Las memorias de Sherlock Holmes (33 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—No había nada de eso.

—¿Ningún olor especial?

—No pensamos en ello.

—Ah, un aroma de tabaco nos serviría de mucho en una investigación de este tipo.

—Yo no fumo nunca, de modo que me hubiera dado cuenta si hubiera olido a tabaco. No había ninguna pista de este tipo. El único hecho tangible era que la mujer del portero, la señora Tangey, se había apresurado a abandonar el lugar. El no dio ninguna explicación de este hecho, salvo que ésta era más o menos la hora en la que la mujer solía volver a casa. El policía y yo estábamos de acuerdo en que el mejor plan era dar caza a la mujer antes de que pudiese deshacerse de los documentos, en la presunción de que era ella quien los tenía.

A esas alturas la alarma había llegado ya a Scotland Yard y el señor Forbes, el detective, llegó rápidamente y tomó en sus manos el caso, dando muestras de una gran energía. Alquilamos un simón y a la media hora llegamos a la dirección que nos habían dado. Abrió la puerta una joven, que resultó ser la hija mayor de la señora Tangey. Su madre todavía no había vuelto y nos hizo pasar al cuarto delantero de la casa a esperar.

Al cabo de diez minutos aproximadamente llamaron a la puerta de la casa con los nudillos, y aquí cometimos un error del que me siento culpable. En vez de abrir nosotros la puerta, dejamos a la chica que lo hiciera. La oímos decir: «Madre, hay dos hombres esperándola», y un instante después oímos los pasos de alguien que avanzaba precipitadamente por el pasillo hacia el interior de la casa. Forbes abrió la puerta de golpe y ambos corrimos a la habitación trasera o cocina, pero la mujer había llegado antes que nosotros.

—Pero, ¡cómo!, si es el señor Phelps, el de la oficina —exclamó.

—Vamos, vamos, ¿quién creyó que éramos cuando huyó de nosotros? —preguntó mi compañero.

—Pensé que eran los agentes de seguros —dijo ella—; hemos tenido problemas con un vendedor.

—Esa no es razón suficiente —contestó Forbes—. Tenemos razones para creer que usted ha cogido unos importantes documentos en el Foreign Office y corrió hasta aquí para dejarlos. Tiene que venir con nosotros a Scotland Yard para ser cacheada.

Protestó y se resistió en vano. Trajeron un carruaje y los tres volvimos en él. Previamente habíamos inspeccionado la cocina, y especialmente el fuego, con el fin de saber si ella no habría intentado eliminar los papeles mientras estuvo sola. No había indicios, sin embargo, de cenizas o trozos de papel.

Cuando llegamos a Scotland Yard fue conducida de inmediato a la mujer que efectúa los cacheos a las mujeres. Esperé en una agonía de suspense hasta que ésta volvió con el informe. No había indicios de los documentos.

Entonces, por primera vez, me hice plenamente consciente del horror de mi situación. Hasta aquí había estado tan seguro de que recuperaría los documentos rápidamente, que no me había atrevido a pensar en cuáles serían las consecuencias si no lo conseguía. Pero ahora ya no quedaba nada por hacer y tenía tiempo para darme cuenta de mi situación. ¡Era horrible! Watson le habrá dicho que en la escuela yo era un chico nervioso y sensible. Es mi naturaleza. Pensé en mi tío y en sus colegas del Gabinete; en la vergüenza que tendría que pasar por mi culpa, en la que tendría que pasar yo y todos los que tenían relación conmigo. ¿Qué importaba que yo fuera la víctima de un extraordinario accidente? No hay lugar para los accidentes cuando los intereses diplomáticos están en juego. Estaba arruinado; vergonzosamente, desesperadamente arruinado. No sé lo que hice. Imagino que debí de hacer una escena. Tengo un vago recuerdo de un grupo de oficiales apiñados en torno a mí intentando aplacarme. Uno de ellos me condujo hasta Waterloo y me metió en un tren. Creo que hubiera hecho todo el camino a mi lado de no ser porque el doctor Ferrier, que vive aquí al lado, volvía de la ciudad en ese mismo tren. El doctor se hizo amablemente cargo de mí, y menos mal que lo hizo, porque tuve un ataque en la estación y antes de que llegara a mi casa me había vuelto ya un maníaco delirante.

Puede usted imaginarse el estado de cosas aquí cuando el doctor, al llamar a la puerta, los sacó de la cama y me encontraron a mí en semejante estado. La pobre Annie, a quien ven ustedes aquí, y mi madre tenían el corazón destrozado. El detective había dado al doctor Ferrier la información suficiente en la estación para que éste pudiera darles una idea de lo que había sucedido, y su narración no echaba ningún parche al problema. Era evidente que yo había caído enfermo con una enfermedad que sería larga; así que Joseph fue desalojado de su alegre habitación, que convirtieron en un cuarto de enfermo para mí. Aquí he yacido durante más de nueve semanas, señor Holmes, inconsciente y delirante debido a la fiebre. De no haber sido por la señorita Harrison y por los cuidados del doctor no estaría ahora hablando con ustedes. Ella me ha cuidado durante el día, y por la noche contrataron los servicios de una enfermera, porque en mis ataques era capaz de cualquier cosa. Poco a poco fui recobrando la razón, pero no ha sido sino en estos tres últimos días cuando he recuperado la memoria. Algunas veces deseo no haberla recobrado nunca. La primera cosa que hice fue telegrafiar al señor Forbes, en cuyas manos estaba el caso. Este vino y me aseguró que, aunque se había hecho todo lo posible, no se habían encontrado pruebas ni pistas. Habían interrogado al portero y a su mujer de todos los modos posibles, sin conseguir hacer un poco de luz sobre el asunto. Las sospechas de la policía fueron a recaer entonces sobre el joven Gorot que, como usted recordará, se quedó fuera de hora en la oficina aquella noche. El haberse quedado y su apellido francés eran los dos únicos puntos que podían sugerir una sospecha; pero de hecho yo no empecé a trabajar hasta que él ya se había ido; y su gente, aunque de ascendencia hugonota, tiene una simpatía y unas costumbres tan inglesas como las de usted y como las mías. No se encontró nada por lo que pudiera estar implicado en el asunto y aquí renunciaron a seguir investigando. He recurrido a usted, señor Holmes, como mi última esperanza; si me falla, perderé para siempre mi honor y mi posición.

El inválido se hundió de nuevo en los cojines, agotado por el largo monólogo, mientras su enfermera le servía un vaso de cierto medicamento estimulante. Holmes estaba sentado en silencio con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en una actitud que podría parecer apática a un extraño, pero que yo sabía que denotaba la más intensa abstracción.

—Su informe ha sido tan explícito —dijo por último—, que me ha dejado poco lugar a que le haga más preguntas. Queda, sin embargo, una de suma importancia. ¿Le había dicho usted a alguna persona algo sobre la especial tarea que tenía que llevar a cabo?

—No, a nadie.

—¿Ni siquiera a la señorita Harrison, aquí presente, por ejemplo?

—No. No volví a Woking en el espacio de tiempo que hubo entre recibir la orden y ejecutarla.

—¿Y nadie de sus familiares o amigos había ido, por casualidad, a verle?

—Nadie.

—¿Alguno de ellos sabe el camino que hay que seguir para llegar a su oficina?

—Oh, ¡claro! Todos ellos han sido introducidos por mí alguna vez.

—De todos modos, por supuesto, si no dijo nada a nadie sobre ese trabajo, estas preguntas son irrelevantes.

—No dije nada.

—¿Sabe usted algo sobre el portero?

—Nada, excepto que es un soldado retirado.

—¿De qué regimiento?

—Oh, me parece haber oído que de los «Coldstream Guards».

—Gracias. No me cabe duda de que podré conseguir más detalles por medio de Forbes. Las autoridades son excelentes a la hora de amontonar hechos, aunque no siempre los usan en su propio beneficio. ¡Qué cosa más bonita es una rosa!

Fue detrás del diván, abrió la ventana y, tomando en su mano el tallo inclinado de una rosa cubierta de musgo, contempló la exquisita mezcla del carmesí con el verde. Esta faceta de su carácter era nueva para mí porque nunca le había visto demostrar un interés profundo por los objetos naturales.

—No hay nada donde la deducción sea tan necesaria como en la religión —dijo, recostándose en las contraventanas—. El razonador puede construir con ella una ciencia exacta. Siempre me ha parecido que la seguridad suprema en la bondad de la Providencia descansa en las flores. Todas las demás cosas, nuestros poderes, nuestros deseos, nuestro alimento, todos son realmente necesarios en primera instancia para nuestra existencia. Pero esta rosa se nos da por añadidura. Su aroma y su color son un adorno de la vida, no una condición de ésta. Sólo la bondad se da por añadidura y por eso, repito, tenemos mucho que esperar de las flores.

Percy Phelps y su enfermera miraron a Holmes durante esta demostración con sorpresa y un tanto de desilusión escrita en sus rostros. El había caído en una ensoñación, con la rosa entre sus dedos. Pasó un rato antes de que la joven rompiera el silencio.

—¿Ve usted alguna posibilidad de solucionar este misterio, señor Holmes? —preguntó con cierta aspereza.

—Oh, ¡el misterio! —contestó él, volviendo con un sobresalto a las realidades de la vida—. Sería absurdo negar que el caso es oscuro y complicado; pero puedo prometerles que estudiaré el asunto y que les haré saber los puntos que me impresionen.

—¿Ve alguna pista?

—Me ha proporcionado usted siete, pero, por supuesto, debo comprobarlas antes de pronunciarme sobre su valor.

—¿Sospecha de alguien?

—Sospecho de mí.

—¿Qué?

—De llegar a conclusiones demasiado rápidas.

—Entonces vaya a Londres y compruebe sus conclusiones.

—Su consejo es excelente, señorita Harrison —dijo Holmes, levantándose—. Creo, Watson, que no podemos hacer nada mejor. No se deje llevar por falsas esperanzas, señor Phelps. El asunto está muy enmarañado.

—Estaré en un estado febril hasta que le vuelva a ver —exclamó el diplomático.

—Bueno, vendré en el mismo tren mañana, aunque es más que probable que mi informe sea negativo.

—Dios le bendiga por su promesa de venir —exclamó nuestro cliente—. Me hace cobrar nuevos ánimos el saber que se está haciendo algo. A propósito, tuve una carta de Lord Holdhurst.

—¡Ah!, ¿qué decía?

—Se mostraba frío, pero no severo. Me atrevería a decir que mi grave enfermedad ha evitado que lo fuera. Volvía a repetir que el asunto era de suma importancia y añadía que no se daría paso alguno en relación con mi futuro (con lo cual, por supuesto, se refería a mi destitución) hasta que me hubiera recuperado y tuviera la oportunidad de reparar mi infortunio.

—Bueno, fue razonable y considerado —dijo Holmes—. Vamos, Watson, que tenemos un buen día de trabajo ante nosotros.

El señor Joseph Harrison nos condujo a la estación, y en seguida nos encontramos inmersos en el rápido traqueteo de un tren que venía de Portsmouth. Holmes se hundió en sus pensamientos y apenas abrió la boca hasta que pasamos Clapham Junction.

—Qué agradable es llegar a Londres a través de una de estas líneas que le permiten a uno ver las casas desde arriba, como en este caso.

Pensé que bromeaba porque la visión era bastante sórdida, pero en seguida se explicó.

—Mire esos grandes grupos de edificios que se levantan aislados por encima de los tejados de pizarra; parecen islas de ladrillo en un mar plomizo.

—Son los internados.

—¡Los faros, muchacho, los faros! ¡Almenaras del futuro! Cápsulas con cientos de pequeñas, brillantes semillas en cada uno; de ellas surgirá el inglés del mañana, más inteligente, mejor. Supongo que ese hombre, Phelps, no beberá, ¿no?

—No creo.

—Ni yo tampoco. Pero estamos obligados a tener en cuenta todas las posibilidades. El pobre diablo se ha metido en aguas demasiado profundas y la cuestión que ahora se plantea es si podremos o no sacarlo a flote sano y salvo. ¿Qué piensa usted de la señorita Harrison?

—Es una muchacha con un carácter muy fuerte.

—Sí, pero, o yo estoy equivocado, o se trata de una muchacha bastante sensata. Ella y su hermano son los únicos hijos de un fabricante de hierro asentado en algún lugar camino de Northumberland. Phelps se comprometió con ella con ocasión de un viaje que realizó el año pasado; ella vino después, con su hermano como escolta, para que él le presentara a su familia. Entonces sucedió este accidente y ella se quedó a cuidar a su amado, mientras que su hermano Joseph, encontrándose cómodo, decidió quedarse también. He estado haciendo alguna investigación por mi cuenta. Pero hoy ha de ser un día lleno de ellas.

—Mi clientela... —empecé a decir yo.

—Oh, si usted encuentra sus casos más interesantes que los míos... —dijo Holmes con aspereza.

—Iba a decir que mi clientela bien puede ir tirando sin mí por un día o dos; al fin y al cabo es el período más tranquilo del año.

—Excelente —dijo él, recobrando su buen humor—. Entonces estudiaremos juntos este asunto. Creo que debemos empezar por ir a ver a Forbes. Probablemente él podrá darnos todos los detalles que precisamos, hasta que sepamos por dónde ha de abordarse el asunto.

—Usted dijo que tenía una pista.

—Bueno, tenemos varias, pero sólo podremos saber si valen para algo mediante una investigación posterior. El crimen más difícil de rastrear es aquel que carece de un objetivo claro. Ahora bien, éste sí que tiene un objetivo. ¿Quién va a beneficiarse? Están el embajador francés y el ruso; está asimismo quienquiera que sea el que vaya a vendérselo al uno o al otro, y está Lord Holdhurst.

—¡Lord Holdhurst!

—Bueno, se puede concebir que un hombre de Estado se encuentre en una situación en la que no le importaría que cierto documento desapareciera de un modo accidental.

—No un hombre de Estado con un historial tan honorable como el de Lord Holdhurst.

—Es una posibilidad y no podemos permitirnos el lujo de desecharla. Veremos a este honorable Lord hoy y descubriremos si puede decirnos algo. Entretanto ya he puesto en marcha algunas investigaciones.

—¿Ya?

—Sí, envié telegramas desde la estación de Woking a todos los periódicos de la tarde de Londres. Este anuncio aparecerá en todos ellos.

Me tendió una hoja de papel arrancada de su cuaderno de notas. En ésta aparecía escrito a lápiz:

«Diez libras de recompensa a quien pueda dar información sobre el número del vehículo que depositó a un pasajero en la puerta, o alrededores del Foreign Office en Charles Street, a las diez menos cuarto de la noche del pasado 23 de mayo. Dirigirse al 221B de Baker Street

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