Las memorias de Sherlock Holmes (10 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Llevaba sentado unos veinte minutos, dándole vueltas en mi cerebro al asunto, y procurando encontrarle una posible explicación. Cuanto más lo pensaba, más extraordinario y más inexplicable me parecía Todavía estaba tratando de solucionar el enigma, cuando oí que la puerta volvía a cerrarse con mucho tiento y acto seguido los pasos de mi mujer que subía por las escaleras.

—Dónde diablos has estado, Effie? —le pregunté al entrar ella.

Al oírme hablar dio un violento respingo y lanzó un grito que parecía de persona que se ha quedado sin habla. Ese grito y aquel sobresalto me turbaron aún más, porque había en ambos una sensación indescriptible de culpabilidad. Mi esposa se había portado siempre con sinceridad y franqueza, y me dio un escalofrío al verla penetrar furtivamente en su propia habitación y dejar escapar un grito y dar un respingo cuando su marido habló.

—¿Tú despierto, Jack? —exclamó con risa nerviosa—. Yo creí que no había nada capaz de despertarte.

—¿Dónde has estado? —le pregunté con mayor serenidad.

—No me extraña que te sorprendas —me dijo, y yo pude ver que sus dedos temblaban al soltar los cierres de su capa—. No recuerdo haber hecho otra cosa igual en toda mi vida. Lo que me ocurrió fue que sentí como que me ahogaba y que tuve un ansia incontenible de respirar aire puro. Creo firmemente que de no haber salido fuera, me habría desmayado. Permanecí en la puerta algunos minutos y ya me he repuesto.

Mientras hacía este relato no miró ni una sola vez hacia donde yo estaba y el tono de su voz era completamente distinto del corriente. Vi claro que lo que decía era falso. Nada le contesté, pero me volví hacia la pared con el corazón asqueado y el cerebro lleno de mil venenosas dudas y recelos. ¿Qué era lo que mi mujer me ocultaba? ¿Dónde estuvo durante aquella extraña excursión? Tuve la sensación de que ya no volvería a gozar de paz mientras no lo supiese, y sin embargo, me abstuve de hacerle más preguntas después que ella me contó una falsedad. En todo el resto de aquella noche no hice sino revolverme y dar saltos en la cama haciendo hipótesis y más hipótesis, todas ellas a cuál más inverosímiles.

Tenía necesidad de ir aquel día a la City, pero mis pensamientos estaban demasiado revueltos para poder atender a los negocios. Mi mujer parecía tan trastornada como yo y las rápidas miradas escrutadoras que a cada momento me dirigía, me hicieron comprender que ella se daba cuenta de que yo no creía sus explicaciones y que ella no sabía qué hacer.

Apenas si durante el desayuno cambiamos algunas palabras, e inmediatamente después salí yo a dar un paseo a fin de poder meditar, oreado por el aire puro de la mañana, en lo ocurrido.

Llegué en mi paseo hasta el Crystal Palace, pasé una hora en sus terrenos y regresé a Norbury para la una de la tarde, Mi caminata me llevó casualmente por delante de la casita de campo, y me detuve un instante para ver si conseguía ver por alguna ventana a aquella extraña cara que el día anterior me había estado mirando. ¡Imagínese, señor Holmes, mi sorpresa cuando mientras yo miraba, se abrió la puerta y salió por ella mi esposa!

Al verla me quedé mudo de asombro, pero mis emociones no eran nada comparadas con las que exteriorizó su cara cuando nuestras miradas se encontraron. En el primer momento pareció querer echarse hacia atrás y meterse de nuevo en la casa, pero luego, al ver que todo ocultamiento era inútil, avanzó palidísima y con una mirada de susto que desmentía la sonrisa de sus labios.

—¡Oh Jack! —me dijo—. Acababa de entrar en esa casa para ver si podía ser útil en algo a nuestros nuevos convecinos. ¿Por qué me miras de ese modo, Jack? ¿Verdad que no estás enojado conmigo?

—¿De modo que es ahí donde fuiste la noche pasada? —le dije.

—Pero ¿adónde vas a parar? —gritó ella.

—Tú viniste aquí. Estoy seguro de ello. ¿Qué gentes son ésas para que tú tengas que visitarlas a una hora semejante?

—Yo no había venido aquí hasta ahora.

—¿Cómo puedes decirme una cosa que tú sabes que es falsa? —exclamé yo—. Si hasta la voz se te altera cuando hablas. ¿Tuve yo alguna vez un secreto para ti? Entraré en esa casa y veré lo que hay en el fondo de todo eso.

—¡No, Jack; no lo hagas, por amor de Dios! —dijo ella, jadeante y sin poder dominar su emoción.

Y al ver que yo me acercaba a la puerta, me agarró de la manga y tiró de mí hacia atrás con energía convulsiva:

—Jack, yo te suplico que no hagas eso. Te juro que algún día te lo contaré todo; pero tu entrada en esa casa sólo puede acarrear desdichas.

Y como intentase librarme de ella, se aferró a mí, y llegó en sus súplicas hasta desvariar.

—Ten fe en mí, Jack —exclamó—. Ten fe en mí, por esta vez. No tendrás nunca motivos para arrepentirte. Sabes que yo no soy capaz de tener un secreto como no sea en bien de ti mismo. Están en juego aquí para siempre nuestras vidas. Si vienes a nuestra casa conmigo, nada malo ocurrirá. Si entras a la fuerza en esta casita, todo habrá terminado entre nosotros.

Tenían sus palabras tal ansiedad y delataban sus maneras tal desesperación, que consiguieron detenerme y me quedé indeciso delante de la puerta.

—Tendré fe en ti con una condición, y sólo con una condición —dije, al fin—. Todos esos manejos misteriosos deben terminar ahora mismo. Eres libre de guardar tu secreto, pero has de prometerme que no habrá más visitas nocturnas, ni más andanzas a espaldas mías. Estoy dispuesto a olvidar los hechos pasados, a condición de que me prometas que no volverán a repetirse en adelante.

—Estaba segura de que tendrías fe en mí —exclamó, dando un gran suspiro de alivio—. Se hará como tú lo deseas. ¡Vámonos de aquí! ¡Oh, vámonos de aquí hasta nuestro hogar! —me alejó de la casita, sin dejar de tirar de mi manga.

Mientras íbamos caminando, volví yo la vista hacia atrás, y allí estaba aquella cara amarilla y cadavérica, mirándonos desde la venta del piso alto. ¿Qué eslabón podía unir a aquel ser y a mí esposa? ¿O cómo aquella mujer ruda y grosera estaba ligada a Effie? Era aquél un enigma extraño y yo estaba seguro de que no podría sosegar hasta haberlo aclarado.

Permanecí sin salir de casa dos días, y pareció que mi mujer cumplía lealmente nuestro compromiso; no salió a la calle ni una sola vez, por lo que yo supe. Sin embargo, al tercer día tuve pruebas sobradas de que ni siquiera una solemne promesa bastaba para impedir que aquella influencia secreta la arrastrase, alejándola de su marido y de su deber.

Yo vine ese día a la capital, pero regresé con el tren de las dos y cuarenta, en vez de hacerlo, como es mi costumbre, con el de las tres y treinta y seis. Al entrar yo en mi casa, acudió la doncella presurosa al vestíbulo con la cara sobresaltada.

—¿Dónde está la señora? —le pregunté.

—Creo que ha salido a dar un paseo —me contestó.

Se me llenó el alma instantáneamente de recelos. Corrí al piso superior para cerciorarme de que no estaba en la casa. Una vez arriba, miré casualmente por una de las ventanas y vi que la doncella con la que yo acababa de hablar corría a campo traviesa en dirección a la casita. Comprendí con exactitud lo que había ocurrido. Mi esposa había ido allí, dejando encargo a la criada de que se le avisase si yo regresaba. Eché a correr escaleras abajo, ardiendo en ira, y tiré a campo traviesa, resuelto a terminar de una vez para siempre con aquel asunto. Vi que mi mujer y la doncella venían a toda prisa por el sendero, pero no me detuve a hablar con ella. Era en la casa donde estaba el secreto que ensombrecía mi vida. Me juré que dejaría de serlo, ocurriese lo que ocurriese. Ni siquiera llamé al llegar a la casa. Hice girar el manillar de la puerta y me abalancé pasillo adelante.

Todo era quietud y silencio en la planta baja. Una olla cantaba puesta al fuego en la cocina y un gatazo negro dormía acurrucado dentro de un canasto, pero no había ni rastro de la mujer que yo había visto en una ocasión anterior. Corrí a la otra habitación y también la encontré vacía Me precipité entonces escaleras arriba, sólo para encontrarme con que las dos habitaciones estaban vacías y desiertas. No había nadie en toda la casa. Mobiliario y cuadros eran de lo más corriente y vulgares, salvo los de la habitación en cuya ventana yo había visto la cara extraña. Esta habitación era cómoda y elegante y todas mis sospechas se inflamaron hasta convertirse en una hoguera furiosa y violenta cuando descubrí, encima de la repisa de la chimenea, una fotografía a todo tamaño de mi mujer que había sido hecha, a petición mía, sólo tres meses antes.

Permanecí dentro de la casa todo el tiempo necesario para convencerme de que estaba vacía en absoluto. Luego la dejé, sintiendo sobre mi corazón un peso como jamás lo había sentido. Al entrar yo en casa, mi mujer salió al vestíbulo, pero yo me encontraba demasiado dolido y enojado para hablar con ella La aparté a un lado y me metí en mi despacho. Sin embargo, ella se metió detrás de mí antes que yo pudiera cerrar la puerta.

—Me pesa el haber roto mi promesa, Jack —me dijo entonces—. Pero estoy segura de que me lo perdonarías si lo supieses todo.

—Cuéntamelo, pues.

—¡No puedo, Jack, no puedo! —exclamó ella.

—No puede existir confianza alguna entre nosotros dos mientras no me expliques quién vive en esa casita y a quién has dado tu fotografía —le contesté, me aparté de ella y abandoné mi casa.

Eso ocurrió ayer, señor Holmes, y desde entonces no he vuelto a ver a mi esposa y nada más he sabido de este extraño suceso. Es la primera sombra que se ha interpuesto entre nosotros y me ha trastornado de tal manera, que no sé lo que más me conviene hacer. Esta mañana se me ocurrió de pronto que era usted el hombre indicado para aconsejarme, me he dado prisa en venir y me pongo sin reservas entre sus manos. Por encima de todo, le suplico que me diga rápidamente qué es lo que debo hacer, porque esta calamidad me resulta insoportable.

Holmes y yo habíamos escuchado con el máximo interés tan extraordinario relato, hecho de la manera nerviosa e inconexa propia de una persona que se encuentra bajo la influencia de una emoción extremada. Mi compañero permaneció algún tiempo sentado y en silencio, con la barbilla apoyada en la mano, perdido en sus pensamientos.

—Veamos —dijo al fin—. ¿Podría usted jurar que la cara que vio en la ventana era la de un hombre?

—Me sería imposible afirmar tal cosa, porque siempre que la vi fue desde bastante distancia.

—Sin embargo, la impresión que a usted le produjo fue de desagrado.

—No parecía ser el suyo un color natural y mostraba además una rara rigidez de facciones. Cuando me acerqué, la cara desapareció como de un tirón.

—¿Cuánto tiempo hace que su señora le pidió las cien libras?

—Cerca de dos meses.

—¿Ha visto usted en alguna ocasión una fotografía de su primer marido?

—No; muy poco después de la muerte de éste hubo en Atlanta un gran incendio y quedaron destruidos todos los documentos de mi esposa.

—Pero ella conservaba un certificado de defunción. Usted ha dicho que lo vio con sus propios ojos ¿no es así?

—Sí; ella consiguió un certificado después del incendio.

—¿Ha tratado usted con alguna persona que conociera a su esposa en Norteamérica?

—No.

—¿Le ha hablado en alguna ocasión de volver por aquel país?

—No.

—¿Tampoco ha recibido cartas de allí?

—No, que yo sepa.

—Gracias. Desearía poder meditar un poco más sobre el asunto. Si la casita en cuestión se halla deshabitada constantemente, quizá tengamos alguna dificultad. Por otro lado, si sus moradores fueron advertidos por alguien de que usted iba a presentarse allí, y eso es lo que yo me imagino, y se marcharon ayer antes de que usted llegase, entonces es posible que estén ya de regreso y podríamos aclararlo todo con facilidad. Permítame, pues, que le aconseje que regrese a Norbury y que vuelva a fijarse en las ventanas de la casita. Si usted llega a la convicción de que la casa está habitada, no entre en ella a la fuerza y envíenos un telegrama a mi amigo y a mí. A la hora de recibirlo estaremos con usted y nos costará muy poco tiempo llegar al fondo del asunto.

—¿Y si la casa sigue vacía?

—En ese caso iremos a visitarlo a usted mañana y charlaremos del asunto. Adiós, y por encima de todo, no se preocupe hasta que esté seguro de que tiene razón seria para ello.

—Me temo, Watson, que este negocio resulte desagradable —dijo mi compañero, después de acompañar al señor Grant Munro hasta la puerta—. ¿Usted qué ha sacado en limpio?

—A mí me sonó a cosa fea— contesté.

—En efecto. O mucho me equivoco o hay en el fondo un caso de chantaje.

—Pero ¿quién es el chantajista?

—Pues verá usted, debe de ser esa persona que vive en la única habitación cómoda de la casita de campo y que tiene la fotografía de la señora encima de la repisa de la chimenea. Le aseguro, Watson, que en eso de la cara cadavérica de la ventana hay algo muy atrayente, y que por nada del mundo querría haberme perdido este caso.

—¿Tiene usted formada ya una teoría?

—Sí, una teoría provisional. Pero me sorprendería que no resulte correcta. En esa casita está el primer marido de esta señora.

—¿Por qué piensa usted semejante cosa?

—¿Cómo podemos explicar de otra manera la ansiedad febril de que su segundo marido no entre allí? Los hechos, tal como yo los veo, son, más o menos, así: esta mujer se casó en Norteamérica. Su marido resultó tener ciertas cualidades odiosas, o quizá estemos en lo cierto diciendo que contrajo alguna enfermedad repugnante, y resultó ser leproso o idiota. Ella, entonces, huyó de su lado, regresó a Inglaterra, cambió de nombre e inició de nuevo, ella al menos así lo creía, su vida. Llevaba ya aquí casada tres años y se creía en una situación completamente segura... porque había mostrado a su marido el certificado de defunción de algún hombre cuyo apellido ella se había apropiado... De pronto el primer marido, o también cabe suponer, alguna mujer falta de escrúpulos que se había unido al inválido, descubrió el paradero suyo. Escribieron a la señora Munro y la amenazaron con presentarse y ponerla en la picota. Ella pide entonces cien libras e intenta comprar su silencio. A pesar de todo, ellos vienen a Inglaterra. Cuando el señor trae casualmente a colación la noticia de que en la casita hay gente nueva, la señora sabe ya, de una manera u otra, que se trata de sus perseguidores. Entonces espera a que su marido esté dormido y sale de casa precipitadamente para tratar de convencerlos de que la dejen en paz. No habiendo tenido éxito, vuelve otra vez, a la mañana siguiente, y es entonces cuando su marido tropieza con ella en el momento en que salía de la casita, tal como él nos lo ha explicado. La mujer le promete entonces que no volverá a ir, pero dos días más tarde el anhelo de desembarazarse de aquellos vecinos temibles se impone a ella con demasiada fuerza, y hace otra tentativa, llevando la fotografía, que es probable le hubiesen exigido antes. Cuando se hallan en esa entrevista, llega corriendo la doncella para anunciar que el amo está de regreso; la esposa, entonces, segura de que aquél irá derecho a la casita, hace salir apresuradamente a sus moradores por la puerta trasera y ellos se esconden probablemente en el bosquecillo de pinos albares que, según dijo antes, hay cerca de allí. De ese modo el marido se encuentra con la casa desierta. Sin embargo, me sorprendería muchísimo que siga estándolo cuando el señor Munro lleve a cabo esta noche su reconocimiento. ¿Qué opina usted de mi teoría?

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