Las memorias de Sherlock Holmes (32 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Tuvimos la suerte de pillar uno de los primeros trenes en Waterloo, y en menos de una hora nos encontrábamos entre los bosques de abetos y los brezos de Woking. Briarbrae resultó ser una amplia casa construida en medio de una gran extensión de terreno, a pocos minutos de la estación. Tras entregar nuestras tarjetas de visita, nos hicieron pasar a un salón elegantemente decorado, donde a los pocos minutos se nos unió un hombre bastante corpulento, que nos recibió con gran hospitalidad. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero sus mejillas eran tan sonrosadas y sus ojos tan alegres, que seguía dando la impresión de un muchacho regordete y travieso.

—Qué contento estoy de que hayan venido —dijo, dándonos efusivamente la mano—. Percy lleva toda la mañana preguntando por ustedes; pobre hombre, se agarra a un clavo ardiendo. Su padre y su madre me pidieron que los recibiera yo, ya que para ellos es en extremo dolorosa la sola mención del asunto.

—Todavía no tenemos detalles —observó Holmes—. Veo que usted no es un miembro de la familia.

Nuestro conocido pareció sorprendido y, mirando el suelo, empezó a reír.

—Por supuesto, se ha fijado usted en las iniciales «J. H.» de mi medallón —dijo—. Por un momento pensé que se le había ocurrido algo inteligente. Mi nombre es Joseph Harrison y, como Percy va a casarse con mi hermana Annie, seremos al menos parientes políticos. Encontrará a mi hermana en la habitación de Percy; ha estado entregada a sus cuidados durante estos dos últimos meses. Quizá sería mejor que entráramos cuanto antes, porque sé cuán impaciente está.

La estancia a la que fuimos introducidos se hallaba en el mismo piso que el salón. Estaba amueblada en parte como un cuarto de estar y en parte como un dormitorio; había jarrones de flores dispuestos con un gusto exquisito en todos los rincones de la habitación. Un hombre joven, muy pálido y como agotado, yacía en un sofá junto a la ventana abierta, por donde entraban el agradable aroma del jardín y la suave brisa del verano. Una mujer estaba sentada a su lado y se levantó al entrar nosotros.

—¿Me retiro, Percy? —preguntó.

El agarró con fuerza su mano para detenerla.

—¿Cómo está usted, Watson? —dijo cordialmente—. Nunca lo hubiera reconocido con ese bigote y me atrevería a decir que usted no juraría que la persona que está viendo soy yo. Supongo que él es su célebre amigo, el señor Sherlock Holmes, ¿no es así?

Les presenté con pocas palabras y nos sentamos. El hombre corpulento nos había dejado, pero su hermana permanecía allí con su mano entre las del inválido, era un mujer de una apariencia impresionante, un poco baja y gruesa, pero con un hermoso cutis aceitunado, unos ojos grandes y oscuros, como de italiana, y un cabello abundante de un negro oscurísimo. Su magnífica tez contrastaba con la palidez de su compañero, quien a su lado parecía todavía más fatigado y ojeroso.

—No les haré perder tiempo —dijo él, levantándose del sofá—. Entraré sin más preámbulos en el tema. Yo era un hombre feliz y de éxito, señor Holmes, y a punto de casarme, cuando un inesperado y horroroso infortunio vino a echar por tierra todas mis esperanzas.

Trabajaba, como ya le habrá dicho Watson, en el Foreign Office, donde rápidamente ascendí hasta una posición de responsabilidad. Cuando esta Administración hizo a mi tío ministro de Asuntos Exteriores, él empezó a darme misiones de importancia y, como yo las resolviera con éxito, llegó por último a tener la máxima confianza en mi habilidad y tacto.

Hace aproximadamente diez semanas (para ser más exacto el 23 de mayo pasado) me llamó a su despacho privado y, tras felicitarme por el buen trabajo que había hecho, me informó de que tenía para mí una nueva misión de confianza.

Esto —dijo, tomando de su escritorio un rollo de papel gris— es el original de ese tratado secreto entre Inglaterra e Italia, sobre el cual siento decir que ya corren rumores en la Prensa. Es extremadamente importante que no haya ninguna filtración más. Las embajadas francesas o rusas pagarían enormes cantidades de dinero por conocer el contenido de estos documentos. No deberían salir de mi despacho, pero es absolutamente necesario hacer una copia de ellos. ¿Tienes escritorio en tu oficina?

—Sí, señor.

—Entonces, coge el tratado y guárdalo allí. Daré instrucciones para que tengas que quedarte cuando se vayan los otros, de modo que puedas hacerlo a tus anchas sin temor a que alguien te esté vigilando. Cuando termines, vuelve a guardar bajo llave en tu escritorio tanto el original como la copia y entrégamelos personalmente mañana por la mañana.

Tomé los documentos y...

—Perdóneme un inciso —dijo Holmes—. ¿Estaban solos durante aquella conversación?

—Absolutamente.

—¿Es una estancia amplia?

—Treinta pies en cada dirección.

—¿En el centro?

—Sí, más o menos.

—¿Hablando bajo?

—La voz de mi tío es siempre muy baja. Yo casi no hablé.

—Gracias —dijo Holmes, entornando los ojos—. Por favor, tenga la bondad de seguir.

—Hice exactamente lo que me había indicado y esperé hasta que los otros empleados se marcharon. Uno de ellos, que trabaja en el mismo despacho que yo, Charles Gorot, tenía que terminar un trabajo atrasado, así que le dejé allí y me fui a cenar. Cuando volví se había ido. Quería terminar cuanto antes mi trabajo, porque sabía que el señor Harrison, a quien acaban ustedes de ver, estaba en la ciudad y tomaría el tren de las once para volver a Woking y yo quería cogerlo también.

Cuando me puse a examinar el tratado, en seguida me di cuenta de que tenía una importancia tal, que mi tío no había exagerado nada con lo que había dicho. Sin entrar en detalles, puedo decir que definía la posición de Gran Bretaña en relación con la Triple Alianza y predecía la política que iba a llevar ese país en el caso de que la flota francesa aventajara en importancia a la italiana en el marco del Mediterráneo. Las cuestiones tratadas eran puramente navales. Al final estaban las rúbricas de los altos dignatarios que lo habían firmado. Les eché una mirada y me apliqué a la tarea de copiarlo.

Era un largo documento, escrito en francés, y contenía veintiséis artículos separados. Copiaba lo más de prisa que podía, pero a las nueve sólo había terminado nueve artículos y perdí las esperanzas de poder coger el tren. Me sentía soñoliento y estúpido, en parte debido a la cena y en parte también debido a un largo día de trabajo. Una taza de café me despejaría. Hay un portero que se queda toda la noche en un pequeño garito situado al pie de las escaleras; éste tiene la costumbre de preparar café en su infernillo de alcohol para los oficiales que se quedan haciendo horas extraordinarias. Toqué el timbre, pues, para que viniera.

Para mi sorpresa fue una mujer la que respondió a la llamada; una mujer de edad, grande, de cara tosca, que llevaba un delantal. Me explicó que era la mujer del portero, que hacía los recados; le pedí que me subiera un café.

Escribí dos artículos más y, entonces, sintiéndome todavía más soñoliento, me levanté y paseé arriba y debajo de la habitación para estirar las piernas. El café seguía sin venir y me preguntaba cuál sería la causa de este retraso. Abrí la puerta y me encaminé por el pasillo con el fin de descubrirlo. Era un corredor poco iluminado que partía de la habitación en la que había estado trabajando, constituyendo su única salida. Terminaba en una escalera curva con el garito del portero en el corredor que está al final de la escalera. A mitad de camino de la escalera hay un descansillo al que da otro corredor formando un ángulo recto con éste. Este segundo corredor lleva, a través de una escalera, a una puerta lateral que es usada por los sirvientes y también como atajo por los empleados cuando entran desde Charles Street.

Aquí tiene un plano esquemático del lugar.

—Gracias. Creo que le sigo bastante bien.

—Es muy importante que tenga en consideración este punto. Bajé las escaleras y llegué al hall, donde encontré al portero profundamente dormido en su garito y el agua hirviendo furiosamente en el hervidor sobre el infernillo, salpicando todo el suelo. Alargué la mano y estaba a punto de darle un meneo al hombre, que seguía plácidamente dormido, cuando sonó con fuerza una de las campanillas situadas sobre su cabeza y se despertó sobresaltado.

—Señor Phelps, ¡señor! —dijo, mirándome atónito.

—He bajado a ver si mi café estaba preparado.

—Estaba hirviendo el agua cuando me quedé dormido, señor.

Me miró a mí y luego miró hacia arriba, a la campanilla que todavía seguía estremeciéndose, y su asombro iba en aumento.

—Si usted está aquí, señor, ¿quién ha tocado entonces la campanilla? —preguntó.

—La campanilla —dije yo—. ¿De qué campanilla se trata?

—Es la campanilla de la habitación en la que usted estaba trabajando.

Me quedé helado. Alguien, pues, estaba en mi habitación donde el preciosos tratado estaba extendido encima de mi mesa. Subí frenéticamente las escaleras y avancé corriendo por el corredor. No había nadie en éste, señor Holmes. No había nadie en la habitación. Todo estaba tal como lo había dejado, salvo que alguien había cogido de mi escritorio el documento que me había sido encomendado. La copia estaba allí, pero el original había desaparecido.

Holmes se arrellanó en su asiento y se frotó las manos. Me di cuenta de que el problema le llegaba al corazón.

—Dígame, por favor, ¿qué hizo usted entonces? —murmuró.

—Al momento me di cuenta de que el ladrón debía de haber subido las escaleras desde la puerta lateral. Tenía que haberme encontrado con él si hubiera venido por el otro lado.

—¿Estaba convencido de que no podía haber estado durante todo el rato oculto en la habitación, o en el corredor que usted acaba de describir como mal iluminado?

—Es absolutamente imposible. Ni siquiera una rata podría ocultarse ni en la habitación ni en el pasillo. No hay escondite posible.

—Gracias. Le ruego que siga.

—El portero, viendo en la palidez de mi rostro que había algo que temer, me había seguido escaleras arriba. Echamos los dos a correr por el pasillo y por las escaleras que llevaban a Charles Street. La puerta al pie de la escalera estaba cerrada, pero no tenía la llave echada. La abrimos de un golpe y nos precipitamos fuera. Recuerdo claramente que al hacerlo oímos tres campanadas en el carillón de una iglesia vecina. Eran las diez menos cuarto.

—Esto tiene mucha importancia —dijo Holmes, tomando nota en el puño de la camisa.

—La noche era muy oscuro y caía una lluvia fina y cálida. No había nadie en Charles Street, pero al fondo, en Whitehall, el tráfico, como es normal allí, era muy denso. Corrimos por la acera, sin que nos importara el ir descubiertos, y en la última esquina de la calle encontramos un policía que estaba allí parado.

—Acaba de cometerse un robo —dije jadeando—. Un documento de mucho valor ha sido robado del Foreign Office. ¿Ha pasado alguien por aquí?

—Llevo un cuarto de hora aquí parado —dijo—; solamente ha pasado una persona en este tiempo, una señora mayor, alta, que llevaba un chal de cachemira.

—¡Ah!, esa es mi mujer —exclamó el portero—. ¿No ha pasado nadie más?

—Nadie.

—Entonces el ladrón debe de haber seguido el otro camino —exclamó mi compañero, tirándome de la manga.

Pero yo no estaba satisfecho con esto, y los intentos que hacía para alejarme de allí aumentaban mis sospechas.

—¿Qué camino siguió la señora? —exclamé.

—No lo sé, señor. La vi pasar, pero no tenía ninguna razón especial para fijarme en ella. Parecía llevar prisa.

—¿Cuánto tiempo hace de esto?

—Oh, no hace mucho rato.

—¿Durante estos últimos cinco minutos?

—Pues sí, no pueden haber pasado más de cinco.

—Está perdiendo el tiempo, señor —gritó el portero—, y ahora un minuto puede ser muy importante. Le doy mi palabra de que mi mujer no tiene nada que ver en esto; vayamos ahora al otro extremo de la calle. Bueno, si no quiere usted, lo haré yo —y con esto salió corriendo en la otra dirección.

Pero al cabo de un momento le había alcanzado y le cogí por la manga.

—¿Dónde vive? —dije yo.

—En el número 16 de Ivy Lane, Brixton —contestó él—; pero no se deje llevar por un rastro falso, señor Phelps. Vamos hacia el otro extremo de la calle y veamos si se oye algo.

No perdía nada siguiendo su consejo. Con el policía nos apresuramos calle abajo, pero sólo para descubrir otra calle rebosante de tráfico, mucha gente yendo y viniendo, pero todos ellos iban apresurados, deseosos de encontrar un lugar donde guarecerse en una noche tan húmeda. No había un gandul que nos pudiera decir quién había pasado.

Entonces volvimos a la oficina y buscamos sin resultado por las escaleras y por el pasillo. El pasillo que lleva hasta la habitación está cubierto por un linóleo color cremoso que muestra fácilmente cualquier tipo de huella, pero no encontramos ni un rasguño ni una pisada.

—¿Había estado lloviendo toda la noche?

—Desde las siete, más o menos.

—¿Cómo puede ser, entonces, que la mujer que entró a eso de las nueve no dejara ninguna huella de sus embarradas botas?

—Me alegra que toque ese punto. Se me ocurrió entonces. Las asistentas que se encargan de hacer los recados tiene la costumbre de quitarse las botas en la garita del portero, poniéndose zapatillas de suela lisa.

—Eso lo deja claro. Así que no había huellas, aunque la noche estaba siendo húmeda, ¿no? La sucesión de los acontecimientos tiene un interés extraordinario. ¿Qué hizo después?

—También examinamos la habitación. No había posibilidad de que hubiera una puerta secreta, y las ventanas están a casi treinta pies del suelo. Las dos estaban cerradas por dentro. La alfombra impedía la posibilidad de una trampilla y el techo está sencillamente encalado. Apostaría por mi vida que quien quiera que fuese el que robó mis documentos sólo pudo entrar por la puerta.

—¿Qué me dice de la chimenea?

—No la hay. Hay, en cambio, una estufa. El cordón de la campanilla cuelga de un alambre colocado justo a la derecha de mi escritorio. El que llamara tuvo que venir directamente a mi escritorio para hacerlo. ¿Pero para qué quiere hacer sonar la campanilla un criminal? Es un misterio insoluble.

—Ciertamente el incidente no es habitual. ¿Qué pasos dio después? ¿Examinó la habitación, como supongo que hizo, para ver si el intruso había dejado algún tipo de rastro tras de sí, una colilla o un guante tirado en el suelo, una horquilla de pelo o cualquier otra baratija?

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