Las memorias de Sherlock Holmes (20 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Y seguidamente, ¿cómo iba yo a proceder para reconstruir aquel drama de medianoche? Estaba bien claro que sólo una persona podía introducirse en aquel agujero, y que esta persona fue Brunton. La chica debió de esperar arriba. Brunton abrió entonces el arca, le entregó a ella el contenido, presumiblemente, puesto que nada se ha encontrado, y entonces... ¿qué ocurrió entonces?

Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer celta, cuando vio que el hombre que la había agraviado, acaso mucho más de lo que él pudiera sospechar, se encontraba en su poder? ¿Fue una casualidad que el madero resbalara y que la piedra encerrara a Brunton en lo que se había convertido en su sepulcro? ¿Era ella tan sólo culpable de haber guardado silencio respecto a la suerte corrida por él? ¿O bien un golpe repentino asestado por su mano había desviado el soporte y permitido que la losa se asentara de nuevo en su lugar? Fuera lo que fuese, a mí me parecía ver aquella figura femenina, agarrando todavía el tesoro recién hallado y subiendo precipitadamente por la escalera de caracol, mientras tal vez resonaban detrás de ella gritos sofocados y el golpeteo de unas manos frenéticas contra la losa de piedra que estaba privando de aire a su amante infiel.

Tal era el secreto de la palidez de ella, de sus nervios maltrechos y de sus arrebatos de risa histérica la mañana siguiente. Pero ¿qué había contenido el arca? ¿Y qué había hecho ella con ese contenido? Desde luego, debía tratarse del metal viejo y no de los guijarros que mi cliente había sacado del estanque. Ella lo había arrojado todo allí apenas tuvo una oportunidad, a fin de eliminar la última traza de su crimen.

Durante veinte minutos yo había permanecido sentado e inmóvil, meditando sobre estas cuestiones. Musgrave seguía de pie, muy pálido su semblante, balanceando su linterna y mirando el fondo de aquel agujero.

—Son monedas de Carlos I —dijo, mostrando las pocas que habían quedado en el arca—. Como puedes ver, acertamos al calcular la fecha del Ritual.

—Es posible que encontremos algo más de Carlos I —exclamé, ya que de pronto se me ocurrió el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual—. Déjame ver el contenido de la bolsa que pescaste en el estanque.

Subimos a su estudio y puso aquellos restos ante mí. Pude comprender que les adjudicara tan poca importancia cuando los miré a mi vez, ya que el metal estaba ennegrecido y las piedras carecían de todo lustre. Sin embargo, froté una de ellas con la manga y poco después brilló como una chispa en la oscura cavidad de mi mano. La pieza metálica tenía la forma de un aro doble, pero había sido doblada y retorcida hasta perder su forma original.

—Debes tener en cuenta —dije— que el partido realista tuvo cierto poder en Inglaterra incluso después de la muerte del rey, y que, cuando finalmente sus componentes huyeron, es probable que dejaran muchas de sus más preciadas pertenencias enterradas, con la intención de volver en busca de ellas en tiempos más pacíficos.

—Mi antepasado, sir Ralph Musgrave, fue un caballero muy destacado y mano derecha de Carlos II en las correrías del rey —explicó mi amigo.

—¿De veras? —respondí—. Pues entonces creo que de hecho esto debería facilitarnos el último eslabón que deseamos. Debo felicitarte por entrar en posesión, aunque de manera más bien trágica, de una reliquia que es de gran valor intrínseco, pero de una importancia todavía mayor como curiosidad histórica.

—¿Qué es, pues? —preguntó lleno de asombro.

—Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.

—¿La corona!

—Exactamente. Piensa en lo que dice el Ritual. ¿Cómo lo expresa? “De quién era?” “Del que se ha marchado.” Esto fue después de la ejecución de Carlos. Y a continuación: “¿Quién la tendrá?” “El que vendrá.” Esto se refería a Carlos II, cuyo advenimiento ya estaba previsto. No creo que pueda haber duda de que esta diadema maltrecha e informe rodeó en otros tiempos las reales frentes de los Estuardo.

—¿Y cómo fue a parar al estanque?

—Ah, ésta es una pregunta cuya respuesta exigirá algún tiempo —declaré. Y acto seguido, le esbocé toda la larga secuencia de supuestos y pruebas que yo había construido.

Anochecía ya y la luna brilló nítidamente en el firmamento antes de que yo concluyera mi narración.

—¿Y cómo se explica, pues, que Carlos no recuperase su corona cuando regresó? —preguntó Musgrave, metiendo de nuevo la reliquia en su bolsa de tela.

—Bien, aquí pones el dedo precisamente en el punto que según toda probabilidad nunca podremos aclarar. Lo más seguro es que el Musgrave que detentaba el secreto muriera en el intervalo y que, por un exceso de celo, dejara esta gula a su descendiente sin explicarle el significado. A partir de aquel día y hasta hoy, ha pasado de padre a hijo, hasta caer en manos de un hombre que supo desentrañar su secreto y perdió la vida en el intento.

Y ésta es la historia del Ritual de los Musgrave, Watson. Guardan la corona en Hurlstone, aunque tuvieron algunas dificultades legales y se vieron obligados a pagar una suma considerable antes de obtener permiso para conservarla. Estoy seguro de que si mencionara usted mi nombre, les daría una gran satisfacción enseñársela. En lo que respecta a la mujer, nada más se ha sabido de ella y lo más probable es que se marchase de Inglaterra y se trasladase, junto con el recuerdo de su crimen, a algún país de allende los mares.

FIN

LOS HACENDADOS DE REIGATE

«Jamás he visto una confesión de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano

Watson

Pasó algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, se repusiera de la tensión nerviosa ocasionada por su inmensa actividad durante la primavera de 1887. Tanto el asunto de la Netherland-Sumatra Company como las colosales jugadas del barón Maupertins son hechos todavía demasiado frescos en la mente del público y demasiado íntimamente ligados con la política y las finanzas, para ser temas adecuados en esta serie de esbozos. No obstante, por un camino indirecto conducen a un problema tan singular como complejo, que dio a mi amigo una oportunidad para demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con las que libraba su prolongada batalla contra el crimen.

Al consultar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama desde Lyon, en el que se me informaba de que Holmes estaba enfermo en el hotel Dulong. Veinticuatro horas más tarde, entraba en el cuarto del paciente y me sentía aliviado al constatar que nada especialmente alarmante había en sus síntomas. Sin embargo, su férrea constitución se había resentido bajo las tensiones de una investigación que había durado más de dos meses, un periodo durante el cual nunca había trabajado menos de quince horas diarias, y más de una vez, como él mismo me aseguro, había realizado su tarea a lo largo de cinco días sin interrupción. El resultado victorioso de sus desvelos no pudo salvarle de una reacción después de tan tremenda prueba, y, en unos momentos en que su nombre resonaba en toda Europa y en el suelo de su habitación se apilaban literalmente los telegramas de felicitación, lo encontré sumido en la más negra depresión. Ni siquiera el hecho de saber que había triunfado allí donde había fracasado la policía de tres países, y que había derrotado en todos los aspectos al estafador más consumado de Europa, bastaban para sacarle de su postración nerviosa.

Tres días más tarde nos encontrábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo había de sentarle muy bien un cambio de aires, y también a mí me resultaba más que atractivo pensar en una semana de primavera en el campo. Mi viejo amigo, el coronel Hayter, que en Afganistán se había sometido a mis cuidados profesionales, había adquirido una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había pedido que fuese a hacerle una visita. La última vez hizo la observación de que, si mi amigo deseaba venir conmigo, le daría una satisfacción ofrecerle también su hospitalidad. Se necesitó un poco de diplomacia, pero cuando Holmes se enteró de que se trataba del hogar de un soltero y supo que a él se le permitiría plena libertad, aceptó mis planes y, una semana después de regresar de Lyon, nos hallábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un espléndido viejo soldado que había visto gran parte del mundo y, tal como yo ya me había figurado, pronto descubrió que él y Holmes tenían mucho en común.

La noche de nuestra llegada, nos instalamos en la armería del coronel después de cenar, Holmes echado en el sofá, mientras Hayter y yo examinábamos su pequeño arsenal de armas de fuego.

—A propósito —dijo el coronel—, creo que voy a llevarme arriba una de estas pistolas, por si acaso se produce una alarma.

—¿Una alarma? —repetí.

—Sí, últimamente tuvimos un susto en estas cercanías. El viejo Acton, que es uno de nuestros magnates rurales, sufrió en su casa un robo con allanamiento y fractura el lunes pasado. No hubo grandes daños, pero los autores continúan en libertad.

—¿Ninguna pista? —inquirió Holmes, fija la mirada en el coronel.

—Todavía ninguna. Pero el asunto es ínfimo, uno de los pequeños delitos de nuestro mundo rural, y forzosamente ha de parecer demasiado pequeño para que usted le preste atención, señor Holmes, después de ese gran escándalo internacional.

Holmes desechó con un gesto el cumplido, pero su sonrisa denotó que no le había desagradado.

—¿Hubo algún detalle interesante?

—Yo diría que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y poca cosa les aportaron sus esfuerzos. Todo el lugar fue puesto patas arriba, con los cajones abiertos y los armarios revueltos y, como resultado, había desaparecido un volumen valioso del Homer de Pope, dos candelabros plateados, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de madera de roble y un ovillo de bramante.

—¡Qué surtido tan interesante! —exclamé.

—Es evidente que aquellos individuos echaron mano a lo que pudieron.

Holmes lanzó un gruñido desde el sofá.

—La policía del condado debería sacar algo en claro de todo esto —dijo—. Pero sí resulta evidente que...

—Está usted aquí para descansar, mi querido amigo. Por lo que más quiera, no se meta en un nuevo problema cuando tiene todo el sistema nervioso hecho trizas.

Holmes se encogió de hombros con una mueca de cómica resignación dirigida al coronel, y la conversación derivó hacia canales menos peligrosos.

Deseaba el destino, sin embargo, que toda mi cautela profesional resultara inútil, pues, a la mañana siguiente, el problema se nos impuso de tal modo que fue imposible ignorarlo, y nuestra estancia en la campiña adquirió un cariz que ninguno de nosotros hubiese podido prever. Estábamos desayunando cuando el mayordomo del coronel entró precipitadamente, perdida toda su habitual compostura.

—¿Se ha enterado de la noticia, señor? —jadeó—. ¡En la finca Cunningham, señor!

—¡Un robo! —gritó el coronel, con su taza de café a medio camino de la boca.

—¡No, señor! ¡Un asesinato!

El coronel lanzó un silbido.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿A quién han matado, pues? ¿Al juez de paz o a su hijo?

—A ninguno de los dos, señor. A William, el cochero. Un balazo en el corazón, señor, y ya no pronunció palabra.

—¿Y quién disparó contra él, pues?

—El ladrón, señor. Huyó rápido como el rayo y desapareció. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William se abalanzó sobre él y perdió la vida, defendiendo la propiedad de su señor.

—¿A qué hora ocurrió?

—Alrededor de la medianoche, señor.

—Bien, entonces iremos allí en seguida —dijo el coronel, dedicando de nuevo su atención fríamente al desayuno—. Es un asunto bastante feo —añadió cuando el mayordomo se hubo retirado—. El viejo Cunningham es aquí el número uno entre la hidalguía rural y un sujeto de lo más decente. Esto le causará un serio disgusto, pues este hombre llevaba años a su servicio y era un buen sirviente. Es evidente que se trata de los mismos villanos que entraron en casa de Acton.

—¿Los que robaron aquella colección tan singular? —observó Holmes pensativo.

—Precisamente.

—¡Hum! Puede revelarse como el asunto más sencillo del mundo, pero de todos modos, a primera vista, resulta un tanto curioso, ¿no creen? De una pandilla de amigos de lo ajeno que actúan en la campiña cabria esperar que variasen el escenario de sus operaciones, en vez de allanar dos viviendas en el mismo distrito y en el plazo de pocos días. Cuando esta noche ha hablado usted de tomar precauciones, recuerdo que ha pasado por mi cabeza el pensamiento de que ésta era, probablemente, la última parroquia de Inglaterra a la que el ladrón o ladrones dedicarían su atención, lo cual demuestra que todavía tengo mucho que aprender.

—Supongo que se trata de algún delincuente local —dijo el coronel—. Y en este caso, desde luego, las mansiones de Acton y Cunningham son precisamente los lugares a los que se dedicaría, puesto que son con mucho las más grandes de aquí.

—¿Y las más ricas?

—Deberían serlo, pero durante años han mantenido un pleito judicial que, según creo, ha de haberles chupado la sangre a ambas. El anciano Acton reivindica la mitad de la finca de Cunningham, y los abogados han intervenido de lo lindo.

—Si se trata de un delincuente local, no sería muy difícil echarle el guante —dijo Holmes con un bostezo—. Está bien, Watson, no tengo la intención de entrometerme.

—El inspector Forrester, señor —anunció el mayordomo, abriendo la puerta.

El oficial de policía, un joven apuesto y de rostro inteligente, entró en la habitación.

—Buenos días, coronel —dijo—. Espero no cometer una intrusión, pero hemos oído que el señor Holmes, de Baker Street, se encuentra aquí.

El coronel movió la mano hacia mi amigo, y el inspector se inclinó.

—Pensamos que tal vez le interesara intervenir, señor Holmes.

—El hado está contra usted, Watson —dijo éste, riéndose—. Hablábamos de esta cuestión cuando usted ha entrado, inspector. Acaso pueda darnos a conocer algunos detalles.

Cuando Holmes se repantigó en su sillón con aquella actitud ya familiar, supe que la situación no admitía esperanza.

—En el caso Acton no teníamos ninguna pista, pero aquí las tenemos en abundancia; no cabe duda de que se trata del mismo responsable en cada ocasión. El hombre ha sido visto.

—Sí, señor. Pero huyó rápido como un ciervo después de disparar el tiro que mató al pobre William Kirwan. El señor Cunningham lo vio desde la ventana del dormitorio, y el señor Alec Cunningham desde el pasillo posterior. Eran las doce menos cuarto cuando se dio la alarma. El señor Cunningham acababa de acostarse y el joven Alec, ya en bata, fumaba en pipa. Ambos oyeron a William, el cochero, gritar pidiendo auxilio, y el joven Alec fue corriendo a ver qué ocurría. La puerta de detrás estaba abierta y, al llegar al pie de la escalera, vio que dos hombres forcejeaban afuera. Uno de ellos hizo un disparo, el otro cayó, y el asesino huyó corriendo a través del jardín y saltando el seto. El señor Cunningham, que miraba desde la ventana de su habitación, vio al hombre cuando llegaba a la carretera, pero en seguida lo perdió de vista. El joven Alec se detuvo para ver si podía ayudar al moribundo, lo que aprovechó el villano para escapar. Aparte del hecho de que era hombre de mediana estatura y vestía ropas oscuras, no tenemos señas personales, pero estamos investigando a fondo y si es un forastero pronto daremos con él.

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