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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (20 page)

BOOK: Amo del espacio
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—¿Cuánto tardaremos en llegar allí, Johnny? —quiso saber Ma.

—Nuestro punto de máxima aproximación en este rumbo se producirá dentro de dos horas, señora Wherry —repuso—. Pasaremos a un millón de kilómetros de él.

—Oh, ¿de verdad? —quise saber yo.

—A menos, señor, que crea aconsejable modificar la ruta y pasar a mayor distancia.

Me aclaré la garganta, miré a Ma y Ellen, y vi que a ellas les parecía bien.

—Johnny —dije—, pasaremos a una distancia menor. Siempre he deseado ver un nuevo planeta no contaminado por manos humanas. Aterrizaremos allí aunque no podamos abandonar la nave sin máscaras de oxígeno.

El repuso: «Sí, señor», y saludó, pero me pareció observar una lucecita de desaprobación en sus ojos. Oh, en caso de que así fuera, le sobraba razón. Nunca se sabe lo que se puede encontrar en un territorio virgen del espacio. Un cargamento de lonas y máquinas tragaperras no es el equipo idóneo para explorarlo, ¿verdad?

Pero el Piloto Perfecto nunca se opone a una orden del propietario, ¡maldita sea! Johnny tomó asiento y empezó a pulsar teclas de la calculadora así que nosotros salimos para dejarle trabajar.

—Ma —dije—, soy un maldito tonto.

—Lo serías si no lo fueras —replicó ella. Yo sonreí cuando hube logrado descifrarlo, y miré a Ellen.

Pero ella no me miraba. Volvía a tener aquella expresión soñadora en los ojos. Me hizo desear entrar en la cabina del piloto y dar un puñetazo a Johnny para ver si eso lo espabilaba.

—Escucha, cariño —dije—, ese Johnny...

Pero noté que algo me quemaba en la mejilla y comprendí que Ma me estaba mirando, así que me callé. Saqué una baraja de cartas e hice un solitario hasta que aterrizamos.

Johnny salió de la cabina y saludó.

—Hemos aterrizado, señor —dijo—. Atmósfera de uno dieciséis en el marcador.

—Y —preguntó Ellen— ¿qué significa eso en cristiano?

—Es respirable, señorita Wherry. Un poco alto en nitrógeno y bajo en oxígeno si lo comparamos con el aire de la Tierra, pero de todos modos decididamente respirable.

Ese muchacho era una verdadera joya cuando se trataba de mostrarse preciso.

—Así pues, ¿a qué esperamos? —quise saber.

—Sus órdenes, señor.

—Dejémonos de órdenes, Johnny. Abre la puerta y salgamos.

Una vez la puerta estuvo abierta, Johnny salió el primero, armado con dos pistolas lanzarrayos. Nosotros le seguimos.

Fuera hacía fresco, pero no frío. El paisaje era muy semejante al de Thor, con desnudas colinas de tierra verdosa. Había vida vegetal, consistente en una planta marronosa y tupida que parecía una especie de rodadora.

Eché una ojeada para calcular la hora y vi que Sirio se encontraba casi en el cénit, lo cual significaba que Johnny había aterrizado en medio del lado diurno.

—Johnny —pregunté—, ¿tienes idea de cuál es el período de rotación?

—Sólo he tenido tiempo para hacer un cálculo aproximado, señor. El resultado fue de veintiuna horas y diecisiete minutos.

Había dicho que era un cálculo aproximado.

Ma comentó:

—No necesitamos un cálculo más exacto. Disponemos de toda la tarde para dar un paseo; ¿qué esperamos?

—La ceremonia, Ma —le dije—. Tenemos que bautizar este sitio, ¿no? ¿Dónde pusiste aquella botella de champaña que guardábamos para mi cumpleaños? Me parece que ésta es una ocasión más importante.

Me dijo dónde, y yo entré para buscar la botella y unos vasos.

—¿Se te ocurre algún nombre, Johnny? Tú has sido el primero en verlo.

—No, señor.

—Lo malo es que ahora Thor y Freda tengan el nombre equivocado. Quiero decir que Thor es Sirio I y Freda es Sirio II, y como esta órbita está dentro de la suya, tendrían que ser II y III respectivamente. O bien este planeta debería ser Sirio 0, lo cual significa que es Nada Sirio
[1]
.

Ellen sonrió, y creo que Johnny la habría imitado si no lo hubiese considerado indecoroso.

Pero Ma frunció el ceño.

—William... —dijo, y habría puesto alguna objeción si en aquel momento no hubiese ocurrido nada.

Una figura apareció en la cima de la colina más próxima. Ma era la única que se encontraba de cara a ella y dejó escapar un grito, al mismo tiempo que me asía por un brazo. Entonces todos nos volvimos y miramos.

Era la cabeza de algo que parecía un avestruz, sólo que debía de ser más grande que un elefante. Llevaba un cuello blanco y una pajarita de lunares azules, así como un sombrero. El sombrero era de color amarillo y tenía una larga pluma morada. La criatura nos observó un minuto, guiñó burlonamente un ojo, y escondió la cabeza.

Ninguno de nosotros dijo nada durante unos instantes y después yo suspiré profundamente.

—Eso —dije— ha acabado de decidirme. Planeta, yo te bautizo con el nombre de Sirio Cero.

Me agaché y golpeé el cuello de la botella de champaña sobre la tierra, pero lo único que conseguí fue agrietar la tierra. Miré a mi alrededor en busca de una piedra. No vi ninguna.

Extraje el sacacorchos que llevaba en el bolsillo y abrí la botella. Todos bebimos excepto Johnny, que sólo tomó un sorbo simbólico porque no bebe ni fuma. Yo, por mi parte, tomé un buen trago. Después tiré unas gotas al suelo y volví a tapar la botella; tenía el presentimiento de que yo lo necesitaría más que el planeta. En la nave teníamos mucho whisky y algo de cerveza marciana, pero ninguna otra botella de champaña. Dije:

—Bueno, ¡en marcha!

Sorprendí la mirada de Johnny y le oí decir:

—¿Lo considera oportuno sabiendo que hay —uh— habitantes?

—¿Habitantes? —repuse—. Johnny, sea lo que sea esa criatura que ha asomado la cabeza por la colina, no era un habitante. Y si vuelve a asomarla, le daré un buen golpe con esta botella.

Pero de todos modos, antes de ponernos en camino, entré en la Chitterling y cogí un par de pistolas lanzarrayos más. Me metí una en el cinturón y di la otra a Ellen; ella tiene mejor puntería que yo. Ma no sería capaz de dar en la fachada de un edificio de la administración, así que no le di ninguna.

Nos pusimos en marcha y, por una especie de acuerdo tácito, avanzamos en dirección opuesta al lugar por donde había aparecido la extraña criatura. Todas las colinas parecían iguales, y en cuanto hubimos dejado atrás la primera de ellas, perdimos la Chitterling de vista. Pero vi que Johnny miraba continuamente una brújula de pulsera, y comprendí que sabría regresar.

Coronamos la cima de tres colinas sin que sucediera nada, y entonces Ma dijo: «Mirad», y todos miramos.

A unos veinte metros a nuestra izquierda se veía un arbusto de color púrpura. Una especie de zumbido llegó a nuestros oídos. Nos acercamos un poco y vimos que el zumbido procedía de una nube de criaturas que volaban alrededor del arbusto. Parecían pájaros hasta que las mirabas por segunda vez y veías que sus alas estaban inmóviles. Pero, sin embargo, volaban en círculos a su alrededor. Traté de distinguir su cabeza, pero en el lugar de la cabeza sólo había una mancha. Una mancha circular.

—Tienen hélices —observó Ma—; como los aviones antiguos.

Yo también me había fijado.

Miré a Johnny, Johnny me miró, y los dos miramos hacia el matorral. Pero los pájaros, o lo que fueran, se alejaron rápidamente en cuanto clavamos la vista en ellos. Volaban a ras de tierra y habían desaparecido al cabo de un minuto.

Reanudamos nuestra caminata, sin que ninguno dijera nada, y Ellen me alcanzó y siguió andando a mi lado. Los demás no podían oírnos, así que me dijo:

—Papá...

No continuó, de modo que le contesté:

—¿Qué hay, hija?

—Nada —contestó, arrepentida—. No tiene importancia.

Enseguida comprendí lo que había querido decirme, pero no se me ocurrió nada que responder excepto maldecir la Politécnica de Marte, y eso no habría servido de nada. La Politécnica de Marte es demasiado perfecta, igual que su disciplina y sus graduados. Sin embargo, a los diez o doce años de haber salido, algunos consiguen desentumecerse y humanizarse.

Pero Johnny no hacía tanto tiempo que había salido, sólo un año o dos. La oportunidad de pilotar el Chitterling fue una verdadera suerte para él, tratándose de su primer empleo. Tras unos cuantos años con nosotros, podría aspirar a convertirse en capitán de una nave mayor. Ascendería mucha más de prisa que si hubiera tenido que empezar como oficial en una nave mayor.

El único problema consistía en que era demasiado guapo, y él no lo sabía. No sabía nada que no le hubieran enseñado en la Politécnica, y todo lo que le enseñaron fue matemáticas, navegación espacial, y cómo saludar correctamente; pero no le habían enseñado a no hacerlo.

—Ellen —empecé a decir—, no...

—¿Sí, papá?

—Uh... nada. No tiene importancia. —Mi intención fue decir algo muy distinto, pero de repente ella me sonrió, yo le sonreí, y fue como si hubiéramos hablado de todo. Es cierto que no llegamos a ninguna parte, pero tampoco habríamos llegado a ninguna parte si hubiéramos hablado, aunque no sé si comprenderán lo que quiero decir.

En aquel momento llegamos a la cima de una pequeña elevación de terreno, y nos detuvimos en seco porque, justo enfrente, se hallaba el final de una calle asfaltada.

Una calle plastiasfaltada como las que hay en cualquier lugar de la Tierra, con bordillos, aceras, alcantarillas y la línea de tráfico pintada en el centro. La diferencia residía en que no llevaba a ninguna parte, es decir, al lugar donde nosotros nos encontrábamos, y desde allí hasta la cima de la próxima colina, pero no se divisaba ni una casa, ni un vehículo, ni una criatura.

Miré a Ellen y ella me miró a mí, y después ambos miramos a Ma y Johnny Lane, que acababan de darnos alcance.

—¿Qué es esto Johnny? —pregunté.

—Parece una calle, señor.

Vio la mirada que le dirigí y se sonrojó ligeramente. Se agachó y examinó el asfaltado con más detenimiento, pero cuando se levantó parecía más sorprendido que antes.

—Bueno, ¿qué es? ¿Azúcar quemado? —inquirí.

—Es Permaplast, señor. Al parecer, no somos los descubridores de este planeta, porque este producto sólo se fabrica en la Tierra.

—Hum —murmuré—. ¿No crees que los nativos podrían haber descubierto el mismo proceso? Es posible que tengan los mismos ingredientes.

—Sí, señor. Pero, si mira detenidamente los adoquines, verá que llevan la marca registrada.

—¿No crees que los nativos podrían...? —Me callé, porque me di cuenta de que iba a decir una tontería. Pero es muy duro pensar que has descubierto un nuevo planeta y ver adoquines con la marca registrada de la Tierra en la primera calle que encuentras—. Pero, ¿qué hace una calle en este lugar? —quise saber.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —respondió Ma con sensatez—. Debemos seguirla. ¿Qué esperamos?

Así que seguimos adelante, con un piso mucho mejor, y al llegar a la siguiente colina vimos un restaurante. Un edificio de ladrillo rojo y dos pisos con un letrero que rezaba «Restaurante Bon-Ton», escrito en inglés antiguo.

Dije: «Que me ahorquen si...», pero Ma me tapó la boca con una de sus manos antes de que pudiera terminar, lo cual posiblemente fuera una suerte, pues me disponía a decir algo muy poco conveniente. El edificio estaba a unos cien metros de distancia, junto a una curva de la calle.

Eché a andar más de prisa y fui el primero en llegar. Abrí la puerta e hice ademán de entrar. Sin embargo, me quedé clavado en el umbral, dejando la puerta abierta. Era una fachada falsa, como un decorado cinematográfico, y lo único que se veía a través de la puerta eran más colinas verdosas.

Retrocedí unos pasos y observé el letrero del «Restaurante Bon-Ton», mientras los demás me alcanzaban y miraban a través de la puerta. Permanecimos allí hasta que Ma se impacientó y dijo:

—Bueno, ¿qué piensas hacer?

—¿Qué quieres que haga? —repliqué—. ¿Entrar y pedir una langosta para cenar? ¿Con champaña...? Vaya, lo había olvidado.

Aún llevaba la botella de champaña en el bolsillo de la chaqueta; la saqué y se la di primero a Ma y después a Ellen, terminándome casi todo lo que quedó; debí de beber demasiado aprisa porque las burbujas me hicieron cosquillas en la nariz y tuve que estornudar.

Sin embargo, me sentí dispuesto a afrontar lo que fuese, y me acerqué nuevamente al umbral del edificio que no existía. Pensé que quizá viera una indicación de la fecha en que fue levantado, o algo por el estilo. No vi ninguna indicación. El interior o, mejor dicho, la parte posterior de la fachada, era liso y suave como una superficie de cristal. Parecía sintética.

Inspeccioné la fachada posterior, pero lo único que vi fue una serie de agujeros que parecían hechos por insectos. Y eso es lo que debían ser, porque había una gran cucaracha negra sentada (o quizá de pie: ¿cómo vas a saber si una cucaracha está sentada o de pie?) junto a uno de ellos. Me acerqué un poco más y el bicho se introdujo de un salto en el agujero.

Cuando volví a reunirme con los demás, me sentía un poco mejor. Dije:

—Ma, he visto una cucaracha. Y ¿sabes lo que más me ha llamado la atención de ella?

—¿Qué? —preguntó.

—Nada —le dije—. Eso es lo raro, que no tenía nada raro. Aquí, los avestruces llevan sombrero, los pájaros tienen hélices, las calles no conducen a ningún sitio, y las casas sólo tienen fachada; pero esa cucaracha ni siquiera tenía plumas.

—¿Estás seguro? —dijo Ellen.

—Claro que estoy seguro. Subamos a la próxima colina y veamos lo que hay al otro lado.

Subimos, y vimos. Entre esa colina y la siguiente, el camino describía otra curva, y ante nosotros se hallaba la fachada de una tienda con un letrero que decía «Penny Arcade».

Esta vez ni siquiera aflojé el paso. Dije:

—Han copiado ese letrero de Sam Heideman. ¿Recuerdas a Sam y los viejos tiempos, Ma?

—¡Ese borracho inútil! —repuso Ma.

—Pero, Ma, a ti también te gustaba.

—Sí, y tú también, pero eso no significa que tu o él no seáis...

—¡Que cosas tienes, Ma! —la interrumpí. Ya habíamos llegado frente a la tienda. Parecía realmente de lona, pues se balanceaba suavemente. Dije—: Yo no tengo ánimos. ¿Quién quiere meter la cabeza primero?

Pero Ma ya lo había hecho. La oí decir:

—¡Vaya, hola, Sam, viejo borracho!

—Ma, no bromees porque... —empecé a decir.

Pero entonces ya había entrado en la tienda, porque era una tienda, bastante grande por cierto. A mi alrededor se alineaban las conocidas máquinas tragaperras. Y allí, contando monedas en la grita del cambio, estaba Sam Heideman en persona, mirándome con una expresión tan asombrada como la mía.

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