Las memorias de Sherlock Holmes (11 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—Que toda ella es una pura suposición.

—Por lo menos con ella se explican todos los hechos. Tendremos tiempo de rectificarla cuando lleguen a nuestro conocimiento otros hechos nuevos que no quepan en la misma Por ahora no podemos hacer otra cosa hasta que recibamos un nuevo mensaje de nuestro amigo de Norbury.

No tuvimos que esperar mucho. Nos llegó en el momento que acabábamos de tomar el té. El mensaje decía:

«La casita sigue habitada. He vuelto a ver la cara en la ventana Saldré a la llegada del tren de las siete y no daré ningún paso hasta entonces.»

Nos esperaba en el andén cuando nosotros nos apeamos, y pudimos ver, a la luz de las lámparas de la estación, que se hallaba muy pálido y que temblaba de excitación.

—Señor Holmes, siguen allí —dijo, apoyando una mano en el brazo de mi amigo—. Cuando venía para aquí vi las luces. Ahora lo pondremos todo en claro de una vez y para siempre.

—¿Qué plan tiene usted, según eso? —preguntó Holmes, mientras avanzábamos por la carretera, oscura y bordeada de árboles.

—Voy a entrar a la fuerza y veré con mis propios ojos quién hay dentro de la casa. Quisiera que ustedes dos estuvieran allí en calidad de testigos.

—¿Está usted completamente resuelto a ello, no obstante la advertencia de su esposa de que es preferible que usted no aclare ese misterio?

—Sí, estoy resuelto.

—Yo creo que hace usted bien. Es preferible la verdad, cualquiera que sea, a una duda indefinida. Lo mejor que podemos hacer es llegarnos allí ahora mismo. Mirando las cosas desde el punto de vista legal, no cabe duda de que cometemos un acto indudablemente incorrecto, pero yo creo que vale la pena correr ese riesgo.

La noche era muy oscura, y empezaba a caer una fina llovizna, cuando desembocamos desde la carretera en un estrecho sendero, de profundas huellas y con setos a uno y otro lado. Sin embargo, el señor Grant Munro avanzó impaciente y nosotros le seguimos a trompicones lo mejor que pudimos.

—Aquellas luces son las de mi casa —nos dijo por lo bajo, apuntando hacia un leve resplandor que se veía entre los árboles—, y aquí tenemos la casita en la que yo voy a entrar.

Al decir esto, doblamos un recodo del sendero y nos encontramos muy cerca del edificio en cuestión. Una franja amarilla que cruzaba en sentido vertical el fondo negro nos mostró que la puerta no se hallaba cerrada del todo y en el piso de arriba veíase una ventana brillantemente iluminada. Al dirigir hacia ella nuestra vista, vimos cruzar por detrás del visillo una sombra negra borrosa.

—Allí la tienen ustedes —exclamó Grant Munro—. Ya ven por sus propios ojos que en esa habitación hay alguien. Y ahora, síganme, y pronto lo sabremos todo.

Se acercó a la puerta, pero súbitamente salió de la oscuridad una mujer y quedó dibujada por el foco luminoso de la lámpara Yo no podía verle la cara en la oscuridad del contraluz, pero sí vi que ella alzaba los brazos en actitud de súplica.

—¡Por amor de Dios, Jack, no entres! —gritó—. Tenía el presentimiento de que vendrías esta noche. Piénsalo mejor, corazón. Vuelve a tener fe en mí y nunca tendrás que arrepentirte de ello.

—Effie, he tenido fe en ti demasiado tiempo —exclamó él con severidad—. ¡Suéltame! Tengo que seguir adelante. Mis amigos y yo vamos a poner en claro el asunto de una vez y para siempre.

Hizo a un lado a su esposa, y nosotros le seguimos, muy de cerca. Cuando abrió de par en par la puerta, corrió a cerrarle el paso una mujer anciana, pero él la hizo retroceder y un instante después subíamos todos escaleras arriba. Grant Munro se abalanzó hacia el cuarto iluminado y nosotros entramos pisándole los talones.

Era un cuartito acogedor y bien amueblado, con dos velas ardiendo encima de la mesa y otras dos encima de la repisa de la chimenea. En un ángulo, inclinada sobre un pupitre, se hallaba una persona, que parecía ser una muchachita. Cuando entramos, ella tenía vuelta la cara hacia otro lado, pero pudimos ver que vestía un vestido encarnado y tenía puestos unos guantes blancos y largos. Al darse media vuelta para mirarnos, yo dejé escapar un pequeño grito de sorpresa y horror. La cara que nos presentó era del más extraordinario color cadavérico y sus rasgos carecían en absoluto de expresión. Un instante después quedaba aclarado el misterio. Holmes, acompañando su acción con una risa, pasó sus manos por detrás de la oreja de la niña y arrancó de su cara la corteza de una máscara, presentándosenos delante una niña negrita como el carbón, que mostraba todo el brillo de su blanca dentadura con una expresión divertida al ver el asombro pintado en nuestros rostros. La alegría de la niña hizo que rompiera yo a reír por un efecto de simpatía; pero Grant Munro permaneció inmóvil, asombrado y agarrándose la garganta con la mano.

—¡Válgame Dios! ¿Qué puede significar esto? —exclamó.

—Yo te diré lo que significa —le gritó su mujer, entrando en la habitación con una expresión de orgullo y de firmeza en su rostro—. Me has obligado, contrariando mi propio criterio, a que te lo diga y ya veremos cómo tú y yo podemos arreglarlo. Mi marido falleció en Atlanta. Mi hija le sobrevivió.

—¡Tu hija!

La señora Munro se sacó del pecho un gran medallón de plata, y dijo:

—Nunca lo has visto abierto.

—Yo tenía entendido que no se abría.

Ella apretó un resorte y la parte delantera del medallón giró hacia atrás. En el interior había el retrato de un hombre, de gran belleza y expresión inteligente, pero cuyos rasgos llevaban el sello inconfundible de su raza africana.

—Este es John Hebron, de Atlanta —dijo la señora—, y no hubo jamás en el mundo un hombre más noble. Yo rompí con mi raza por casarme con él. Mientras él vivió yo no lamenté ni un instante ese matrimonio. Nuestra desgracia consistió en que la hija única que tuvimos sacó el parecido a la raza de mi marido más bien que a la mía. Es cosa que ocurre con frecuencia en semejantes matrimonios y la pequeña Lucy salió más morena aún que su padre. Pero, morena o rubia, ella es mi hijita querida y el cariño de su madre —la muchachita al oír esas palabras, cruzó corriendo el cuarto y se apretujó contra el vestido de la señora Munro. Esta agregó:

—Cuando vine de Norteamérica la dejé allí, pero fue únicamente porque andaba delicada de salud y el cambio de clima pudiera haberle perjudicado. La entregué al cuidado de una leal escocesa que había sido en tiempos sirvienta nuestra. Jamás pensé ni por un momento negar que ella fuese hija mía. Pero cuando la casualidad te puso a ti en mi camino, Jack, y aprendí a quererte, me entró miedo de hablarte acerca de mi hija. Que Dios me perdone. Temía perderte y me faltó valor entonces para confesártelo. Me veía en la necesidad de escoger entre vosotros dos y tuve la flaqueza de alejarme de mi hijita. He mantenido oculta su existencia durante tres años para que tú no lo supieses, pero recibía noticias de su niñera y sabía que vivía bien. Sin embargo, acabó por apoderarse de mí un abrumador deseo de volver a estar con mi hija. Luché contra ese deseo, pero fue en vano. Aunque sabía el peligro a que me exponía, decidí que viniese mi hija, aunque sólo fuese por algunas semanas. Envié un centenar de libras a la niñera y le di instrucciones acerca de la casita, a fin de que pudiera venir como vecina sin que yo apareciese en modo alguno como relacionada con ella. Llevé mis precauciones hasta el punto de darle orden de que no dejase salir de casa durante el día a la niña y de que le cubriese la carita y las manos de manera que ni aún quienes la veían en la ventana pudiesen chismorrear con la noticia de que había una niña negra en la vecindad. Si no hubiese tomado tantas precauciones, quizá hubiese demostrado una prudencia mayor pero me volvía medio loca el temor de que tú averiguases la verdad. Fuiste tú quien primero me anunció que la casita estaba ocupada. Yo habría esperado hasta la mañana, pero no pude dormir del nerviosismo y acabé escabulléndome fuera, sabedora de que era muy difícil que tú te despertases. Pero me viste marchar y allí empezaron todas mis dificultades. Al siguiente día estaba mi secreto a merced tuya, pero tú te abstuviste noblemente de llevar adelante tu ventaja. Sin embargo, tres días más tarde la niñera y la niña tuvieron el tiempo justo para escapar por la puerta trasera en el momento en que tú te metías en casa por la puerta delantera. Y esta noche lo has sabido por fin todo. Ahora yo te pregunto qué va a ser de nosotros, de mi niña y de mí.

La señora Munro entrelazó las manos en ademan de súplica y esperó la contestación.

Pasaron dos largos minutos antes de que Grant Munro rompiese el silencio, y cuando contestó, lo hizo con una respuesta de la que a mí me agrada hacer memoria. Alzó del suelo a la niña, la besó, y luego, siempre con ella en brazos, alargó la otra mano a su esposa y dio media vuelta en dirección a la puerta.

—Podemos hablar de todo esto con más comodidad en nuestra casa dijo—. Effie, yo no soy un hombre muy bueno; pero creo, con todo, que soy mejor de lo que tú me has juzgado.

Holmes y yo bajamos tras ellos hasta salir al sendero y mi amigo me tiró de la manga en el momento en que cruzamos la puerta, diciéndome:

—Estoy pensando que seremos más útiles en Londres que en Norbury.

Ya no volvió a hablar una palabra de aquel caso hasta muy entrada la noche, en el momento en que, con la palmatoria encendida en la mano, se dirigía a su dormitorio.

—Watson —me dijo—, si en alguna ocasión le parece que yo me muestro demasiado confiado en mis facultades o si dedico a un caso un esfuerzo menor del que se merece, tenga usted la amabilidad de cuchichearme al oído la palabra Norbury y le quedaré infinitamente agradecido.

FIN

EL OFICINISTA DEL CORREDOR DE BOLSA

Poco después de mi matrimonio compré su clientela a un médico en el distrito de Paddington. El anciano señor Farquhar, que fue a quien se la compré, había tenido en otro tiempo una excelente clientela de medicina general; pero sus años y la enfermedad que padecía..., una especie de baile de San Vito..., la había disminuido mucho. El público, y ello parece lógico, se guía por el principio de que quien ha de sanar a los demás debe ser persona sana, y mira con recelo la habilidad curativa del hombre que no alcanza con sus remedios a curar su propia enfermedad. Por esa razón fue menguando la clientela de mi predecesor a medida que él se debilitaba, y cuando yo se la compré, había descendido desde mil doscientas personas a poco más de trescientas visitadas en un año. Sin embargo, yo tenía confianza en mi propia juventud y energía y estaba convencido de que en un plazo de pocos años el negocio volvería a ser tan floreciente como antes.

En los tres primeros meses que siguieron a la adquisición de aquella clientela tuve que mantenerme muy atento al trabajo, y vi, en contadas ocasiones, a mi amigo Sherlock Holmes; mis ocupaciones eran demasiadas para permitirme ir de visita a Baker Street, y Holmes rara vez salía de casa como no fuese a asuntos profesionales. De ahí mi sorpresa cuando, cierta mañana de junio, estando yo leyendo el Bristish Medical Journal, después del desayuno, oí un campanillazo de llamada, seguido del timbre de voz, alto y algo estridente, de mi compañero.

—Mi querido Watson —dijo Holmes, entrando en la habitación—, estoy sumamente encantado de verlo. ¿Se ha recobrado ya por completo la señora Watson de sus pequeñas emociones relacionadas con nuestra aventura del Signo de los Cuatro?

—Gracias. Ella y yo nos encontramos muy bien— le dije, dándole un caluroso apretón de manos.

—Espero también —prosiguió él, sentándose en la mecedora— que las preocupaciones de la medicina activa no hayan borrado por completo el interés que usted solía tomarse por nuestros pequeños problemas deductivos.

—Todo lo contrario —le contesté—. Anoche mismo estuve revisando mis viejas notas y clasificando algunos de los resultados conseguidos por nosotros.

—Confío en que no dará usted por conclusa su colección.

—De ninguna manera. Nada me sería más grato que ser testigo de algunos hechos más de esa clase.

—¿Hoy, por ejemplo?

—Sí; hoy mismo, si así le parece.

—¿Aunque tuviera que ser en un lugar tan alejado de Londres como Birmingham?

—Desde luego, si usted lo desea.

—¿Y la clientela?

—Yo atiendo a la del médico vecino mío cuando él se ausenta, y él está siempre dispuesto a pagarme esa deuda.

—¡Pues entonces la cosa se presenta que ni de perlas!— dijo Holmes, recostándose en su silla y mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados—. Por lo que veo, ha estado usted enfermo últimamente. Los catarros de verano resultan siempre algo molestos.

—La semana pasada tuve que recluirme en casa durante tres días, debido a un fuerte resfriado. Pero estaba en la creencia de que ya no me quedaba rastro alguno del mismo.

—Así es, en efecto. Su aspecto es extraordinariamente fuerte.

—¿Cómo, pues, supo usted lo del catarro?

—Ya conoce usted mis métodos, querido compañero.

—¿De modo que usted lo adivinó por deducción?

—Desde luego.

—¿Y de qué lo dedujo?

—De sus zapatillas.

Yo bajé la vista para contemplar las nuevas zapatillas de charol que tenía puestas.

—Pero ¿cómo diablos?... —empecé a decir.

Holmes contestó a mi pregunta antes que yo la formulase, diciéndome:

—Calza usted zapatillas nuevas, y seguramente que no las lleva sino desde hace unas pocas semanas. Las suelas, que en este momento expone usted ante mi vista, se hallan levemente chamuscadas. Pensé por un instante que quizá se habían mojado y que al ponerlas a secar se quemaron. Pero veo cerca del empeine una pequeña etiqueta redonda con los jeroglíficos del vendedor. La humedad habría arrancado, como es natural, ese papel. Por consiguiente, usted había estado con los pies estirados hasta cerca del fuego, cosa que es difícil que una persona haga, ni siquiera en un mes de junio tan húmedo como este, estando en plena salud.

Al igual que todos los razonamientos de Holmes, este de ahora parecía sencillo una vez explicado. Leyó este pensamiento en mi cara, y se sonrió con un asomo de amargura.

—Me temo que, siempre que me explico, no hago sino venderme a mí mismo —dijo Holmes—. Los resultados impresionan mucho más cuando no se ven las causas. ¿De modo, pues, que está usted listo para venir a Birmingham?

—Desde luego. ¿De qué índole es el caso?

—Lo sabrá usted todo en el tren. Mi cliente está ahí fuera, esperando dentro de un coche de cuatro ruedas. ¿Puede usted venir ahora mismo?

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