Las memorias de Sherlock Holmes (16 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en la semioscuridad, hasta que finalmente una sirvienta llorosa trajo una lámpara. La seguía mi amigo Trevor, que entró pálido pero sereno, con estos mismos papeles que ahora tengo sobre mis rodillas. Se sentó ante mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me entregó una breve nota escrita, como ve usted, en una sola cuartilla de color gris. Decía:
«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.

Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que en la suya cuando leí por primera vez este mensaje. Acto seguido lo releí cuidadosamente. Era, evidentemente, lo que había pensado yo, y una segunda versión había de ocultarse en esa extraña combinación de palabras. ¿Y no podía ser que tuviera un significado ya previamente convenido en palabras tales como «papel atrapamoscas» y «faisanes hembra»? Este significado sería arbitrario y de ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me sentía poco inclinado a creer que fuera éste el caso, y la presencia del nombre «Hudson» parecía indicar que el tema del mensaje era el que yo había sospechado, y que procedía de Beddoes más bien que del marinero. Probé la lectura hacia atrás, pero los resultados nada tenían de alentadores. A continuación probé con palabras alternativas, pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar alguna luz. Y a continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del enigma, pues vi que cada tercera palabra, comenzando por la primera, construía un mensaje que bien podía llevar al viejo Trevor a la desesperación: «El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para salvar tu vida.»

Víctor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.

—Ha de ser esto, supongo —dijo—. Y esto es peor que la muerte, porque significa también el deshonor. Pero, ¿cuál es el significado de ese «guardabosque» y esos «faisanes hembra»?

—Nada significan para el mensaje, pero podrían representar mucho para nosotros si no tuviéramos otros medios para descubrir al remitente. El ha empezado por escribir: «El... juego... ha...», y así sucesivamente. Y después, para ajustarse al código acordado, ha tenido que meter dos palabras en cada espacio vacío. Como es natural, utilizó las primeras palabras que acudieron a su mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al deporte de la caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien es un apasionado de la caza o tiene interés por la cría de animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes?

—Ahora que lo mencionas —me contestó—, recuerdo que mi pobre padre recibía cada otoño una invitación suya para ir a cazar en su vedado.

—Entonces es indudable que la nota procede de él —dije—. Sólo nos queda descubrir qué es este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de estos dos hombres ricos y respetados.

—Por desgracia, Holmes, mucho me temo que sea un pecado vergonzoso —manifestó mi amigo—. Mas para ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración que escribió mi padre cuando supo que el peligro por parte de Hudson se había hecho inminente. La encontré en el armario japonés, tal como se lo dijo él al doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas ni valor para hacerlo.

—Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y ahora se los leeré a usted tal como aquella noche se los leí a él en el viejo estudio. Como ve, hay un título bastante explícito: «Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott desde que zarpó de Falmouth el 8 de octubre de 1855, hasta su destrucción en latitud Norte 150º 20’, longitud Oeste 250º 14’, el 6 de noviembre.» Está presentado en forma de carta y dice lo siguiente:

«Mi querido, queridísimo hijo... Ahora, cuando una inminente desgracia empieza a oscurecer los últimos años de mi vida, puedo escribir con toda veracidad y sinceridad que no es el temor a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni tampoco mi caída a los ojos de todos aquellos que me han conocido lo que más destroza mi corazón, sino la idea de que tengas que sonrojarte por mi culpa... tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo, has tenido motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre me está amenazando, entonces desearía que leyeras esto para que sepas a través de mi hasta qué punto se me puede culpar. Por otra parte, si todo va bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!) y si por azar este papel todavía pudiera ser destruido y cayera en tus manos, por la memoria de tu querida madre y por el amor que existe entre nosotros, arrójalo al fuego y nunca más vuelvas a dedicarle un solo pensamiento.

En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá decir que habré sido denunciado y arrebatado de mi casa, o bien, lo que será más probable, pues ya sabes que tengo un corazón débil, que yaceré con mi lengua sellada para siempre por la muerte.

Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage en mis años mozos, y ahora comprenderás la impresión que me causó hace unas semanas, que tu amigo del colegio me dirigiera unas palabras que daban a entender que había penetrado en mi secreto. Como Armitage entré a trabajar en un banco de Londres. También como Armitage fui acusado de quebrantar las leyes de mi país y sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza, hijo mío: me vi obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para hacerlo, empleé dinero que no era mío, seguro de que podría devolverlo antes de que hubiera la posibilidad de que lo echaran en falta. Pero me persiguió el más atroz de los infortunios, el dinero con el que yo había contado nunca llegó a mis manos, y una prematura revisión de las cuentas bancarias reveló mi desfalco. Mi caso hubiera podido ser juzgado con benevolencia, pero hace treinta años las leyes eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y el día en que cumplía veintitrés años me vi encadenado, como cualquier delincuente y junto con otros treinta y siete presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a Australia.

Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y los viejos barcos destinados a los presidiarios eran utilizados en su mayor parte como transporte en el mar Negro. Por consiguiente, el gobierno se veía obligado a emplear embarcaciones más pequeñas y menos adecuadas para enviar a ultramar sus presidiarios. La Gloria Scott había transportado té de China, pero era un buque anticuado, de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo habían arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y ocho presidiarios, llevaba a bordo una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres pilotos, un médico, un capellán y cuatro guardianes. En total, casi un centenar de almas íbamos a bordo cuando zarpamos de Falmouth.

Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de ser de grueso roble, como es usual en los barcos que transportan presidiarios, eran bastante delgados y frágiles. El preso contiguo, en dirección a popa, ya me había llamado la atención cuando recorrimos el muelle. Era un hombre joven, de cara blanca e imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante poderosa. Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto contoneo y destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No creo que ninguno de nosotros le llegara al hombro; estoy seguro de que no medía menos de seis pies y medio. Resultaba extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados una faz tan llena de energía y determinación. Su visión fue para mí como la de una reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me alegré al descubrir que era mi vecino, y todavía más cuando, en plena noche, oí un susurro junto a mi oído y observé que se las había arreglado para abrir un orificio en la delgada tabla que nos separaba.

—Hola, compañero —me dijo—. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás aquí?

Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién hablaba.

—Soy Jack Prendergast —me contestó—, y por todos los cielos te aseguro que aprenderás a bendecir mi nombre antes de lo que tarda en cantar el gallo.

Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado una sensación enorme en todo el país, poco antes de mi propio arresto. Era hombre de buena familia y de una gran capacidad, pero con hábitos torcidos e incurables, y que, mediante un ingenioso sistema de fraude, había obtenido sumas enormes de los principales comerciantes de Londres.

—¡Ajá! ¿Con qué recuerdas mi caso? —exclamó con orgullo.

—Y muy bien, por cierto.

—Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él.

—¿El qué?

—Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es así?

—Así se dijo.

—Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?

—No.

—Bien, ¿y dónde crees que está el botín? —inquirió.

—No tengo ni la menor idea.

—Pues aquí, entre mi pulgar y el índice —me aseguró—. Por Dios que tengo más libras a mi nombre que tu pelos en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo mío, y sabes cómo manejarlo y hacerlo circular, ¡puedes lograr cualquier cosa! Y no irás a creer que un hombre que puede hacer cualquier cosa se dispone a gastar el asiento de sus pantalones sentado en la apestosa bodega de un mohoso carguero de las costas de China, infestado por las ratas y las cucarachas, y semejante a un ataúd viejo y putrefacto. No, señor, un hombre como yo cuidará de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar seguro de ello! Tú confía en él, y tan cierto como la Biblia que él te sacará adelante.

Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada significaba, pero al cabo de un tiempo, cuando me hubo puesto a prueba y juramentado con toda la solemnidad posible, me dio a entender que había realmente una conspiración para apoderarse del barco. Una docena de presidiarios lo habían tramado antes de subir a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero era el factor motivador.

—Yo tenía un asociado —me dijo—, un hombre de rara valía y tan leal como la culata de un fusil al cañón del mismo. Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde crees que se encuentra en este momento? Pues bien, es el capellán de este barco... ¡Nada menos que el capellán! Subió a bordo con un abrigo negro y sus papeles en orden, y en su caja lleva dinero suficiente para comprar este trasto desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación es suya en cuerpo y alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con descuento por pago al contado, y lo hizo incluso antes de que firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con dos de los guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al propio capitán si creyese que valía la pena.

—¿Qué hemos de hacer, pues? —pregunté.

—¿Qué te figuras? —repuso—. Vamos a hacer que las casacas de estos soldados se vuelvan más rojas que cuando las cortó el sastre.

—Pero ellos están armados —alegué.

—Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de pistolas para cada hijo de madre de los nuestros, y si no podemos apoderarnos de este barco con una tripulación que nos respalde, valdrá más que nos manden a todos a un pensionado de señoritas. Habla esta noche con tu vecino de la izquierda y entérate de si se puede confiar en él.

Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy semejante a la mía, cuyo delito había sido el de falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre, igual que yo, y hoy es un hombre rico y próspero en el sur de Inglaterra. Estaba más que dispuesto a unirse a la conspiración, como único medio para salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo de Vizcaya sólo dos de los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era un débil mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro padecía una ictericia y no podía sernos de ninguna utilidad.

En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera impedirnos tomar posesión del navío. La tripulación la formaban un grupo de rufianes, especialmente elegidos para el trabajo. El supuesto capellán entraba en nuestras celdas para exhortarnos, equipado con un maletín negro en apariencia lleno de folletos religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el tercer día cada uno de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un par de pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los guardianes eran agentes de Prendergast y el segundo oficial era su mano derecha. El capitán, los otros dos oficiales, el doctor y el teniente Martin y sus dieciocho soldados, era a todo lo que deberíamos enfrentarnos. No obstante, pese a esta providencia, decidimos no descuidar ninguna precaución y efectuar nuestro ataque de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo antes de lo que esperábamos y del modo siguiente:

Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra partida, el doctor había bajado para visitar a uno de los presidiarios que estaba enfermo y, al poner la mano en la parte inferior del catre, palpó el perfil de las pistolas. Si hubiera guardado silencio, habría podido enviarlo todo al traste, pero era un hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de sorpresa, y se puso tan pálido que el otro supo al instante lo que ocurría y lo inmovilizó. Fue amordazado antes de que pudiera dar la alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la puerta que conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los dos centinelas fueron abatidos a tiros y también un cabo que acudió corriendo para saber qué ocurría. Había otros dos soldados ante la puerta del salón, mas al parecer sus mosquetes no estaban cargados, ya que no llegaron a disparar contra nosotros, y ambos fueron acribillados a balazos mientras trataban de calar sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del capitán, pero al abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo encontramos con la cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto con chinchetas a la mesa, y con el capellán junto a él, con una pistola humeante en su mano. Los dos oficiales habían sido hechos prisioneros por la tripulación y la situación parecía totalmente dominada.

El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos acomodamos en sus bancos, hablando todos a la vez, pues nos enloquecía la sensación de gozar nuevamente de libertad. Había armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso capellán, descerrajó uno de ellos y sacó una docena de botellas de jerez. Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los estábamos apurando, cuando de pronto, sin la menor advertencia, llegó el rugido de los mosquetes a nuestros oídos y el salón se llenó de humo, hasta el punto que no podíamos ver a través de la mesa. Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo, unos sobre otros; y la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa todavía me enferman cuando pienso en ello. Tanto nos intimidó aquella visión, que creo que nos hubiéramos dado por vencidos de no haber sido por Prendergast, que bramó como un toro y se precipitó hacia la puerta con todos los supervivientes pisándole los talones. Nos habían disparado a través de las lumbreras entreabiertas del salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el teniente y diez de sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de que consiguieran cargar de nuevo sus mosquetes; se defendieron con coraje, pero pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo había terminado. A fe mía que dudo que hubiera un matadero como aquel barco. Prendergast parecía un demonio enfurecido y agarró a los soldados como si fueran chiquillos y los arrojó por la borda, vivos o muertos. Había un sargento con terribles heridas y, sin embargo, se mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que alguien tuvo la misericordia de volarle la tapa de los sesos. Cuando terminó la refriega, no quedaba con vida ninguno de nuestros enemigos, excepto los guardianes, los oficiales y el doctor.

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