Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¿Cómo sabe usted que él la tiene en gran aprecio? —le pregunté.
—Veamos. Yo calculo que el precio primitivo de la pipa es de siete chelines y seis peniques. Fíjese ahora en que ha sido arreglada dos veces: la una, en la parte de madera de la boquilla, y la otra, en la parte de ámbar. Las dos composturas, hechas con aros de plata, como puede usted ver, le han tenido que costar más que la pipa cuando la compró. Un hombre que prefiere remendar la pipa a comprar una nueva con el mismo dinero, es que la aprecia en mucho.
—¿Nada más? —le pregunté, porque Holmes daba vueltas a la pipa en su mano y la examinaba con la expresión pensativa característica en él.
Holmes levantó en alto la pipa y la golpeó con su dedo índice, largo y delgado, como pudiera hacerlo un profesor que está dando una lección sobre un hueso.
—Las pipas ofrecen en ocasiones un interés extraordinario —dijo—. No hay nada, fuera de los relojes y de los cordones de las botas, que tenga mayor individualidad. Sin embargo, las indicaciones que hay en ésta no son muy importantes ni muy marcadas. El propietario de la misma es, evidentemente, un hombre musculoso, zurdo, de muy buena dentadura, despreocupado y que no necesita ser económico.
Mi amigo largó todos estos datos como al desgaire; pero me fijé en que me miraba con el rabillo del ojo para ver si yo seguía su razonamiento.
—¿De modo que usted considera como de buena posición a un hombre que emplea para fumar una pipa de siete chelines? —le pregunté.
—Este tabaco es la mezcla Grosvenor, y cuesta ocho peniques la onza —contestó Holmes, sacando a golpecitos una pequeña cantidad de la cazoleta sobre la palma de su mano—. Como es posible comprar tabaco excelente a la mitad de ese precio, está claro que no necesita economizar.
—¿Y los demás puntos de que habló?
—Este hombre tiene la costumbre de encender la pipa en las lámparas y en los picos de gas. Fíjese que está completamente chamuscada de arriba abajo por un lado. Claro está que esto no le habría ocurrido de haberla encendido con una cerilla. ¿Cómo va nadie a aplicar una cerilla al costado de su pipa? Pero no es posible encenderla en una lámpara sin que la cazoleta de la pipa resulte chamuscada. Esto le ocurre a esta pipa en el lado derecho, y de ello deduzco que este hombre es zurdo. Acerque usted su propia pipa a la lámpara y verá con qué naturalidad, usted, que es diestro, aplica el lado izquierdo a la llama Es posible que le ocurra una vez hacer lo contrario, pero no constantemente. Esta pipa ha sido aplicada siempre de esa forma. Además, los dientes del fumador han penetrado en el ámbar. Esto denota que se trata de un hombre musculoso, enérgico y con buena dentadura Pero, si no me equivoco, le oigo subir por las escaleras, de manera que vamos a tener algo más interesante que su pipa como tema de estudio.
Un instante después se abrió la puerta y entró un hombre alto y joven. Vestía traje correcto, pero poco llamativo, de color gris oscuro, y llevaba en la mano un sombrero pardo de fieltro, blando y de casco bajo. Yo le habría calculado unos treinta años, aunque, en realidad, tenía alguno más.
—Ustedes perdonen —dijo con cierto embarazo—. Me olvidé de llamar. Sí, porque debí haber llamado. La verdad es que estoy un poco trastornado, y pueden ustedes atribuirlo a eso.
Se pasó la mano por la frente como quien está medio aturdido, y, acto continuo, se dejó caer en la silla, más bien que se sentó.
—Veo que usted lleva una o dos noches sin dormir —le dijo Holmes con su simpática familiaridad—. El no dormir agota los nervios más que el trabajo, y aún más que el placer. ¿En qué puedo servir a usted?
—Quería que me diese consejo. No sé qué hacer, y parece como si mi vida se hubiese hecho pedazos.
—¿Desea usted emplearme como detective consultor?
—No es eso sólo. Necesito su opinión de hombre de buen criterio..., de hombre de mundo. Necesito saber qué pasos tengo que dar inmediatamente. ¡Quiera Dios que usted pueda decírmelo!
Se expresaba en estallidos cortos, secos y nerviosos, y me pareció que incluso el hablar le resultaba doloroso, haciéndolo únicamente porque su voluntad se sobreponía a su tendencia.
—Se trata de un asunto muy delicado —dijo—. A uno le molesta tener que hablar a gentes extrañas de sus propios problemas domésticos. Es angustioso el discutir la conducta de mi propia mujer con dos hombres a los que no conocía hasta ahora. Es horrible tener que hacer semejante cosa. Pero yo he llegado al límite extremo de mis fuerzas y necesito consejo.
—Mi querido señor Grant Munro... —empezó a decir Holmes.
Nuestro visitante se puso en pie de un salto, exclamando:
—¡Cómo! ¿Sabe usted cómo me llamo?
—Me permito apuntarle la idea de que cuando usted desee conservar el incógnito —le dijo Holmes, sonriente—, deje de escribir su nombre en el forro de su sombrero, o si lo escribe, vuelva la parte exterior del caso hacia la persona con quien está usted hablando. Yo iba a decirle que mi amigo y yo hemos escuchado en esta habitación muchas confidencias extraordinarias y que hemos tenido la buena suerte de llevar la paz a muchas almas conturbadas. Confío en que nos será posible hacer lo mismo en favor de usted. Como quizá el tiempo pueda ser un factor importante, yo le ruego que me exponga sin más dilación todos los hechos referentes a su asunto.
Nuestro visitante volvió a pasarse la mano por la frente como si aquello le resultase muy cuesta arriba Yo estaba viendo, por todos sus gestos y su expresión, que teníamos delante a un hombre reservado y circunspecto, de carácter algo orgulloso, más propenso a ocultar sus heridas que a mostrarlas. Pero de pronto, con fiero ademán de su mano cerrada con el que pareció arrojar a los vientos su reserva, empezó a decir.
—El hecho es, señor Holmes, que yo soy un hombre casado, y que llevo tres años de matrimonio. Durante ese tiempo mi esposa y yo nos hemos querido el uno al otro con tanta ternura y hemos vivido tan felices como la pareja más feliz que haya existido. No hemos tenido diferencia alguna, ni una sola, de pensamiento, palabra o hecho. Y de pronto, desde el lunes pasado, ha surgido entre nosotros una barrera y me encuentro con que, en su vida y en sus pensamientos, existe algo tan escondido para mí como si se tratase de una mujer que pasa a mi lado en la calle. Somos dos extraños y yo quiero saber la causa. Antes de seguir adelante, señor Holmes, quiero dejarle convencido de una cosa, Effie me ama. Que no haya ningún error acerca de este punto. Ella me ama con todo su corazón y con toda su alma, hoy más que nunca. Lo sé, lo palpo. Sobre esto no quiero discutir. El hombre puede fácilmente ver si su mujer le ama. Pero se interpone entre nosotros este secreto, y ya no podremos ser los mismos mientras no lo aclaremos.
—Señor Munro, tenga la amabilidad de exponerme los hechos —dijo Holmes, con cierta impaciencia.
—Voy a decirle lo que yo sé de la vida anterior de Effie. Era viuda cuando yo la conocí, aunque muy joven, pues sólo tenía veinticinco años. Su apellido de entonces era señora Hebron. Marchó a Norteamérica siendo joven y residió en la ciudad de Atlanta, donde contrajo matrimonio con este Hebron, que era abogado con buena clientela Tenían una hija única pero se declaró en la población una grave epidemia de fiebre amarilla y murieron ambos, el marido y la niña Yo he visto el certificado de defunción del marido. Esto hizo que ella sintiese disgusto de vivir en América. Regresó a Middlesex, donde vivió con una tía soltera en Pinner. No estará de más que diga que su madre la dejó en una posición bastante buena y que disponía de un capital de unas cuatro mil quinientas libras, tan bien invertidas por él, que le producía una renta media del siete por ciento. Cuando yo conocí a mi mujer ella llevaba sólo seis meses en Pinner, nos enamoramos el uno del otro y nos casamos pocas semanas más tarde.
Yo soy un comerciante de lúpulo, y como tengo un ingreso de setecientas a ochocientas libras al año, nuestra situación era próspera y alquilamos en Norbury un lindo chalet por ochenta libras anuales. Teniendo en cuenta lo cerca que vivíamos de la capital, nuestro pequeño pueblo resulta muy campero. Poco antes de nuestra casa hay un mesón y dos casas; al otro lado del campo que tenemos delante hay una casita aislada; fuera de éstas no se encuentran más casas hasta llegar a la mitad de camino de la estación. La índole de mi negocio me llevaba a la capital en determinadas estaciones, pero el trabajo aflojaba durante el verano y entonces mi esposa y yo vivíamos en nuestra casa todo lo felices que se puede desear. Le aseguro a usted que jamás hubo entre nosotros una sombra hasta que empezó este condenado asunto de ahora.
Antes de pasar adelante tengo que decirle una cosa. Cuando nos casamos, mi mujer me hizo entrega de sus bienes..., bastante a disgusto mío, porque yo comprendía que si mis negocios me iban mal, la situación resultaría bastante molesta. Sin embargo, ella se empeñó, y así se hizo. Pues bien, hará seis semanas ella vino a decirme:
—Jack, cuando te hiciste cargo de mi dinero me dijiste que siempre que yo necesitase una cantidad debía pedírtela.
—Claro que sí, porque todo él es tuyo —le contesté.
—Pues bien: necesito cien libras —me dijo ella.
Me causó gran sorpresa aquello, porque yo creí que se trataría simplemente de un vestido nuevo o de algo por el estilo, y le pregunté:
—¿Para qué diablos las quieres?
—Mira —me dijo ella, juguetona—, me dijiste que tú eras únicamente mi banquero, y ya sabes que los banqueros no hacen nunca preguntas.
—Naturalmente que tendrás ese dinero, si verdaderamente lo quieres.
—¡Oh!, sí, lo quiero.
—¿Y no quieres decirme para qué lo necesitas?
—Quizá te lo diga algún día Jack, pero no por el momento.
Tuve, pues, que conformarme con eso, aunque era la primera vez que surgía entre nosotros un secreto. Le di un cheque, y ya no volví a pensar más en el asunto. Quizá nada tenga que ver con lo que vino después, pero me pareció justo contárselo.
Pues bien, hace un momento les he dicho que no lejos de nuestro chalet hay una casita aislada. Nos separa nada más que un campo; pero si se quiere ir hasta allí es preciso tomar por la carretera y meterse luego por un sendero. Al final del sendero hay un lindo bosquecillo de pinos albares, y a mí me gustaba mucho ir paseando hasta ese lugar, porque los árboles son siempre cosa simpática. La casita aquélla llevaba sin habitar los últimos ocho meses, y era una lástima, porque se trata de un lindo edificio de dos pisos, con un pórtico al estilo antiguo rodeado de madreselvas. Yo lo contemplé muchas veces pensando que era una linda casita para hacer en ella un hogar.
Pues bien, el lunes pasado iba yo al atardecer paseándome por ese camino, cuando me crucé con un carro de transporte vacío, que volvía a la carretera por ese sendero, y vi junto al pórtico un montón de alfombras y de enseres amontonados en la cespedera. Era evidente que la casita se había alquilado por fin. Pasé por delante de ella y me detuve a examinarla, como pudiera hacerlo un desocupado, preguntándome qué clase de gente sería la que venía a vivir cerca de nosotros. Estando mirando, advertí que desde una de las ventanas del piso superior me estaba acechando una cara.
Yo no sé, señor Holmes, qué tenía aquella cara; pero el hecho es que sentí un escalofrío por toda la espalda. Yo estaba un poco apartado, y por eso no pude distinguir bien sus facciones, pero era una cara que tenía un algo de antinatural y de inhumano. Esa fue la impresión que me produjo y avancé rápidamente para poder examinar más de cerca a la persona que me estaba mirando. Pero, al hacer eso, la cara desapareció súbitamente, tan súbitamente como si alguien la hubiese apartado a viva fuerza para meterla en la oscuridad de la habitación. Permanecí durante cinco minutos meditando sobre lo ocurrido y esforzándome por analizar mis impresiones. No habría podido decir si la cara era de un hombre o de una mujer. Lo que se me había quedado impreso con más fuerza era su color. Un color amarillo lívido, apagado, con algo como rígido y yerto, dolorosamente antinatural. Me produjo tal turbación que resolví enterarme algo más acerca de los nuevos inquilinos de la casita. Me acerqué y llamé a la puerta, siendo ésta abierta en el acto por una mujer, alta y trasijada, de rostro duro y antipático.
—¿Qué desea usted? —preguntó con acento norteño.
—Soy el vecino de ustedes y vivo allí —le dije apuntando con un movimiento de mi cabeza hacia mi casa—. Veo que acaban de trasladarse aquí y pensé que si puedo ayudarlos en algo...
—Cuando lo necesitemos, le pediremos ayuda —dijo, y me cerró la puerta en la cara.
Molesto por una respuesta tan descortés volví la espalda y me encaminé a mi casa Durante toda la velada, y a pesar de que yo me esforzaba por pensar en otras cosas, mi imaginación volvía siempre a aquella visión que yo había visto en la ventana y a la grosería de la mujer. Decidí no hablar nada a mi esposa de aquella aparición, porque es de temperamento nervioso y muy excitado, y yo no quería que participase de la molesta impresión que a mí me había producido. Sin embargo le comuniqué antes de dormirse que la casita se había alquilado, a lo que ella no contestó.
Yo soy por lo general hombre de sueño muy pesado. En la familia siempre bromean diciéndome que no había nada capaz de despertarme durante la noche; pero lo cierto es que precisamente aquella noche, ya fuese por la ligera excitación que me había producido mi pequeña aventura o por otra causa, que yo no lo sé, lo cierto es, digo, que mi sueño fue más ligero que de costumbre. Y entre mis sueños tuve una confusa sensación de que algo ocurría en mi cuarto; me fui despertando gradualmente hasta caer en la cuenta de que mi esposa se había vestido y se estaba echando encima el abrigo y el sombrero. Abrí los labios para murmurar algunas palabras, adormilado, de sorpresa y de reconvención por una cosa tan a destiempo, cuando de pronto mis ojos entreabiertos cayeron sobre su cara, iluminada por la luz de una vela. El asombro me dejó mudo. Tenía ella una expresión como jamás yo la había visto hasta entonces..., una expresión de la que yo la habría creído incapaz. Estaba mortalmente pálida y respiraba agitadamente; mientras se abrochaba el abrigo dirigía miradas furtivas hacia la cama para ver si me había despertado. Luego, creyéndome todavía dormido, se deslizó con mucho tiento fuera de la habitación y a los pocos momentos llegó a mis oídos un agudo rechinar que sólo podía ser producido por los goznes de la puerta delantera. Me senté en la cama y di con mis nudillos en la barandilla de la misma para cerciorarme de que estaba verdaderamente despierto. Luego saqué mi reloj de debajo de la almohada. Eran las tres de la madrugada ¿Qué diablos podía estar haciendo mi esposa en la carretera a las tres de la madrugada?