Las memorias de Sherlock Holmes (25 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Sigue un rato tu camino, querida —me dijo la señora Barclay—. Quiero hablar un momento con este hombre. No hay nada que temer.

Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.

Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido.

—Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido —me dijo.

Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad, y si me la callé ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo.

Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en una noche oscura. Todo lo que antes había estado desconectado empezó en seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él.

El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando ser un agente del registro, tuve una interesante conversación con su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caída la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india.

Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación.

—¿Y tiene la intención de preguntárselo a él?

—Desde luego... pero en presencia de un testigo.

—¿Y yo soy el testigo?

—Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.

—¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?

—Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo.

Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mi me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones.

—Esta es la calle —dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de dos plantas y obra vista—. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.

—Está en casa, señor Holmes —exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia nosotros.

—¡Muy bien, Simpson! —aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza—. Adelante, Watson, ésta es la casa.

Hizo pasar su tarjeta, junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso, estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvió hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.

—¿El señor Henry Wood, últimamente residente en la India, verdad? — preguntó Holmes afablemente—. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.

—¿Y qué puedo saber yo al respecto?

—Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato?

El hombre experimentó un violento sobresalto.

—Yo no sé quién es usted —exclamó—, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero juraría que es verdad lo que me está diciendo.

—Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.

—¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?

—No.

—¿Cuál es, pues, su misión?

—Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.

—Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.

—¿Entonces usted es culpable?

—No, no lo soy.

—¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?

—Fue la Providencia justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por qué no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.

Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la India, acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento, y además la mejor chica que haya existido jamás, era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo.

Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla, cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.

Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría atravesar las líneas rebeldes. A las diez de aquella misma noche, comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto.

Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.

Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill el día siguiente, pero los rebeldes se me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a Nepal, se me llevaron consigo, y después me encontré más allá de Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé, pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí vagabundeé varios años, y al final regresé al Punjab, donde viví casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome con ayuda de un bastón, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había muerto, y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni siquiera esto me movió a hablar.

Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos con ello gano lo bastante para sustentarme.

—Su narración no puede ser más interesante —dijo Holmes—. Ya he oído hablar de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos.

—Así fue, señor. Y al verme a mí, él asumió una expresión como nunca se la he visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable.

—¿Y entonces?

—Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta, con la intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacía, me pareció mejor dejarlo y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible.

—¿Quién es Teddy?

El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en un rincón. Al instante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal.

—¡Es una mangosta! —grité.

—Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón —dijo el hombre—. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero?

—Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un grave aprieto.

—En este caso, desde luego, yo me presentaría.

—Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo desde ayer.

Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.

—Ah, Holmes —dijo—, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha terminado en nada.

—¿Qué ha sido, pues?

—Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de todo, fue un caso bien sencillo.

—Ya lo creo, notablemente superficial —repuso Holmes, sonriendo—. Vamos, Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya.

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