Authors: Fredric Brown
Tuve que mostrarme de acuerdo en ese sentido, mientras contemplaba la monótona extensión de colinas verdosas que sólo parecían albergar unos cuantos matorrales, aunque no demasiados. No tenían aspecto de albergar otra cosa. En cuanto a minerales, no había visto ni un guijarro.
—Tiene razón —contesté—. Cualquier planeta que no tenga más que plantas rodadoras y cucarachas puede arreglárselas como pueda, por lo que a nosotros respecta. Así que... —Entonces se me ocurrió una cosa—. Oiga, espere un momento. Tiene que haber algo más, porque si no, ¿con quién estoy hablando?
—Está hablando —repuso la voz— con lo que usted llama cucarachas, lo cual supone otro punto de incompatibilidad entre nosotros. Para ser más preciso, usted habla a una voz proyectada por el pensamiento, pero nosotros la proyectamos. Y déjeme asegurarle una cosa: que usted nos resulta más repugnante físicamente que nosotros a usted.
Entonces bajé la vista y la vi a tres de ellas, dispuestas a entrar en un agujero si yo hacía un movimiento.
Una vez dentro de la nave, dije:
—Johnny, despeguemos. Destino, la Tierra.
Saludó y dijo: «Sí, señor», entró en la cabina del piloto y cerró la puerta. No salió hasta conectar el piloto automático, con Sirio a nuestra espalda.
Ellen se había ido a su camarote. Ma y yo jugábamos a las cartas.
—¿Puedo tomarme un descanso, señor? —preguntó Johnny, dirigiéndose rígidamente hacia su camarote cuando le dije que sí.
Al cabo de un rato, Ma y yo nos acostamos. A los pocos minutos oímos ruidos. Me levanté para investigar, e investigué.
Volví sonriendo.
—¡Todo está arreglado, Ma! —dije—. Es Johnny Lane y está borracho como una cuba. —Le di una palmada en el trasero.
—¡Ayyy! —se quejó—. Ya he tenido bastante cayéndome del bordillo. ¿Quieres decirme que tiene de maravilloso que Johnny esté borracho? Tú no lo estás ¿verdad?
—No —admití, posiblemente con algo de tristeza—. Pero, Ma, me ha dicho que me fuera al diablo, y sin saludar, a mí, el propietario de la nave.
Ma se limitó a mirarme. A veces la mujeres son muy listas, pero otras veces son bastante tontas.
—Escucha, te aseguro que no se dará a la bebida —le dije—. Esta es una ocasión especial. ¿No comprendes lo que le ha sucedido a su orgullo y dignidad?
—Te refieres a que...
—A que se ha enamorado de la proyección de pensamiento de una cucaracha —expliqué—. O, por lo menos, eso es lo que él ha creído. Tenía que emborracharse una vez para olvidarlo y, a partir a hora, cuando ya esté sobrio, se comportará como un ser humano. Te apuesto lo que quieras. Y también te apuesto lo que quieras a que entonces verá a Ellen y se dará cuenta de lo guapa que es. Apuesto a que habrá perdido la cabeza por ella antes de que lleguemos a la Tierra. Voy buscar una botella y brindaremos por ello. ¡Por Nada Sirio!
Y, por una vez, tuve razón. Johnny y Ellen se prometieron antes de que llegáramos a distancia suficiente de la Tierra como para decelerar.
(The Star Mouse)
Mitkey, el ratón, todavía no era Mitkey en aquella época.
Era uno de los muchos ratones que vivían debajo de los tablones del suelo y detrás del yeso de las paredes que constituían la casa del gran Herr Professor Oberburger, anteriormente en Viena y Heidelberg, de donde huyó para escapar a la excesiva admiración de sus compatriotas más poderosos. Esta excesiva admiración no se centraba en el propio Herr Oberburger, sino en cierto gas que había sido el producto secundario de un desafortunado combustible para cohetes que podría haber sido muy afortunado en otro aspecto.
En el caso, naturalmente, de que el Professor hubiese entregado la fórmula correcta. Y esto... Bueno, la cuestión es que el profesor logró huir y ahora vivía en una casa en Connecticut. Igual que Mitkey.
Un ratón pequeño y gris, y un hombre pequeño y gris. No había nada insólito en ninguno de ellos. Particularmente, no había nada insólito en Mitkey; tenía una familia y le gustaba el queso, y si entre los ratones hubiera miembros del Club Rotario, él habría sido uno de ellos.
El Herr Professor, naturalmente, tenía sus pequeñas excentricidades. Soltero empedernido, no disponía de nadie con quien hablar excepto él mismo, pero se consideraba un conversador excelente y mantenía una constante comunicación verbal consigo mismo mientras trabajaba. Este hecho, según se demostró más tarde, era importante, porque Mitkey tenía un oído excelente y se enteraba de todos aquellos monólogos nocturnos. Como es natural, no los entendía. En el caso de que pensara alguna vez en ello, únicamente pensaba que el profesor era un súper-ratón muy grande y ruidoso que chillaba demasiado.
—Und ahorra —se decía a sí mismo—, verremos si este tubo funciona como deberría. Tendrría que encajarr al milímetrro. ¡Ahhh, es perrfecto! Und ahorra...
Noche tras noche, día tras día, mes tras mes. El brillante objeto crecía, y el brillo de los ojos de Oberburger crecía a la misma velocidad.
Debía medir un metro de longitud, tenía unas hélices de forma muy peculiar, y descansaba sobre un armazón provisional situado en el centro de la habitación que el Herr Professor utilizaba para todo. La casa donde él y Mitkey vivían era una estructura de cuatro habitaciones, pero, al parecer, el profesor aún no lo había descubierto. Primeramente, pensó usar la habitación grande como laboratorio y nada más, pero después creyó más conveniente dormir en una cama plegable situada en un rincón, las noches que dormía, y cocinar lo poco que cocinaba en el mismo quemador de gas donde convertía dorados granos de TNT en una peligrosa sopa que sazonaba con extraños condimentos, pero nunca ingería.
—Und ahorra lo verrterré en tubos, und comprrobarré si un tubo adyacente a otrro hace egsblotarr der segundo tubo, cuando der brimerro está...
Esa fue la noche en que Mitkey estuvo a punto de decidir trasladarse, él y su familia, a un domicilio más estable, uno que no se estremeciera ni oscilara ni tratara de dar un salto mortal sobre sus cimientos. Pero, al final, Mitkey no se mudó, porque existían ciertas compensaciones. Agujeros nuevos en todas partes y —¡maravilla de las maravillas!— una enorme grieta en la zona posterior del frigorífico donde el profesor guardaba, entre otras cosas, gran cantidad de alimentos.
Claro que los tubos eran de tamaño capilar porque, de lo contrario, la casa habría saltado por ]os aires. Y, naturalmente, Mitkey no podía adivinar lo que iba a suceder ni comprender la clase de inglés que hablaba el Herr Professor (ni ninguna otra clase de inglés, por cierto) porque entonces ni siquiera se habría dejado tentar por una grieta en el frigorífico.
Aquella mañana, el profesor estaba alborozado.
—¡Der combustible es un égsito! Der segundo tubo no ha egsblotado. ¡Und el brimerro, en segciones, como yo esberraba! Und es más botente; hay mucho sitio barra sú combartimento...
¡Ah, sí, el compartimento! Allí fue donde Mitkey se introdujo, a pesar de que ni siquiera el profesor lo sabía todavía. De hecho, el profesor ni siquiera sabía que Mitkey existiera.
—Und ahorra —decía en aquel momento a su oyente favorito—, sólo es cuestión de unirr der tubos de combustible barra que funcionen en barrejas obuestas. Und entonces...
En aquel preciso instante fue cuando los ojos del Herr Professor se posaron por vez primera en Mitkey. Mejor dicho, se posaron sobre un par de bigotes grises y un hociquito negro y brillante que sobresalía por un agujero de los tablones del suelo.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Hay que verr lo que tenemos aquí! ¡El rratón Mitkey en berrsona! Mitkey, ¿te güstarría hacerr un viajecito la semairn que viene? Verremos.
Así fue como la siguiente vez que el profesor encargó sus suministros a la ciudad, su pedido incluía una ratonera; no uno de esos mortíferos inventos, sino una simple jaula con barrotes de alambre. Aún no habían transcurrido diez minutos desde que colocara el queso en su interior cuando el privilegiado olfato de Mitkey olió ese queso y siguió su rastro hasta la cautividad.
Sin embargo, no resultó ser una cautividad desagradable. Mitkey fue un huésped muy agasajado. La jaula descansaba ahora sobre la mesa donde el profesor llevaba a cabo la mayor parte de su trabajo, el queso entraba a través de los barrotes con gran abundancia, y el profesor dejó de hablar solo.
—Verrás, Mitkey, había pensado encarrgarr un rratón blanco a der laborratorrio de Harrtforrt, berro he tenido la suerrte de encontrrarrte aquí. Estoy segurro de que tú estás más sano und cuerrdo que esos rratones de laborratorrio, und que rresistirrás mejorr que ellos un larrgo viaje, ¿no? Ah, veo que mueves der bigotes y eso significa que sí, ¿no? Und, como estás acostumbrrado a vivirr en agujerros oscurros, no tendrrás tanta claustrrofobia como ellos, ¿no?
Y Mitkey engordaba, se sentía feliz, y llegó a desechar la idea de escaparse de la jaula. Mucho me temo que incluso llegara a olvidarse de la familia que había abandonado; pero sabía, si es que sabía alguna cosa, que no necesitaba preocuparse por ellos. Por lo menos, hasta que el profesor descubriera y reparara el agujero del frigorífico. Y el profesor no tenía tiempo de ocuparse de esas minucias.
—Und ahorra, Mitkey, colocarremos esta hélice así..., barra que suavice el aterrizaje, en una atmósferra. Esto und esto otrro contrribuirrá a que te boses con segurridad y der lentitud suficiente barra que der amorrtiguadorres del combarrtimiento móvil eviten que te des un golpe demasiado fuerrte en la cabeza, esberzo. —Naturalmente, a Mitkey se le escapó la ominosa nota del «esberro», porque también se le escapó todo el resto. Como ya hemos dicho, no hablaba inglés. Por lo menos, en aquella época.
Pero Herr Oberburger seguía hablándole igualmente. Le enseñó unas fotografías.
—¿Habías visto alguna vez der rratón con cuyo nombrre te he bautizado, Mitkey? ¿Qué? ¿No? Mirra, éste es der verrdaderro rratón Mitkey, hecho porr Walt Disney. Berro yo crreo que tú erres más guabo, Mitkey.
El profesor debía de estar un poco loco para hablar de esta forma a un pequeño ratón gris. En realidad, debía de estar loco para hacer un cohete que funcionara. Porque lo más curioso de todo es que el Herr Professor no era realmente un inventor. En aquel cohete, tal como explicó a Mitkey, no había ni una sola cosa que fuera nueva. El Herr Professor era un técnico; adoptaba las ideas de otras personas y las hacía funcionar. Su único invento verdadero —el combustible para cohetes que no era tal— fue entregado al gobierno de Estados Unidos, el cual descubrió que ya se conocía y lo descartó porque resultaba demasiado caro para su utilización práctica.
Mitkey siguió recibiendo toda clase de explicaciones.
—Únicamente es cuestión de una egsactitud absoluta, und verrdaderra corregción matemática, Mitkey. Todo está aquí, nosotrros sólo tenemos que unirr der piezas, y, ¿qué obtenemos, Mitkey?
»¡Velocidad de liberración, Mitkey! Así de sencillo, todo esto rresulta en velocidad de liberración. Tal vez. Aún hay fagtorres desconocidos, Mitkey, en der atmósferra suberriorr, en der trobosferra y der estrratosferra. Crreemos saberr egsactamente la cantidad de airre contrra la que debemos calcularr der rresistencia, berro ¿estamos totalmente segurros? No, Mitkey, no lo estamos. Nunca hemos ido allí. Und der margen es tan bequeño que hasta una corriente de airre podrría afectarrle.
Pero a Mitkey no le importaba nada. A la sombra del gran cilindro de aluminio de aleación, seguía engordando y era feliz.
—¡Der Tag, Mitkey, der Tag! No te mentirré, Mitkey. No te harré concebirr falsas esberranzas. Harrás un viaje muy beligrrosso, mein bequeño amigo.
»Te doy un cincuenta porr ciento de bosibilidades, Mitkey. No der Luna o der aventurra, sino der Luna und der aventurra, o quizá tu rregrreso sano y salvo a la Tierra. Verrás, mi bequeño Mitkey, la Luna no está hecha de queso verrde und aunque así fuerra, no bodrrías comérrtela porrque no hay bastante atmósferra barra que vuelvas sano und salvo und con todos tus bigotes intagtos.
»Und entonces, buedes brreguntarrme, ¿borr qué te envío? Borrque es bosible que der cohete no alcance la velocidad de liberración. Y en este caso, seguirrá siendo un egsberrimento, berro distinto. El cohete, si no va a der Luna, vuelve a caerrse sobrre la Tierra, ¿no? Und, en este caso, cierrtos instrumentos nos broborrcionarrán unos inforrmes que antes no teníamos acerrca de lo que hay en der esbacio. Und tú también nos brroborrcionarrás otrros inforrmes, si todavía estás vivo o no, si los amorrtiguadorres y hélices son suficientes en una atmósferra equivalente a la de la Tierra, y cosas porr el estilo. ¿Lo entiendes?
»Und más tarrde, cuando enviemos cohetes a Venus, donde quizá egsista una atmósferra, tendrremos los datos necesarrios barra calcularr der tamaño necesarrio de der hélices und der amorrtiguadorres, ¿no? Und, en ambos casos, rregreses o no rregrreses, Mitkey, ¡serrás famoso! Serrás la brrimerra crriaturra viviente que salga de la estrratosferra de la Tierra y se interrne en el esbacio.
»¡Mitkey, serrás el rratón estelarr! Te envidio, Mitkey, und me gustarría tenerr tu tamaño barra boderr acombafiarrte.
Der Tag, y la puerta que daba paso al compartimiento. «¡Adiós, bequeño rratón Mitkey!» Oscuridad. Silencio. ¡Ruido!
El cohete, si no va a la Luna, vuelve a caerrse sobrre la Tierra, ¿no? Esto era lo que el Herr Professor creía. Pero hasta los planes mejor elaborados de ratones y hombres pueden torcerse. Incluso los de los ratones estelares.
Todo a causa de los Prxl.
El Herr Professor se sintió muy solo. Después de tener a Mitkey como oyente, los monólogos le parecían vacíos e insuficientes.
Puede haber quien afirme que la compañía de un ratoncito gris es un pobre sustituto de una esposa; pero otros pueden no estar de acuerdo. Y, de todos modos, el profesor jamás había tenido una esposa, y sí que había tenido un ratón con quien hablar, de modo que lo echaba de menos, mientras que si echaba de menos lo otro, no lo sabía.
Durante la larga noche que siguió al lanzamiento del cohete, estuvo muy ocupado con el telescopio, un reflector de veinte centímetros, observando su curso mientras ganaba velocidad. Las explosiones producidas por los gases de escape formaban una minúscula partícula luminosa que era posible seguir, si se sabía hacia dónde mirar.
Pero al día siguiente no le quedaba nada más por hacer, y estaba demasiado excitado para dormir, aunque lo intentó. Así que se decidió a hacer un poco de limpieza y reunió todos los platillos y cazoletas. Fue entonces cuando oyó una serie de frenéticos chillidos y descubrió que otro ratoncillo gris, con bigotes y cola más cortos que los de Mitkey, había entrado en la ratonera.