Read Las memorias de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—¡Oh, sí! Me agradaría mucho que me diera un poco el sol. Joseph vendrá también.
—¡Y yo también! —dijo la señorita Harrison.
—Siento mucho tener que decirle que no —dijo Holmes moviendo la cabeza—. Creo que tengo que pedirle que se quede sentada exactamente en el mismo lugar en el que está ahora.
La joven dama volvió a ocupar su asiento con cierto aire de disgusto. Sin embargo, su hermano se había unido a nosotros y salimos los cuatro juntos. Dimos la vuelta por el césped que bordea la casa hasta llegar a la ventana de la habitación que ocupaba el joven diplomático. Había, como él había dicho, algunas huellas en el macizo de flores, pero eran totalmente borrosas e imprecisas. Holmes se inclinó un momento sobre ellas, tras lo cual se irguió de nuevo encogiéndose de hombros.
—No creo que nadie pueda sacar mucho en claro de esto —dijo—. Demos una vuelta entera a la casa y veamos por qué el ladrón escogió esta habitación en particular. Yo pensaría que las amplias ventanas del salón y del comedor le habrían atraído más.
—Se ven más desde la carretera —sugirió el señor Joseph Harrison.
—¡Ah, sí, claro! Hay aquí una puerta por la que quizá haya intentado pasar. ¿Para qué la usan?
—Es la puerta lateral, que utilizan los comerciantes. Por supuesto, por la noche está cerrada con llave.
—¿Les había sucedido algo parecido en alguna otra ocasión?
—Nunca —dijo nuestro cliente.
—¿Tiene en casa plata o algo que pueda atraer a los ladrones?
—Nada de valor.
Holmes se dio un paseo alrededor de la casa. Llevaba las manos en los bolsillos y mostraba un aspecto bastante negligente, algo inusual en él.
—A propósito —le dijo a Joseph Harrison—, creo que ha encontrado usted un lugar por donde el tipo pudo haber saltado la cerca; echémosle un vistazo.
El joven nos condujo hasta un lugar en donde podía verse que la parte superior de uno de los listones que formaban el cercado estaba resquebrajada. Había un trocito de madera colgando. Holmes lo arrancó y lo examinó con aire crítico.
—¿Cree usted que esto lo hicieron anoche? Parece que tiene bastante tiempo, ¿no?
—Bueno, posiblemente.
—No hay huellas que indiquen que alguien haya saltado desde el otro lado. No, no creo que este lugar vaya a sernos útil en nuestra búsqueda. Volvamos al dormitorio y recapacitemos sobre el asunto.
Percy Phelps caminaba despacio, apoyándose en el brazo de su futuro cuñado. Holmes atravesó la pradera a paso ligero y llegamos junto a la ventana abierta muchos antes que los otros dos.
—Señorita Harrison —dijo Holmes, poniendo mucho cuidado en su modo de dirigirse a ella—, tiene usted que quedarse todo el día en el lugar en el que está ahora. No consienta que nada le impida hacerlo. Esto tiene una importancia vital.
—Claro que lo haré, si así lo desea usted —dijo la muchacha asombrada.
—Cuando se vaya a dormir, cierre por fuera la puerta de esta habitación y guarde la llave. Prométame que lo hará.
—Pero ¿y Percy?
—Vendrá a Londres con nosotros.
—¿Y yo voy a quedarme aquí?
—Es por su bien, ¡puede serle usted muy útil! ¡Rápido! ¡Prométamelo!
Asintió con la cabeza en el mismo momento en que llegaban los otros.
—¿Por qué te quedas ahí haciendo muecas, Annie? —le gritó su hermano—. Sal a que te dé el sol.
—No, gracias, Joseph; tengo un ligero dolor de cabeza y esta habitación es deliciosamente fresca y sedante.
—¿Qué propone que hagamos ahora, señor Holmes? —dijo nuestro cliente.
—Bueno, no debemos perder de vista la investigación principal por andarnos preocupando de un asuntillo sin importancia. Me prestaría una gran ayuda si pudiera usted venir a Londres con nosotros.
—¿Ahora mismo?
—Bueno, lo antes posible, siempre que no le suponga un trastorno. Digamos dentro de una hora.
—Me siento lo bastante fuerte, si es que de verdad puedo serle útil en algo.
—Utilísimo.
—Posiblemente quiera que me quede a pasar la noche allí.
—Eso es lo que iba a proponerle.
—En ese caso, si mi amigo nocturno vuelve a visitarme, verá que el pájaro ha volado. Estamos todos en sus manos, señor Holmes: tiene usted que decirnos lo que quiere que hagamos. ¿A lo mejor prefiere que Joseph venga con nosotros para hacerse cargo de mí?
—Oh, no; mi amigo Watson es médico, sabe, y se ocupará de usted. Comeremos aquí, si nos lo permite, y después partiremos juntos hacia la ciudad.
Se decidió hacerlo tal como él lo había sugerido, si bien la señorita Harrison, de acuerdo con la sugerencia de Holmes, se excusó por no abandonar la habitación. Yo no podía concebir cuál era el objeto de la maniobra de mi amigo, a no ser que se propusiera mantener a la dama alejada de Phelps, quien, lleno de alegría por haber recobrado la salud y por las perspectivas de acción, comió con nosotros en el comedor. Holmes nos tenía reservada, sin embargo, otra sorpresa todavía más grande, porque, tras acompañarnos hasta la estación e introducirnos en el vagón, nos anunció con toda calma que no tenía la intención de abandonar Woking.
—Hay todavía dos o tres pequeñas cuestiones que me gustaría aclarar antes de ir —dijo—. Su ausencia, señor Phelps, me será de alguna manera útil. Watson, cuando lleguen a Londres, hágame el favor de dirigirse rápidamente con nuestro amigo a Baker Street y de quedarse allí con él hasta que volvamos a vernos. Es una suerte que sean antiguos compañeros de escuela, porque así tendrán mucho de que hablar. El señor Phelps puede ocupar el cuarto de huéspedes y yo volveré a estar con ustedes mañana a la hora del desayuno, ya que hay un tren que me dejará a las ocho en la estación de Waterloo.
—¿Pero qué pasará con nuestra investigación en Londres? —preguntó Phelps pesaroso.
—Podremos hacerla mañana. Creo que en este momento puedo ser más útil aquí.
—Dígales en Briarbrae que espero estar de vuelta mañana por la noche —gritó Phelps cuando el tren empezaba a dejar el andén.
—No espero volver a Briarbrae —contestó Holmes, despidiéndonos con la mano mientras el tren iba saliendo cada vez más de prisa de la estación.
Phelps y yo hablamos de ello durante el viaje, pero ninguno de los dos pudo imaginarse una razón satisfactoria que explicara este nuevo acontecimiento.
—Supongo que querrá encontrar alguna pista relativa al robo de anoche, si es que se trataba de un robo. Por mi parte, no creo que se tratara de un robo ordinario.
—¿Qué idea tiene usted, pues, del asunto?
—Puede usted achacárselo o no a la debilidad de mis nervios, pero palabra que creo que soy el centro de una profunda intriga política y que, por alguna razón que se me escapa, los conspiradores apuntan contra mi vida. Suena exaltado y absurdo, pero ¡considere los hechos! ¿Por qué iba un ladrón a intentar forzar la ventana de un dormitorio en el que no podía haber posibilidad de robo y por qué iba a llevar un cuchillo en la mano?
—¿Está usted seguro de que no era una ganzúa?
—Oh, no; era un cuchillo. Vi claramente el brillo de la hoja.
—Pero ¿por qué demonios le van a perseguir con tal animosidad?
—¡Ah!, esa es la cuestión.
—Bueno, si Holmes tiene el mismo punto de vista, eso estaría conforme con el hecho de que él se haya quedado allí, ¿no? Suponiendo que su teoría sea correcta, si puede echarle el guante a quien le amenazó a usted anoche, habrá avanzado mucho en la búsqueda de la persona que se llevó el tratado naval. Es absurdo suponer que tiene usted dos enemigos; uno que le roba mientras el otro atenta contra su vida.
—Pero el señor Holmes dijo que no iba a ir a Briarbrae.
—Le conozco desde hace algún tiempo —dije yo—, y sé que nunca hace nada si no cuenta con una buena razón para hacerlo.
Y con esto nuestra conversación saltó a otros tópicos.
Pero fue un día agotador para mí. Phelps estaba todavía muy débil tras su larga enfermedad y sus infortunios le habían vuelto quejica y nervioso. En vano me propuse atraer su interés hacia otros temas tales como Afganistán, India, los problemas sociales; cualquier cosa que le quitara de la cabeza el problema que le tenía obsesionado. Siempre terminaba volviendo al desaparecido tratado; preguntándose, haciendo conjeturas, especulando sobre lo que estaría haciendo Holmes, lo que decidiría Lord Holdhurst, las noticias que tendríamos por la mañana. Al ir avanzando la tarde, su excitación se hizo casi dolorosa.
—¿Tiene una fe implícita en Holmes? —preguntó.
—Le he visto llevar a cabo hechos asombrosos.
—¿Pero logró esclarecer alguna vez algún otro asunto tan oscuro como éste?
—Oh, sí; le he visto resolver casos que presentaban menos pistas que el suyo.
—¿Pero alguno en el que tantos intereses estuvieron en juego?
—Eso no lo sé. Lo que sí sé seguro es que ha actuado en representación de tres de las casas reinantes de Europa en asuntos vitales.
—Pero usted lo conoce bien, Watson. Es un tipo tan inescrutable, que nunca sé que pensar de él. ¿Cree que tiene esperanzas? ¿Cree que cuenta con acabar el asunto con éxito?
—No ha dicho nada.
—Eso es un mal signo.
—Por el contrario, me he dado cuenta de que cuando no sabe por dónde va, lo dice. Es cuando huele algo, pero todavía no está lo bastante seguro de que está en lo cierto, cuando se muestra más taciturno. Ahora, querido amigo, no podemos evitar los problemas poniéndonos nerviosos con ellos, así que le suplico que se acueste con el fin de que pueda estar usted fresco para lo que nos aguarde mañana, sea lo que sea.
Finalmente pude persuadir a mi compañero de que siguiera mi consejo, aunque sabía, por el estado de excitación en que se encontraba, que no dormiría nada. En realidad, su estado de ánimo era contagioso, porque yo me pasé la mitad de la noche dando vueltas en la cama, rumiando aquel extraño asunto e inventándome cientos de teorías, cada una de ellas, si cabe, más imposible que la anterior. ¿Por qué se había quedado Holmes en Woking? ¿Por qué le había pedido a la señorita Harrison que se quedara en la habitación del enfermo todo el día? Me devané los sesos hasta que me quedé dormido en el empeño de encontrar una explicación que abarcara todos los hechos.
Eran las siete cuando me desperté, y rápidamente me encaminé al cuarto de Phelps, encontrándolo ojeroso y agotado tras haber pasado la noche en blanco. Su primera pregunta fue si Holmes había llegado ya.
—Estará aquí a la hora prometida —dije yo—, y ni un instante antes o después.
Y mis palabras fueron ciertas, porque poco después de las ocho un taxi se paró ante la casa y nuestro amigo salió de él. De pie, junto a la ventana, vimos que traía vendada la mano izquierda y que su rostro estaba pálido y con un aire lúgubre. Entró en la casa, pero pasó un rato antes de que subiera.
—Parece un hombre vencido —exclamó Phelps.
Me vi forzado a contestar que era verdad.
—Después de todo —dije yo—, la clave del asunto es probable que se encuentre aquí en la ciudad.
Phelps exhaló un gemido.
—No sé cómo será —dijo él—, pero había esperado tanto su vuelta... Pero ayer no llevaba la mano vendada, ¿verdad? ¿A qué puede deberse?
—¿No estará usted herido, Holmes? —pregunté yo, cuando nuestro amigo entró en la habitación.
—¡Qué va! Sólo es un rasguño debido a mi propia torpeza —contestó, dándonos los buenos días—. Este caso suyo, señor Phelps, es ciertamente uno de los más oscuros que yo haya investigado.
—Temía que lo encontrara más allá de sus posibilidades.
—Ha sido una importante experiencia.
—Esta venda habla por sí sola de las aventuras que ha corrido —dije—. ¿No nos contará lo que sucedió?
—Después del desayuno mi querido Watson. Recuerde que vengo de respirar el aire matutino de Surrey. Supongo que ningún taxista habrá contestado a mi anuncio, ¿no? Bueno, bueno, no podemos esperar estar marcando tantos todo el rato.
La mesa estaba puesta y, en el mismo momento en que yo iba a hacer sonar la campanilla, entró la señora Hudson con el té y el café. Unos minutos después trajo las bandejas cubiertas y todos nos sentamos a la mesa; Holmes hambriento, yo curioso y Phelps en un estado de profunda depresión.
—La señora Hudson se ha superado para la ocasión —dijo Holmes destapando una fuente de pollo al
curry
—. Su cocina es un poco limitada, pero, como escocesa que es, tiene una buena idea de lo que debe ser un auténtico desayuno. ¿Qué tiene usted ahí, Watson?
—Jamón y huevos —contesté yo.
—¡Bien! ¿Qué va usted a tomar, señor Phelps? ¿Pollo al
curry
, huevos o se servirá de la bandeja que tiene a su lado?
—Gracias, no puedo comer nada —dijo Phelps.
—Bueno, entonces —dijo Holmes haciéndome un travieso guiño—, supongo que no tendrá ningún inconveniente en servirme de esa bandeja que tiene a su lado, ¿no es así?
Phelps destapó la bandeja y, al hacerlo, lanzó un grito y se quedó mirándola con el rostro tan pálido como el plato que tenía ante sí. En el centro de la bandeja había un pequeño cilindro de papel color azul grisáceo. Lo cogió, lo devoró con la mirada y después se puso a bailar locamente por toda la habitación, cayendo después en un sillón tan debilitado y exhausto por la emoción, que tuvimos que echarle brandy por la garganta para evitar que se desmayara.
—¡Venga! ¡Venga! —decía Holmes, intentando calmarlo mientras le daba unos ligeros golpecitos en el hombro—. Ha sido demasiado esto de lanzárselo así de sorpresa; pero Watson, aquí presente, sabe que no puedo resistirme a dar un toque de dramatismo a las cosas.
Phelps cogió su mano y se la besó.
—Dios le bendiga —exclamó—. Ha salvado usted mi honor.
—Bueno, el mío también estaba en juego, ¿sabe? —dijo Holmes—. Le aseguro que es para mí tan odioso el fracasar en un caso, como puede serlo para usted el cometer un error en algo que se le ha encargado.
Phelps metió el precioso documento en el bolsillo más escondido de su levita.
—No me atrevo a seguir interrumpiéndoles el desayuno por más tiempo y, sin embargo, me muero por saber cómo lo consiguió y dónde estaba.
Sherlock Holmes se bebió una taza de café, aplicándose después a los huevos con jamón. Tras esto se levantó, encendió su pipa y se acomodó en su sillón.
—Les diré lo que hice en primer lugar y cómo me las apañé después —dijo—. Tras dejarlos en la estación me fui, dando un encantador paseo por el maravilloso escenario de Surrey, hasta un bonito pueblecito llamado Ripley, donde tomé el té y tuve la precaución de llenar mi cantimplora y echarme al bolsillo una bolsa de bocadillos. Me quedé allí hasta la tarde, tras emprender el camino de regreso a Woking, me encontré en la carretera a la puerta de Briarbrae, justo después de la puesta del sol. Bueno, esperé hasta que no hubo nadie en la carretera (no es una carretera muy frecuentada a ninguna hora) y después trepé por la cerca.