Authors: Fredric Brown
En algún lugar más adelante, Rod Caquer escuchó la voz de un hombre que se dirigía a la multitud. Una voz enloquecida, llena de fanatismo. Corrió hasta la esquina y la dobló para encontrarse en el exterior de un grupo de personas que se apretaban alrededor de un hombre que les hablaba desde lo alto de una plataforma.
—Y os digo que mañana es el gran día. Ahora que tenemos al Director con nosotros ya no será necesario destituirle. Hay hombres trabajando en este momento, durante toda la noche, preparándose. Después de la reunión de todo el pueblo en la Plaza mañana por la mañana, haremos...
—¡Alto! —gritó Rod Caquer. El hombre dejó de hablar y se volvió para mirar a Rod, mientras la multitud se volvía lentamente, casi al unísono, para mirarle.
—¡Estás arres...!
Entonces Caquer se dio cuenta de que aquello era un gesto inútil.
No fueron los hombres que se dirigían hacia él, que lo convencieron de ello. No tenía miedo de la lucha. La habría recibido con satisfacción, como un alivio a aquel extraño terror, habría aceptado con placer la oportunidad de abrirse paso con su espada.
Pero de pie detrás del orador, estaba un hombre de uniforme: Brager. Y Caquer recordó, entonces, que Borgesen estaba de guardia en el Departamento y que estaba al lado de aquellos locos. ¿Cómo podía arrestar al agitador cuando Borgesen rehusaría aceptar su denuncia, y qué iba a conseguir con iniciar un tumulto y causar heridas a gentes inocentes, gentes que no actuaban por su propia voluntad, sino bajo la poderosa influencia que el Profesor Gordon le había descrito?
Con la mano en el puño de su espada, se retiró. Nadie lo siguió. Como autómatas, volvieron a mirar al orador, quien reasumió su arenga, como si nadie lo hubiese interrumpido. Brager, el policía, no se había movido, ni siquiera había mirado en su dirección. Él solo entre todas aquellas personas, no se había vuelto contra el desafío de su superior.
El Teniente Caquer se apresuró en la dirección que llevaba cuando había oído al orador. Aquel camino le llevaría al centro de la ciudad. Allí encontraría un visífono y podría llamar al Coordinador del Sector. Esto era un caso de emergencia, seguramente la influencia de quienquiera que fuese, que poseía la Rueda de Vargas, no se había extendido más allá de los límites del Sector Tres.
Encontró un restaurante nocturno, abierto pero desierto, con las luces encendidas pero sin camareros en su interior, sin cajero detrás del mostrador. Entró en la cabina del visífono y apretó el botón para llamar al operador de llamadas de larga distancia. La operadora apareció en la pantalla casi inmediatamente.
—Póngame con el Coordinador de Sector, en Ciudad Callisto —dijo Caquer—. Aprisa, por favor.
—Lo siento, señor. Las comunicaciones fuera de la ciudad han sido suspendidas por orden del Contralor de Servicios, hasta nueva orden.
—¿Cuánto durará?
—No está permitido dar esta información.
Caquer apretó los dientes. Bien, había una persona que podía ayudarle. Obligó a su voz a que continuase tranquila.
—Entonces con el Profesor Gordon, en los Departamentos de la Universidad —dijo a la operadora.
—Bien, señor.
Pero la pantalla siguió sin iluminarse, aunque la pequeña luz roja que indicaba que el zumbador estaba funcionando en la casa de los Gordon, estuvo centelleando durante varios minutos.
—No contestan, señor.
Probablemente el Profesor y su hija estaban profundamente dormidos y no oían la llamada. Por un instante, Caquer pensó en la conveniencia de ir hasta allí. Pero la Universidad estaba en el otro lado de la ciudad, ¿y qué ayuda podrían darle? Ninguna, y el profesor era un anciano débil y enfermo.
No, tendría que... Volvió a pulsar el botón del visífono y un instante más tarde estaba hablando con el encargado de los hangares de la Policía.
—Saque el aparato rápido de persecución —dijo Caquer secamente— y téngalo para dentro de quince minutos que vendré a buscarlo.
—Lo siento, Teniente —fue la respuesta, igualmente seca—. No se suministra telenergía a ningún aparato, por orden especial. No saldrá ningún vuelo mientras dure la emergencia.
«Debí suponerlo», pensé Caquer. Pero, ¿qué pasaría con el investigador especial que llegaría de la oficina del Coordinador?
—¿Se permite aterrizar a las naves procedentes del exterior? —preguntó.
—Sí, pero no pueden volver a despegar sin órdenes especiales —contestó la voz.
—Gracias —dijo Caquer. Cerró la pantalla y volvió a salir afuera, donde ya amanecía. Aún había una posibilidad. El investigador especial podría quizás ayudarle.
Pero él, Red Caquer, tendría que encontrarle, contarle lo ocurrido y sus consecuencias antes de que pudiera caer, como los otros, bajo la influencia de la Rueda de Vargas. Caquer caminó rápidamente hacia el espaciopuerto. Quizá la nave había aterrizado y el daño ya estaba hecho.
Volvió a pasar por el lado de un grupo de personas reunidas frente a un orador. Casi todo el mundo debía estar bajo la influencia de la Rueda a estas horas. Pero, ¿por qué no lo estaba él? ¿Por qué no estaba también él bajo la maligna influencia?
Ciertamente, debía haberse encontrado en la calle, dirigiéndose al Departamento de Policía, cuando Skidder había estado emitiendo, pero aquello no lo explicaba todo. Todas esas gentes no podían haber visto u oído la emisión. Algunos de ellos ya debían estar durmiendo a aquella hora.
Además él, Red Caquer, había sido afectado, la noche anterior, por los susurros. Debía haber estado bajo la influencia de la Rueda, cuando había investigado la muerte, los asesinatos.
Entonces, ¿por qué se encontraba libre ahora? ¿Era él el único o eran los otros, los que habían escapado, los que estaban cuerdos y en estado normal?
De lo contrario, si era el único, ¿por qué estaba libre? ¿O no lo estaba?
¿Podía ser que lo que estaba haciendo en aquel momento era parte de algún plan realizado bajo las órdenes de otro?
Era inútil que siguiera pensando de aquel modo, o acabaría volviéndose loco. Tenía que seguir haciendo lo que creía que era lo mejor, y esperar que las cosas, y él mismo, eran lo que parecían ser.
Entonces empezó a correr, porque delante de él ya se veía el espacio abierto de la estación terminal y una pequeña espacionave, plateada a la luz del amanecer, estaba descendiendo para aterrizar. Una pequeña nave rápida del Gobierno, debía ser la del investigador especial. Corrió alrededor de los edificios, pasó por la puerta de la valla y se dirigió a la nave, que ya había tomado tierra. La puerta se abrió.
Un hombre pequeño, de movimientos enérgicos salió al exterior y cerró la puerta. Vio a Caquer y sonrió.
—¿Usted es Caquer? —preguntó, tranquilamente—. La oficina del Coordinador me envía para investigar un caso en el que parece que ustedes se encuentran en dificultades. Me llamo...
El Teniente Rod Caquer estaba mirando, horrorizado, al bien conocido rostro del hombre, a la familiar verruga que tenía en un lado de la nariz, esperando que pronunciase el nombre que ya conocía.
—...Willem Deem. ¿Le parece que vayamos a su oficina?
El Teniente Rod Caquer, Teniente de Policía del Sector Tres en Callisto, había soportado más de lo que podía. ¿Cómo se puede investigar el asesinato de un hombre que ha sido muerto dos veces? ¿Qué debe hacer un policía cuando la víctima se presenta, viva y sonriente, para ayudarle a resolver el caso?
Ni siquiera cuando se sabe que en realidad no está allí, o si lo está, no es lo que nos dicen nuestros ojos y que no está diciendo lo que escuchan nuestros oídos.
Hay un punto, más allá del cual la mente humana no puede seguir funcionando normalmente y, cuando se alcanza ese punto, distintas personas reaccionan de diferentes maneras.
La reacción de Rod Caquer fue una súbita, ciega y roja cólera que se dirigió, por falta de mejor objetivo, a la persona del investigador especial, si es que era el investigador y no un fantasma hipnótico que ni siquiera se encontraba allí.
El puño de Rod Caquer estableció contacto y encontró una barbilla, lo cual no probaba nada excepto que si el hombre que había bajado del aparato era una ilusión, lo era tanto para la vista como para el tacto. El puño de Rod explotó en su mentón como el escape de un cohete y el hombre se tambaleó y cayó hacia adelante. Aún sonriente, porque no había tenido tiempo de cambiar la expresión de su rostro.
Se cayó de cara y luego dio media vuelta, los ojos cerrados pero sonriendo amablemente hacia el cielo que se iba aclarando rápidamente.
Sintiendo que las rodillas le temblaban, Caquer se inclinó y puso su mano en el interior de la guerrera del hombre. El corazón seguía latiendo, desde luego. Por un momento, Caquer había temido que estuviese muerto a consecuencia del golpe.
Y Caquer cerró los ojos deliberadamente y tocó el rostro del hombre con su mano, y aún seguía pareciendo, el rostro de Willem Deem y la verruga seguía allí, exactamente igual al tacto que a la vista.
Dos hombres habían salido del edificio terminal y cruzaban el campo corriendo, dirigiéndose hacia él. Rod vio la expresión de sus caras y luego pensó en el pequeño aparato que estaba a pocos pasos de él. Tenía que escaparse del Sector Tres, para poder contar a alguien lo que estaba pasando, antes de que fuese demasiado tarde.
Si sólo hubiese sido mentira lo del corte de la teleenergía. Saltó por encima del cuerpo del hombre a quien había derribado y entró en el aparato y empezó a manipular los controles. Pero el aparato no respondió y, no, no le habían mentido respecto al corte de energía.
No le iba a servir de nada el quedarse allí para emprender una pelea, que no iba a decidir absolutamente nada. Salió por la puerta en el otro lado de la nave, huyendo de los hombres que ya llegaban y corrió hacia la valla.
La valla era metálica y tenía una carga eléctrica. No podía matar a un hombre, pero era lo suficiente para mantenerlo sin poder moverse hasta que se cortase la corriente y pudieran detenerlo. Pero si la telenergía estaba cortada, posiblemente la valla tampoco recibiría corriente.
Era demasiado alta para saltarla, de modo que se arriesgó. Por suerte no tenía corriente. Pasó por encima y sus perseguidores se detuvieron y regresaron al lado del hombre caído junto al aparato del Gobierno.
Caquer dejó de correr, pero siguió caminando. No sabía dónde iba, pero tenía que seguir adelante. Después de un rato se dio cuenta de que sus pasos le llevaban hacia los límites de la ciudad, en el lado norte, en dirección a Ciudad Callisto.
Se encontraba en un pequeño parque cerca del límite norte, cuando el significado y la inutilidad de la dirección que llevaba se le hizo evidente. Y al mismo tiempo, se dio cuenta, de que todo su cuerpo le dolía, que estaba cansado y que tenía un dolor de cabeza terrible. Comprendió que no podía seguir, a menos que tuviese un objetivo definido.
Se dejó caer en un banco del parque y durante un rato descansó con la cabeza entre las manos. No encontraba solución.
Al fin levantó los ojos y vio algo que lo fascinó. Era un pequeño molinete de papel de varios colores clavado con una aguja en una varita. Un juguete de niño, que posiblemente lo habían dejado hincado en la hierba del parque, olvidándose de él. El molinete seguía girando, a los impulsos del viento, a veces rápido, a veces lento.
Marchaba en círculos, igual que su mente. ¿De qué otro modo podía funcionar la mente de un hombre, cuando no podía distinguir lo que era ilusión de lo que era realidad? Marchaba en círculos, igual que una Rueda de Vargas.
Círculos.
Pero tenía que haber algún medio. Un hombre con una Rueda de Vargas no podía ser completamente invencible, pues de otro modo, ¿cómo había podido el Consejo haber tenido éxito en destruir las pocas que se habían construido? Posiblemente, los poseedores de las Ruedas se habrían anulado el uno al otro hasta cierto punto, pero siempre habría quedado una última Rueda, en las manos de alguien. En posesión de alguien que quería controlar los destinos del Sistema Solar.
Pero el Consejo había detenido la Rueda.
Por lo tanto, podía ser detenida. Pero, ¿cómo? ¿Cómo, cuando no se la puede ver? Mejor dicho, cuando la vista de una, colocaba a un hombre tan completamente bajo su poder que ya no podía, después de la primera visión, saber que estaba allí. Porque, al verla, había conquistado su mente.
Él tenía que detener la rueda. Era la única solución. Pero, ¿cómo?
Aquel molinete en el jardín, podía ser la Rueda de Vargas, ajustada de modo que crease la ilusión de que era el juguete de un niño. O su poseedor, llevando el casco, podía estar ahora delante de él, observándole. El Poseedor de la Rueda podría ser invisible, porque a la mente de Caquer se le habría ordenado que no lo viese.
Pero si el hombre estaba allí, entonces es que realmente estaba allí, y si Rod podía alcanzarlo con su espada, el peligro habría terminado, ¿no es así? Sin duda.
Pero ¿cómo podía encontrarse una rueda que uno no podía ver? Que no se podía ver, porque...
Y entonces, aún contemplando el molinete, Caquer vio una posibilidad, algo que podía tener éxito, una probabilidad entre mil.
Miró rápidamente a su reloj de pulsera y vio que eran ya las nueve y media, lo que quería decir que aún faltaba media hora para la reunión de la Plaza. Y la Rueda y su poseedor estarían allí, con toda seguridad.
Se quedó sin aliento después de atravesar corriendo unas cuantas manzanas y tuvo que seguir a un paso rápido, pero aún tenía tiempo para llegar allí antes de que la reunión terminase, aunque no viera el principio.
Sí, podría llegar allí. Y entonces, si su idea tenía éxito...
Eran casi las diez cuando pasó por delante del edificio donde estaba su propio departamento y siguió caminando. Entró en una casa unas cuantas puertas más allá. El operador del ascensor había desaparecido, pero Caquer lo hizo funcionar y un minuto más tarde usaba su ganzúa para entrar en el laboratorio de Perry Peters.
Peters no estaba, desde luego, pero las gafas sí, los anteojos especiales con el raro efecto de limpiaparabrisas que hacía que pudiesen usarse en las minas de radita.
Rod Caquer se las colocó delante de sus ojos, se puso la pequeña batería en el bolsillo y apretó el botón que tenía a un lado. Funcionaban. Podía ver, mientras los brazos limpiacristales zumbaban rápidamente. Veía confusamente, pero veía. Pero un minuto más tarde, el aparato se detuvo. Recordaba ahora que Peter había dicho que los ejes se calentaban y expandían después de un minuto de funcionamiento. Bien, aquello podía tener mucha importancia. Un minuto podía ser suficiente y los ejes se habrían enfriado cuando llegase a la Plaza.