Las memorias de Sherlock Holmes (14 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—¡Bah! Todo eso está bastante claro —dijo Holmes con impaciencia—. Yo me refiero a ese último giro inesperado.

—¿De modo que usted comprende lo demás?

—Creo que es bastante evidente. ¿Qué dice usted, Watson?

Yo me encogí de hombros.

—No tengo más remedio que confesar que no toco fondo —le contesté.

—Si usted estudia los hechos desde el principio, sólo pueden apuntar hacia una conclusión.

—Y cuál es esa?

—Pues bien: todo el asunto gira sobre dos hechos.

El primero es el hacerle firmar a Pycroft una declaración escrita de que entraba al servicio de esta absurda Compañía. ¿No ve usted cuán elocuente es esto?

—Pues, la verdad, no lo alcanzo a comprender.

—¿Para qué iban a querer que lo hiciese? No sería como trámite comercial, porque lo corriente es hacer estos arreglos verbalmente, y en este caso no se ve una condenada razón para salirse de las normas. ¿No ve usted, mi joven amigo, que lo que ellos anhelaban poseer era una muestra de su escritura, y que era ese el único medio de conseguirlo?

—¿Y para qué?

—Ahí está precisamente la cuestión. ¿Para qué? Cuando contestemos a esa pregunta habremos avanzado un poco en nuestro pequeño problema. ¿Para qué? Sólo puede haber una razón adecuada. Alguien tenía necesidad de aprender a imitar su escritura, y para ello necesitaba procurarse antes una muestra. Si pasamos ahora al segundo punto, veremos que ambos se iluminan mutuamente. Este segundo punto es la petición que le hizo el señor Pinner de que no admitiese usted el cargo, sino que dejase al gerente de aquella importante casa convencido de que un señor Hall Pycroft, al que nunca había visto personalmente, acudiría a sus oficinas el lunes por la mañana.

—¡Santo Dios! —exclamó nuestro cliente—. ¡Qué borrico he sido!

—Ahora se explica usted el detalle de la escritura.

Suponga, por ejemplo, que se presentase a ocupar el puesto de usted alguien con una letra totalmente distinta a la del documento enviado solicitando el puesto: allí acababa el juego. Pero el muy canalla aprendió en ese intermedio a imitar la de usted, y en tal caso podía estar tranquilo porque me imagino que nadie de entre el personal de las oficinas le había echado a usted la vista encima.

—Absolutamente nadie —gimió Hall Pycroft.

—Prosigamos. Era, como es natural, de la mayor importancia impedir que usted recapacitase mejor sobre el asunto, y también que pudiera ponerse en contacto con nadie que pudiera hacerle saber que un doble suyo estaba trabajando en las oficinas de Mawson. Fue esa la razón que los movió a hacerle un espléndido adelanto sobre su salario, y a obligarle a que se trasladase a la región Midlands, donde le proporcionaron trabajo como para que no regresase a Londres, cosa que hubiera podido estropearles el juego que se traían. Todo eso está bastante claro.

—¿Y para qué iba este individuo a querer pasar por su propio hermano?

—También esto está bastante claro. Es evidente que en este negocio sólo intervienen dos individuos. El otro está haciéndose pasar por usted en las oficinas. Este de aquí hizo el papel de contratador de sus servicios, pero luego se encontró con que, si había de buscarle un patrono, tenía que dar entrada a una tercera persona en el complot. No estaba dispuesto a ello. Transformó todo lo que pudo su aspecto exterior, y confió en que usted atribuiría la semejanza, que no podía menos de advertir, a un parecido familiar. De no haber sido por la feliz casualidad del empastado de oro, es probable que nunca se hubiesen despertado sus sospechas.

Hall Pycroft agitó en el aire sus puños apretados y exclamó:

—¡Por Dios Santo! ¿Qué habrá estado haciendo este Hall Pycroft en la casa Mawson, mientras me engañaba a mí de esta manera? ¿Qué debemos hacer, señor Holmes? ¡Dígame usted lo que debo hacer!

—Es preciso que telegrafiemos a Mawson.

—Los sábados cierran a las doce.

—No importa; quizá ande por allí algún portero o ayudante...

—Eso sí; tienen un guardián permanente porque los valores que guardan ascienden a una fuerte suma. Recuerdo haberlo oído comentar en la City.

—Perfectamente: telegrafiaremos y averiguaremos si nada malo ocurre, y si trabaja allí un escribiente de su nombre y apellido. Todo eso está bastante claro, pero lo que ya no lo está tanto es el porqué uno de esos bandidos salió de esta habitación al vernos a nosotros y se ahorcó.

—¡El periódico! —gruñó una voz a nuestras espaldas. Lívido y exangüe, el hombre se había sentado: reaparecía en sus ojos la razón, y sus manos restregaban nerviosamente la ancha franja roja que aún tenía marcada alrededor del cuello.

—¡Naturalmente! ¡El periódico! —bramó Holmes en el paroxismo de la excitación—. ¡Qué idiota he sido! Tanto pensé en nuestra visita, que ni por un instante se me ocurrió que pudiera ser el periódico. Ahí está, sin duda alguna, el secreto.

Lo alisó encima de la mesa, y un grito de triunfo escapó de sus labios.

—¡Fíjese en esto, Watson! —gritó—. Es un diario londinense, una primera edición del Evening Standard. Aquí está lo que buscábamos. Mire los titulares: “
Crimen en la City. Asesinato en Mawson and Williams
.” Ea, Watson, todos nosotros estamos igualmente afanosos por escucharlo, así, pues, lea usted en voz alta.

Por el lugar del diario en que aparecía la noticia, veíase que se trataba del acontecimiento de mayor importancia ocurrido en Londres, y el relato decía así:

“Esta tarde ha ocurrido en la City una temeraria tentativa de robo, que ha culminado con la muerte de un hombre y en la captura del criminal. Mawson and Williams, la célebre firma financiera, viene siendo el custodio de valores que ascienden en conjunto a una suma muy superior al millón de libras esterlinas. Tan consciente estaba la Dirección de la casa de la responsabilidad que sobre ella recaía como consecuencia de los grandes intereses en juego, que instaló cajas de seguridad del último modelo, y un hombre armado montaba, noche y día, guardia en el edificio. Según parece, la firma tomó la pasada semana a su servicio a un nuevo escribiente, llamado Hall Pycroft. Pero el tal Pycroft no era otro que Beddington, el célebre falsificador y ladrón que salió recientemente con su hermano de cumplir una condena de cinco años de trabajos forzados. Valiéndose de medios que no están claros, obtuvo, usando un nombre falso, ese cargo oficial en las oficinas, y valiéndose del mismo, sacó los moldes de diferentes cerraduras y un conocimiento completo de la posición de la cámara acorazada de las cajas fuertes.

Es costumbre en la casa Mawson que los escribientes abandonen los sábados el trabajo al mediodía. Por eso el sargento Tuson, de la Policía de la City, se quedó sorprendido al ver, veinte minutos después de la una, a un caballero portador de una maleta, que bajaba la escalinata. Despertadas sus sospechas, el sargento siguió al hombre y consiguió detenerlo con la ayuda del guardia Pollock, después de una resistencia desesperada. Se vio en el acto que se había cometido un robo atrevido y gigantesco. Se encontraron dentro de la maleta títulos de ferrocarriles norteamericanos por valor de cerca de cien mil libras, aparte de otra importante cantidad de títulos mineros y de otras compañías. Al hacer un registro en los locales, fue descubierto el cadáver del desdichado vigilante, acurrucado dentro de la caja fuerte más espaciosa. De no haber sido por la rápida intervención del sargento Tuson, el cadáver no hubiera sido descubierto hasta el lunes por la mañana. La víctima tenía el cráneo destrozado por un golpe que le aplicó el asesino por detrás con un hurgón de hierro. No cabe la menor duda de que Beddington consiguió que le dejasen entrar alegando que se había dejado algo olvidado; una vez asesinado el vigilante, saqueó rápidamente la caja fuerte mayor y se largó de allí con el botín. El hermano de Beddington, que acostumbra a operar con él, no ha aparecido todavía en este caso, o por lo menos nada se sabe del mismo, aunque la Policía realiza enérgicas investigaciones para dar con su paradero.”

—Bien, podemos ahorrarle a la Policía algún trabajo a ese respecto —dijo Holmes echando un vistazo a la figura macilenta acurrucada junto a la ventana —. La naturaleza humana es una curiosa mezcla, Watson. Ya ve usted cómo un canalla y asesino puede inspirar a su hermano un cariño capaz de impulsarlo al suicidio cuando se entera de que el cuello de aquel no puede escapar a la horca. Pero, en este caso, nosotros no tenemos ahora opción. Señor Pycroft, si usted tiene la bondad de llegarse a la Comisaría, el doctor y yo quedaremos aquí de guardia.

FIN

LA CORBETA GLORIA SCOTT

Tengo aquí unos papeles —me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una noche invernal al lado del fuego— que creo de veras, Watson, que merecerían un vistazo suyo. Se trata de los documentos acerca del extraordinario caso de la Gloria Scott, y éste es el mensaje que tanto horrorizó al juez de paz Trevor cuando lo leyó.

Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su cinta, me entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris pizarra. Decía:

«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.»

Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se reía de la expresión que había en mi rostro.

—Parece un tanto desconcertado —me dijo.

—No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me parece más grotesco que cualquier otra cosa.

—Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector, que era un anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si le hubieran asestado un culatazo con una pistola.

—Excita mi curiosidad —dije—. ¿Por qué ha dicho hace un momento que había razones muy particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?

—Porque fue el primer caso en el que yo intervine.

A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había orientado por primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal, pero hasta el momento nunca le había sorprendido en una vena comunicativa. Ahora se inclinó adelante en su sillón y extendió los documentos sobre sus rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo permaneció sentado, fumando y hojeándolos.

—¿Nunca me ha oído hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo que tuve durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca fui un individuo muy sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños métodos de pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso. Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo conocía, y precisamente debido al accidente ocasionado por su bull-terrier, que plantó sus dientes en mi tobillo una mañana, cuando me dirigía a la capilla.

Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve que permanecer echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo estaba. Al principio sólo charlábamos un par de minutos, pero sus visitas no tardaron en prolongarse y antes de que terminara el curso éramos íntimos amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y energía, el extremo opuesto a mí en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté que carecía de amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una temporada en la casa de su padre en Donnithorpe, Norfolk, y acepté su hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.

El viejo Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta categoría, juez de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al norte de Langmere, en la región de los Broads. La casa era un amplio y antiguo edificio, con vigas de roble y obra de mampostería, con una bonita avenida flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las oportunidades de cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca. Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendí, de un anterior ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado había de ser el hombre que no pudiera pasar allí un mes placentero.

Trevor padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oí decir que hubo una hija, pero que murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre me interesó extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un vigor considerable tanto en el aspecto físico como mental. Apenas había leído libro alguno, pero había viajado extensamente, había visto gran parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió. Como persona, era un hombre grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara morena, curtida por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad. Sin embargo, gozaba de la reputación de ser un hombre bondadoso y caritativo en toda la comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias como juez.

Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como remate de la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía no había reconocido el papel que habrían de desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.

—Vamos, señor Holmes —me dijo, riéndose con ganas—, yo soy un excelente sujeto, si es que puede deducir algo de mí.

—Temo que no haya gran cosa —contesté yo—. Pero podría sugerir que en los doce últimos meses ha temido usted algún ataque personal.

La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.

—Pues es la pura verdad —dijo—. Tú ya sabes, Víctor —añadió, volviéndose hacia su hijo—, que cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia, pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.

—Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor —respondí—. Por la inscripción, he observado que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de agujerear su puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera algún peligro.

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