialmente?

El sorprendente hecho de que le llamaran por un nombre distinto. «George» fue el nombre utilizado por el desconocido que se hallaba junto a su lecho la noche anterior. La enfermera le había llamado «señor Vine». George Vine, un nombre inglés sin duda.

Pero había algo mil veces más sorprendente que cualquiera de esas dos cosas: lo que el desconocido de la noche anterior (¿podía ser el «primo» del qué el médico le había hablado?) le había dicho respecto al accidente: «Tu cupé chocó con un camión»

Lo realmente asombroso, lo contradictorio, es que él sabía lo que significaban las palabras «cupé» y «camión». No es que recordara haber conducido ninguno de ellos, ni el accidente en sí, ni ninguna otra cosa a partir del momento en que tomara asiento en su tienda después de Lodi... pero... pero ¿cómo era posible que la imagen de un cupé, un vehículo impulsado por un motor de gasolina, formara parte de sus recuerdos, si tal concepto jamás había figurado en su mente?

Lo más horrible era aquella loca mezcla de dos mundos, uno de ellos, nítido, claro y definido. El mundo en el cual había vivido durante veintisiete años, el mundo en el cual había nacido veintisiete años antes, el 15 de agosto de 1769, en Córcega. El mundo en el cual se había acostado —parecía que fuese la noche anterior— en su tienda de Lodi, como general del Ejército en Italia, tras su primera victoria importante en el campo de batalla.

Por otra parte, estaba aquel inquietante mundo en el que se había despertado, este mundo blanco en el que se hablaba inglés, un inglés que —pensándolo bien— era distinto del que había oído en Brienne, Valence, Toulon, y que, sin embargo, entendía a la perfección y estaba seguro de poder hablar si no tuviera la mandíbula enyesada. Este mundo en el que todos le llamaban George Vine, y en el cual todos utilizaban palabras que él no sabía, que no podía lógicamente saber, pero que producían imágenes en su mente.

Cupé, camión. Eran dos formas distintas de —la palabra acudió espontáneamente a su memoria— automóviles. Se concentró en lo que era un automóvil y en cómo funcionaba, y descubrió que poseía esa información. El bloque de cilindros, los pistones impulsados por explosiones de vapor de gasolina, encendido por la chispa de electricidad producida por un generador...

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