Las memorias de Sherlock Holmes (28 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Sí, algo he oído de ellos.

—¿Se ha formado alguna opinión?

—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.

—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.

—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.

—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.

—¡Hum! —dijo Holmes—. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?

—No, no he visto ninguna.

—¿Su cigarrera, pues?

—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.

Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.

—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.

Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.

—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.

—¡Imposible! —exclamó el inspector.

—¿Por qué?

—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?

—Esto es lo que tenemos que averiguar.

—¿Cómo pudieron entrar?

—Por la puerta principal.

—Estaba atrancada.

—Pues fue atrancada después de salir ellos.

—¿Cómo lo sabe?

—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.

Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.

—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.

—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.

—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.

—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.

—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Intervinieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.

—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.

Holmes se encogió de hombros.

—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escalera, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...

—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.

—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.

Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.

Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.

Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.

Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.

—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.

Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.

—¿Alguna noticia, inspector?

—Hemos dado con el muchacho, señor.

—Excelente. Y yo he dado con los hombres.

—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.

—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.

—¡La banda del banco
Worthingdon
! —exclamó el inspector.

—Exactamente —confirmó Holmes.

—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!

—Esto es.

—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.

Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.

—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco
Worthingdon
— dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?

—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad —dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.

—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.

—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?

—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.

Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor
Norah Crema
, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el
«Misterio de Brook Street
», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.

FIN

EL INTÉRPRETE GRIEGO

«Recuerde, Melas, que si habla con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!
»

Wilson Kemp

A lo largo de mi prolongada e íntima amistad con el señor Sherlock Holmes, nunca le había oído hablar de su parentela, y apenas de su pasado. Esta reticencia por su parte había incrementado el efecto un tanto inhumano que producía en mí, hasta el punto de que a veces me sorprendía mirándolo como un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan deficiente en afecto humano como más que eminente en inteligencia. Su aversión a las mujeres y su nula inclinación a contraer nuevas amistades, eran las dos notas típicas de un carácter nada emocional, pero no más que su total supresión de toda referencia a su propia familia. Yo había llegado a creer que era un huérfano sin parientes vivos, pero un día, con gran sorpresa por mi parte, empezó a hablarme de su hermano.

Fue después de tomar el té una tarde de verano, y la conversación, que había errado de forma inconexa y espasmódica desde los palos de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la elíptica, desembocó finalmente en la cuestión del atavismo y las aptitudes hereditarias. El tema sometido a discusión era el de hasta qué punto cualquier don singular en un individuo se debía a su linaje y hasta cuál a su propio y temprano aprendizaje.

—En su caso —dije—, por todo lo que me ha dicho parece obvio que su facultad de observación y su peculiar facilidad para la deducción se deben a su adiestramiento sistemático.

—Hasta cierto punto —me contestó pensativo—. Mis antepasados eran terratenientes rurales que al parecer llevaron más o menos la misma vida, como es natural en su clase. Sin embargo, mi tendencia en este sentido está en mis venas y tal vez proceda de mi abuela, que era la hermana de Vernet, el famoso artista francés. El arte en la sangre adopta las formas más extrañas.

—Pero ¿cómo sabe que es hereditario?

—Porque mi hermano Mycroft lo posee en un grado más alto que yo.

Desde luego, esto era totalmente nuevo para mí. Si había en Inglaterra otro hombre con tan singulares poderes, ¿cómo se explicaba que ni la policía ni el público hubieran oído hablar de él? Hice esta pregunta, con un comentario acerca de que sería la modestia de mi amigo lo que le hacía reconocer como superior a su hermano.

Holmes se echó a reír al oír esta sugerencia.

—Mi querido Watson —dijo—, no puedo estar de acuerdo con aquellos que sitúan la modestia entre las virtudes. Para el lógico, todas las cosas deberían ser vistas exactamente como son, y subestimarse es algo tan alejado de la verdad como exagerar las propias facultades. Por consiguiente, cuando digo que Mycroft posee unos poderes de observación mejores que los míos, puede tener la seguridad de que estoy diciendo la verdad exacta y literal.

—¿Es más joven que usted?

—Es siete años mayor que yo.

—¿Y cómo se explica que no se le conozca?

—Oh, en su círculo es muy bien conocido.

—¿Dónde, pues?

—En el Diógenes Club, por ejemplo.

Nunca había oído hablar de esta institución, y mi cara así debió proclamarlo, pues Sherlock Holmes sacó su reloj.

—El Diógenes Club es el club más peculiar de Londres, y Mycroft uno de sus socios más peculiares. Siempre se le encuentra allí desde las cinco menos cuarto a las ocho menos veinte. Ahora son las seis, de modo que, si le apetece dar un paseo en esta hermosa tarde, será para mí una verdadera satisfacción presentarle dos curiosidades.

Cinco minutos después nos encontrábamos en la calle, camino de Regent Circus.

—Se preguntará usted —dijo mi compañero— cómo es que Mycroft no utiliza sus facultades para una labor detectivesca. Es incapaz de ello.

—Pero yo creía que había dicho...

—He dicho que es superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective comenzara y terminara en el razonamiento desde una butaca, mi hermano sería el mayor criminólogo que jamás haya existido. Pero no tiene ambición ni energía. Ni siquiera se desvía de su camino para verificar sus soluciones, y preferiría que se le considerase equivocado antes que tomarse la molestia de probar que estaba en lo cierto. Repetidas veces le he presentado un problema y he recibido una explicación que después ha demostrado ser la correcta. Y sin embargo, es totalmente incapaz de elaborar los puntos prácticos que deben dilucidarse antes de poder presentar un caso ante un juez o un jurado.

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