Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Las Memorias de Sherlock Holmes es una colección de historias de Sherlock Holmes, originariamente publicado en 1894, por Arthur Conan Doyle.
Las doce historias (11 en las ediciones americanas) de las Memorias son:
Estrella de plata.
La aventura de la caja de cartón. (Esta historia está en "Su última reverencia" en las ediciones americanas)
El rostro amarillo.
El oficinista del corredor de bolsa.
La corbeta Gloria Scott.
El ritual de los Musgrave.
Los hacendados de Reigate.
La aventura del jorobado.
El paciente interno.
El intérprete griego.
El tratado naval.
El problema final.
Arthur Conan Doyle
Las Memorias de Sherlock Holmes
ePUB v1.2
JerGeoKos29.01.12
ESTRELLA DE PLATA
Estoy viendo, Watson, que no tendré más remedio que ir —me dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunándonos juntos.
—¡Ir! ¿Adónde?
—A Dartmoor..., a King’s Pyland.
No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra Mi compañero se había pasado un día entero yendo y viniendo por la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis preguntas y comentarios. Nuestro vendedor de periódicos nos iba enviando las ediciones de todos los periódicos a medida que salían, pero Holmes los tiraba a un rincón después de haberles echado una ojeada Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones. Sólo había un problema pendiente de la opinión pública que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria desaparición del caballo favorito de la Copa Wessex y del trágico asesinato de su entrenador.
Por eso su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.
—Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo —le dije.
—Me haría usted un gran favor viniendo conmigo, querido Watson. Y opino que no malgastará su tiempo, porque este suceso presenta algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.
Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase,
en route
hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién puestos a la venta, que había comprado en Paddington. Habíamos dejado ya muy atrás a Reading cuando tiró el último de todos debajo del asiento, y me ofreció su petaca.
—Llevamos buena marcha —dijo, mirando por la ventanilla y fijándose en su reloj—. En este momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.
—No me he fijado en los postes que marcan los cuartos de milla —le contesté.
—Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del otro, y el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo, me imagino, sobre ese asunto del asesinato de John Straker y de la desaparición de
Silver Blaze
?
—He leído lo que dicen el
Telegraph
y el
Chronicle.
—Es éste uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en tamizar los hechos conocidos en busca de detalles, más bien que en descubrir hechos nuevos. Ha sido ésta una tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia, personal para muchísima gente, que nos vemos sufriendo de plétora de inferencias, conjeturas e hipótesis. Lo difícil aquí es desprender el esqueleto de los hechos..., de los hechos absolutos e indiscutibles..., de todo lo que no son sino arrequives de teorizantes y de reporteros. Acto continuo, bien afirmados sobre esta sólida base, nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los puntos especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector Gregory, que está investigando el caso. En ambos se pedía mi colaboración.
—¡Martes por la tarde! —exclamé yo—. Y estamos a jueves por la mañana... ¿Por qué no fue usted ayer?
—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes sólo me conocen por las memorias que usted ha escrito. La verdad es que me pareció imposible que el caballo más conocido de Inglaterra pudiera permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, al amanecer otro día y encontrarme con que nada se había hecho, fuera de la detención del joven Fitzroy Simpson, comprendí que era hora de que yo entrase en actividad. Pero tengo la sensación de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.
—¿Tiene usted, según eso, formada ya su teoría?
—Tengo por lo menos dentro del puño los hechos esenciales de este asunto. Voy a enumerárselos. No hay nada que aclare tanto un caso como el exponérselo a otra persona, y si he de contar con la cooperación de usted, debo por fuerza señalarle qué posición nos sirve de punto de partida.
Me arrellané sobre los cojines del asiento, dando chupadas a mi cigarro, mientras que Holmes, con el busto adelantado y marcando con su largo y delgado dedo índice sobre la planta de la mano los puntos que me detallaba, me esbozó los hechos que habían motivado nuestro viaje.
—
Silver Blaze
—me dijo— lleva sangre de
Isonomy
, y su historial en las pistas es tan lúcido como el de su famoso antepasado. Está en sus cinco años de edad y ha ido ganando sucesivamente todos los premios de carreras para su afortunado propietario, el coronel Ross. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito de la Copa Wessex, estando las apuestas a tres contra uno a favor suyo. Es preciso tener en cuenta que este caballo fue siempre el archifavorito de los aficionados a las carreras, sin que nunca los haya defraudado; por eso se han apostado siempre sumas enormes a su favor, aun dando primas. De ello se deduce que muchísima gente estaba interesadísima en evitar que
Silver Blaze
se halle presente el martes próximo cuando se dé la señal de partida.
Como es de suponer, en King’s Pyland, lugar donde se hallan situadas las cuadras de entrenamiento del coronel, se tenía en cuenta ese hecho. Tomáronse toda clase de precauciones para guardar al favorito. John Straker, el entrenador, era un jokey retirado, que había corrido con los colores del coronel Ross antes que el excesivo peso le impidiese subir a la báscula. Cinco años sirvió al coronel como jokey, y siete de entrenador, mostrándose siempre un servidor leal y celoso. Tenía a sus órdenes tres hombres, porque se trata de unas cuadras pequeñas, en las que sólo se cuidaban en total cuatro caballos. Todas las noches montaba guardia en la cuadra uno de los hombres, mientras los otros dos dormían en el altillo. De los tres hay los mejores informes. John Straker, que era casado, vivía en un pequeño chalé situado a unas doscientas yardas de las cuadras. No tenía hijos, tenía un buen pasar y una criada. Las tierras circundantes no están habitadas; pero a cosa de media milla hacia el Norte se alza un pequeño grupo de chalés que han sido edificados por un contratista de Tavistock para cuantos, enfermos o no, deseen disfrutar de los aires puros de Dartmoor. El pueblo mismo de Tavistock se halla situado a unas dos millas al Oeste; también a cosa de dos millas, pero cruzando los marjales, está la finca de entrenamiento de caballos de Capleton, propiedad de lord Backwater, regentada por Silas Brown. En todas las demás direcciones la región de marjales está completamente deshabitada, y sólo la frecuentan algunos gitanos trashumantes. Ahí tiene cuál era la situación el pasado lunes al ocurrir la catástrofe. Esa tarde, después de someterse a los caballos a ejercicio y de abrevarlos, como de costumbre, se cerraron las cuadras con llave, a las nueve. Dos de los peones se dirigieron entonces a la casa del entrenador, y allí cenaron en la cocina, mientras que el tercero, llamado Ned Hunter, se quedaba de guardia. Pocos minutos después de las nueve, la criada, Edith Baxter, le llevó a la cuadra su cena, que consistía en un plato de cordero con salsa fuerte. No le llevó líquido alguno para beber, porque en los establos había agua corriente y le estaba prohibido al hombre de guardia tomar ninguna otra bebida. La muchacha se alumbró con una linterna, porque la noche era muy oscura y tenía que cruzar por campo abierto.
Ya estaba Edith Baxter a menos de treinta yardas de las cuadras, cuando surgió de entre la oscuridad un hombre, que le dijo que se detuviese. Cuando el tal quedó enfocado por el círculo de luz amarilla de la linterna, vio la muchacha que se trataba de una persona de aspecto distinguido, y que vestía terno de mezclilla gris con gorra de paño. Llevaba polainas y un pesado bastón con empuñadura de bola Pero lo que impresionó muchísimo a Edith Baxter fue la extraordinaria palidez de su cara y lo nervioso de sus maneras. Su edad andaría por encima de los treinta, más bien que por debajo.
—¿Puede usted decirme dónde me encuentro? —preguntó él—. Estaba ya casi resuelto a dormir en el páramo, cuando distinguí la luz de su linterna.
—Se encuentra usted próximo a las cuadras de entrenamiento de King’s Pyland —le contestó ella.
—¿De veras? ¡Qué suerte la mía! —exclamó—. Me han informado de que en ellas duerme solo todas las noches uno de los mozos. ¿Es que acaso le lleva usted la cena? Dígame: ¿será usted tan orgullosa que desdeñe el ganarse lo que vale un vestido nuevo? —sacó del bolsillo del chakto un papel blanco, doblado, y agregó—: Haga usted que ese mozo reciba esto esta noche, y le regalaré el vestido más bonito que se puede comprar con dinero.
La mujer se asustó viendo la ansiedad que mostraba en sus maneras, y se alejó a toda prisa, dejándolo atrás, hasta la ventana por la que tenía la costumbre de entregar las comidas. Estaba ya abierta, y Hunter se hallaba sentado a la mesa pequeña que había dentro. Empezó a contarle lo que le había ocurrido, y en ese instante se presentó otra vez el desconocido.
—Buenas noches —dijo éste, asomándose a la ventana—. Deseo hablar con usted unas palabras.
La muchacha ha jurado que, mientras el hombre hablaba, vio que de su mano cerrada salía una esquina del paquetito de papel.
—¿A qué viene usted aquí? —le preguntó el mozo.
—A un negocio que le puede llenar con algo el bolsillo —le contestó el otro—. Usted tiene dos caballos que figuran en la Copa Wessex...
Silver Blaze
y
Bayard.
Déme datos exactos acerca de ellos, y nada perderá con hacerlo. ¿Es cierto que, a igualdad de peso,
Bayard
podría darle al otro cien yardas de ventaja en las mil doscientas, y que la gente de estas cuadras ha apostado su dinero a su favor?