Las memorias de Sherlock Holmes (26 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Hay una cosa —dije mientras nos encaminábamos a la estación—. Si el marido se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?

—Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche.

—¿Como reproche?

—Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primer o segundo libro de Samuel.

FIN

EL PACIENTE INTERNO

«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle

Doctor Trevelyan

Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún
tour-de-force
de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título
Estudio en escarlata
y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la
Gloria Scott
, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.

No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.

—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diría de un paseo a través de Londres?

Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un
brougham
esperaba ante nuestra puerta.

—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!

Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro
sanctum.

Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.

—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.

—¿Ha hablado con mi cochero, pues?

—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.

—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.

—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.

La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.

—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...

—Cirujano militar retirado.

—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.

Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.

—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.

—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Trevelyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.

Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.

Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.

Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.

—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? —preguntó.

Yo me incliné.

—Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?

No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.

—Confío tener el que me corresponde —repliqué.

—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?

—Verdaderamente, caballero... —exclamé.

—¡Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?

Me encogí de hombros.

—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?

Me quedé mirándole estupefacto.

—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted! —gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.

—¿Pero por qué? —balbuceé.

—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.

—¿Y qué debo hacer yo, pues?

—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.

Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.

Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.

Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.

Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.

Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:

«Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»

Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.

Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.

—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.

Me emocionó esta ansiedad filial y dije:

—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.

—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.

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