Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—Dentro de un instante.
Garrapateé una carta para mi convecino, eché a correr luego escalera arriba para explicarle a mi mujer lo que ocurría, y me reuní con Holmes en el umbral de la puerta de la calle.
—¿De modo que su convecino es médico? —me preguntó, señalándome con un ademán de la cabeza la chapa de metal.
—Sí. Compró una clientela, lo mismo que hice yo.
—¿De algún médico que llevaba mucho tiempo ejerciendo?
—Igual que en el caso mío. Ambos se hallaban establecidos aquí desde que se construyeron las casas.
—Pero usted compró la mejor clientela, ¿verdad?
—Creo que sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?
—Por los escalones de la puerta, muchacho. Los de usted están gastados en una profundidad de tres pulgadas más que los del otro. Pero este caballero que está dentro del coche es mi cliente, el señor Hall Pycroft. Permítame que lo presente a él. Cochero, arree a su caballo, porque tenemos el tiempo justo para llegar al tren.
El hombre con quien me enfrenté era joven, de sólida contextura y terso cutis, con cara de expresión franca y honrada y bigote pequeño, rizoso y amarillo. Llevaba sombrero de copa muy lustroso y un limpio y severo traje negro, todo lo cual le daba el aspecto de lo que era: Un elegante joven de la City, de la clase a la que se ha puesto el apodo de cockneys, pero de la que se forman nuestros más valerosos regimientos de voluntarios, y de la que sale una cantidad de magníficos atletas y deportistas, superior a la que produce ningún otro cuerpo social de estas islas. Su cara redonda y rubicunda, rebosaba alegría natural; pero las comisuras de su boca estaban, según me pareció, encorvadas hacia abajo, como en un acceso de angustia que resultaba medio cómica. Pero hasta que estuvimos instalados en un vagón de primera clase y bien lanzados en nuestro viaje hacia Birmingham, no logré enterarme de las dificultades que le habían arrastrado hacia Sherlock Holmes.
—Tenemos por delante setenta minutos de recorrido sin ninguna estación —hizo notar Holmes —. Señor May Pycroft, sírvase relatar a mi amigo su interesante caso tal y como me lo ha contado a mí, o aún con más detalles, si es posible. Me será útil el volver a escuchar otra vez cómo ocurrieron los hechos. Este caso, Watson, pudiera llevar algo dentro, y pudiera no llevar nada; pero presenta, por lo menos, esos rasgos extraordinarios y
outré
que tanto nos agradan a usted y a mí. Y ahora, señor Pycroft, cuente con que no volveré a interrumpirle.
Nuestro joven acompañante me miró con mirada brillante, y dijo:
—Lo peor de toda la historia es que yo aparezco en ella como un condenado majadero. Claro está que aún puede acabar bien y no creo que pudiera haber obrado de otro modo que como obré; pero, si resulta que con ello he perdido mi apaño sin conseguir nada en cambio, tendré que reconocer que he sido un pobre tontaina. Señor Watson, valgo poco para contar historias, y hay que tomarme como soy.
Yo tuve hasta hace algún tiempo mi acomodo en la casa Coxon and Woodhouse, de Drapers Gardens; pero a principios de la primavera se vieron en dificultades, debido al empréstito de Venezuela, como ustedes recordarán, y acabaron quebrando malamente. Yo llevaba cinco años con ellos, y cuando vino la catástrofe, el viejo Coxon me extendió un estupendo certificado; pero, como es natural, nosotros, los empleados, los veintisiete que éramos, quedamos en mitad de la calle. Probé aquí y allá, pero había infinidad de individuos en idéntica situación que yo, y durante mucho tiempo todo fueron dificultades para mí. Yo ganaba en Coxon tres libras semanales, y tenía ahorradas setenta; pero no tardé en meterme por ellas, y hasta en salir por el extremo opuesto. Finalmente, llegué al límite de mis recursos, hasta el punto de costarme trabajo encontrar sellos de correo para contestar a los anuncios y sobres en que pegar los sellos. A fuerza de subir y bajar escaleras, presentándome en oficinas, se me habían desgastado las botas, y me parecía estar tan lejos como el primer día de encontrar acomodo.
Vi, por último, que había una vacante en casa de los señores Mawson y Williams, la gran firma de corredores de Bolsa de Lombard Street. Pudiera ser que no anden ustedes muy enterados en cuestiones de Bolsa; pero puedo informarles de que se trata quizá de la casa más rica de Londres. Al anuncio había que contestar únicamente por carta. Envié mi certificado y mi solicitud, aunque sin la menor esperanza de conseguir el puesto. Me contestaron a vuelta de correo, diciéndome que, si me presentaba el lunes siguiente, podía hacerme cargo en el acto de mis nuevas obligaciones, con tal que mi aspecto exterior fuese el conveniente. Nadie sabe cómo funcionan estas cosas. Hay quien asegura que el gerente mete la mano en el montón de cartas y saca la primera con que tropieza. En todo caso, esta vez la suerte me favoreció a mí, y no deseo otra satisfacción mayor que la que aquello me produjo. El sueldo era de una libra más por semana, y las obligaciones las mismas, más o menos, que en la casa Coxon.
Y ahora vengo a la parte más extraña del negocio. Yo estaba de pensión más allá de Hampstead..., en el diecisiete de Potter’s Terrace. Pues bien: estaba yo fumando y sentado la tarde misma en que se me había prometido aquella colocación, cuando se me presenta mi patrona con una tarjeta que decía: “Arthur Pinner, agente financiero”, en letra de imprenta. Era la primera vez que yo oía aquel nombre, y no podía imaginarme qué quería conmigo; pero, como es natural, le dije que lo hiciera subir. Y se me metió en mi cuarto... un hombre de estatura mediana, pelinegro, ojinegro, barbinegro, con un si es no de judío en la nariz. Había en todo él un algo de impetuoso, y hablaba con vivacidad, como quien sabe el valor que tiene el tiempo.
—Hablo con el señor Hall Pycroft, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, señor —le contesté, acercándole una silla.
—El mismo que últimamente estuvo empleado con Coxon and Woodhouse?
—Sí, señor.
—¿Y que en la actualidad figura como empleado en la casa Mawson?
—Exactamente.
—Pues verá usted. He oído contar ciertos hechos realmente extraordinarios a propósito de sus habilidades financieras. ¿Se acuerda usted de Parker, el que fue gerente de Coxon? Habla y no acaba de esas habilidades de usted.
Me agradó, como es natural, oírle decir aquello. Siempre fui despierto en las oficinas, pero nunca soñé que se hablase sobre mí de esa manera en la City.
—¿Es usted hombre de buena memoria? —me preguntó.
—La tengo bastante buena —le contesté con modestia.
—¿Se ha mantenido usted al tanto del mercado todo este tiempo que lleva sin trabajar?
—Sí; leo todas las mañanas la lista de cotizaciones de Bolsa.
—¡Ahí tiene usted una prueba de auténtica aplicación! —exclamó—. ¡Esa es la manera de prosperar! ¿No se molestará que lo ponga a prueba? Veamos. ¿Cómo está la cotización de los Ayrshires?
—Entre ciento cinco y ciento cinco y cuartillo.
—¿Y la de New Zealand Consolidated?
—A ciento cuatro.
—¿Y la de las British Broken Hills?
—De siete a siete y seis.
—¡Maravilloso! —exclamó él, levantando los brazos—. Esto cuadra perfectamente con todo lo que me habían contado. Muchacho, muchacho, usted vale demasiado para ser simple escribiente de Mawson.
—Como ustedes podrán suponerse, aquel arrebato me asombró, y le dije:
—Pues la verdad, señor Pinner, que no parece que los demás tengan una opinión de mí tan buena como la que tiene usted. Me ha costado luchar de firme el conseguir esta colocación, y soy muy dichoso de haberla logrado.
—Pero, hombre, ¡usted debiera picar un poco más alto! No se halla usted situado en su verdadera esfera de actividades. Pero escuche lo que yo quiero proponerle. Lo que yo quiero proponerle es poca cosa si se la compara con lo que usted vale; pero si se compara con lo que le ofrece Mawson, es como el día frente a la noche. Veamos. ¿Cuándo entra usted a trabajar en Mawson?
—El lunes.
—¡Ajajá! Pues vea: estoy dispuesto a correrme un pequeño albur deportivo apostando a que usted no entra en esa casa.
—¿Que yo no voy a entrar en la casa Mawson?
—No, señor. Para ese día estará usted desempeñando el cargo de gerente comercial de la Franco-Midland Hardware Company Limited, con ciento treinta y cuatro sucursales en las ciudades y aldeas de Francia, sin contar con las que tiene en Bruselas y en San Remo, respectivamente.
Aquello me dejó sin aliento, y luego le dije:
—Nunca oí hablar de ella.
—Es muy probable que no. No se ha querido jalearla, porque todo el capital social fue suscrito por aportaciones particulares, y porque es un negocio demasiado bueno para dar acceso en el mismo al público. Mi hermano, Harry Pinner, ha sido el organizador, y entra en el Consejo de la sociedad después de serle asignado el cargo de director gerente. Como sabe que yo estoy metido aquí de lleno en la corriente de negocios, me ha pedido que le busque en Londres un hombre que valga, y a un precio menor del que vale; un hombre emprendedor, que tenga mucho nervio. Para empezar, sólo podemos ofrecerle una miseria de quinientas libras pero...
—¡Quinientas libras al año! —exclamé, dando un grito.
Solo para empezar, más una comisión del uno por ciento de todas las ventas que hagan sus agentes, puede creerme si le aseguro que el total de esas comisiones superará a su salario.
—Pero yo no sé absolutamente nada de ferretería.
¡Vaya, vaya! Pero usted entiende de números, muchacho.
Sentía zumbidos en la cabeza, y solo a duras penas podía permanecer sentado en mi silla. Pero, de pronto, me acometió un leve escalofrío de duda.
—Quiero serle sincero —le dije—. Mawson no me paga sino doscientas; pero Mawson es cosa segura. La verdad, es tan poco lo que sé de esa compañía de ustedes, que...
—¡Muy bien dicho, muy bien dicho! —exclamó, con una especie de éxtasis de placer—. ¡Es usted el hombre que nos conviene! A usted no se le engatusa con palabras, y tiene usted mucha razón. Pues bien: aquí tiene usted un billete de cien libras; si cree que podemos llegar a un arreglo, métaselo en el bolsillo como adelanto a cuenta de su salario.
—Es un rasgo muy hermoso —le dije—. ¿Cuándo me haré cargo de mis nuevas obligaciones?
—Haga usted acto de presencia mañana, a la una, en Birmingham —me dijo—. Traigo en el bolsillo una carta, que usted llevará a mi hermano. Lo encontrará en el número ciento veintiséis B de Corporation Street, donde se encuentran las oficinas provisionales de la Compañía. Desde luego, él tiene que dar la conformidad a este arreglo nuestro, pero no habrá ningún inconveniente; pierda cuidado.
—No sé cómo expresarle a usted mi agradecimiento, señor Pinner —le dije.
—No tiene nada que agradecerme, muchacho. Usted alcanza con esto lo que se merece, y nada más. Sólo quedan por arreglar dos cosillas, simples formulismos. Veo que tiene usted ahí una hoja de papel. Tenga la amabilidad de escribir en ella lo siguiente: «Acepto por propia voluntad el cargo de gerente comercial de la Franco-Midland Hardware Company Limited, con un sueldo mínimo de quinientas libras.»
—Así lo hice, y él se metió el papel en el bolsillo.
—Aún falta otro detalle —me dijo—. ¿Qué piensa hacer usted con lo de su colocación en la casa Mawson?
Mi alegría me lo había hecho olvidar todo.
—Les escribiré dimitiendo —le contesté.
—Eso es precisamente lo que yo no quiero que haga.
He tenido una discusión con el gerente de esa casa a propósito de usted. Me acerqué a él para pedirle informes suyos, y se mostró muy agresivo, acusándome de que intentaba engatusarlo a usted para que no entrase al servicio de la casa, etcétera. Acabé por perder casi los estribos, y le dije: «Si usted quiere tener buenos empleados, págueles bien —y agregué—: Estoy seguro de que preferirá nuestra pequeñez a las grandezas de la casa de usted. Le apuesto un billete de cinco libras a que así que se entere del ofrecimiento nuestro ya no volverán ustedes ni siquiera a oír hablar de él.» Y él me contestó: «¡Hecho! Nosotros lo hemos recogido del arroyo, y no nos abandonará tan fácilmente.» Estas fueron sus propias palabras.
—¡Canalla desvergonzado! —exclamé—. Ni siquiera lo conozco de vista. ¿Qué obligación tengo yo de ser considerado con él? De modo, pues, que no le escribiré, si usted cree que no debo hacerlo.
—¡Perfectamente! ¡Esa es una promesa! —dijo él, poniéndose en pie —. Me encanta haber podido asegurar los servicios de un hombre como usted para mi hermano. Aquí tiene el adelanto de cien libras, y aquí está la carta para mi hermano. Anote la dirección: «ciento veintiséis B. Corporation Street», y recuerde que está usted citado mañana, a la una. Buenas noches, y que tenga usted toda la buena suerte a que es acreedor.
Eso fue, hasta donde yo recuerdo, lo que pasó entre los dos. Imagínese, señor Watson, mi satisfacción ante tamaña buena suerte. Estuve la mitad de la noche sentado, recreándome con ella, y a la mañana siguiente salí para Birmingham, en un tren que me permitiría llegar con tiempo suficiente a la cita. Llevé mi equipaje a un hotel de New Street, y después me encaminé a la dirección que me había sido dada.
Faltaba todavía un cuarto de hora, pero pensé que daría lo mismo. El número ciento veintiséis B era un pasillo entre dos grandes comercios, por el que se llegaba a una escalera en curva, de piedra, de la que arrancaban muchos departamentos, que se alquilaban para oficinas a compañías y a hombres que ejercían sus profesiones. Los nombres de sus ocupantes se hallaban pintados en la pared de la planta baja, pero no se veía entre ellos nada que se pareciese a Franco-Midland Hardware Company Limited. Se me cayó por unos momentos el alma a los pies, preguntándome si todo aquello no sería un truco bien estudiado para engatusarme. En esto vi acercarse a un hombre, y le dirigí la palabra. Se parecía muchísimo al hombre a quien yo había visto la noche anterior: igual tipo y voz, pero completamente afeitado y con el pelo de una tonalidad más clara.
—¿Es usted acaso el señor Hall Pycroft? —me preguntó.
—Sí —le contesté.
—¡Ah! Esperaba su visita, pero ha llegado un poco antes de la hora. Esta mañana recibí carta de mi hermano, en la que se hace lenguas de sus condiciones.
—Estaba buscando las oficinas en el instante que ha llegado usted.
—Todavía no hemos hecho inscribir nuestro nombre, porque hasta la pasada semana no hemos conseguido unas oficinas provisionales. Acompáñeme arriba y hablaremos del asunto.