Authors: Fredric Brown
Pero necesitaría poder variar la velocidad. Entre la multitud de piezas que cubrían el banco de trabajo, encontró un pequeño reóstato y lo intercaló en uno de los hilos que iban de las gafas a la batería.
Aquello era todo lo que podía hacer. No tenía tiempo para hacer más pruebas. Se levantó los anteojos hasta la frente y corrió hacia el ascensor. Un momento más tarde, estaba en la calle corriendo hacia la Plaza, a dos manzanas de distancia.
Cuando llegó vio la inmensa multitud reunida allí, mirando a los dos grandes balcones del edificio del Directorio. En el inferior habían varias personas a quienes conocía: el Dr. Skidder, Walter Johnson. Hasta el teniente Borgesen esta allí.
En el más alto, el Director Barr Maxon estaba solo, hablando al gentío que se extendía por la plaza. Su voz sonora lanzaba frases reivindicando el poderío del Imperio. A unos cuantos pasos de él, entre las gentes, Caquer distinguió el cabello blanco del Profesor Gordon y la cabellera dorada de Jane Gordon a su lado. Se preguntó si también se encontraban bajo aquel embrujo. No había duda que habían sido engañados o no se encontrarían allí. Comprendió que sería inútil el tratar de hablarles, el explicarles lo que iba a tratar de hacer.
El Teniente Caquer se colocó las gafas delante de los ojos, momentáneamente ciego porque los brazos cerraban en aquel momento los arcos de cristal. Pero sus dedos hallaron el reóstato, que estaba en cero, Y empezaron a moverlo lentamente hacia su máximo.
Y entonces, a medida que los brazos limpiadores empezaron su loca danza y fueron acelerando, empezó a ver. Al principio confusamente. A través de los cristales en forma de arco, miró a su alrededor. En el balcón inferior no observó nada de particular, pero en el balcón más alto, la figura del Director Barr Maxon repentinamente se hizo confusa.
Había un hombre de pie en el balcón, que llevaba un casco de apariencia extraña, que le cubría hasta los hombros y en su parte superior había una rueda de unos diez centímetros de diámetro, compuesta de espejos y prismas.
La rueda aparecía inmóvil, debido al efecto estroboscópico de los anteojos mecánicos. Por un instante la velocidad de los limpiacristales estuvo sincronizada con la rotación de la Rueda, de modo que cada imagen sucesiva de la Rueda la mostraba en la misma posición, y para los ojos de Caquer la Rueda de Vargas estaba inmóvil y pudo verla.
Entonces las gafas se atascaron.
Pero ya no las necesitaba.
Sabía que Barr Maxon, o quienquiera que fuese el que estaba en aquel balcón, era el Poseedor de la Rueda de Vargas.
En silencio y procurando no llamar la atención, Caquer corrió por entre los grupos y alcanzó una puerta lateral del edificio del Directorado.
Había un centinela de guardia.
—Lo siento, señor, pero no se permite la...
El guardia trató de desviar el golpe, demasiado tarde. El plano de la espada del Teniente Caquer le golpeó en un lado de la cabeza y cayó.
El interior del edificio parecía desierto. Caquer subió corriendo la escalinata que lo llevaría al piso de aquel balcón y atravesó el gran salón dirigiéndose a la puerta del balcón.
Irrumpió a través de ella y el Director Maxon se volvió. Ya no se veía el casco en su cabeza. Caquer había perdido las gafas, pero aunque no pudiera verlo, Caquer sabía que el casco y la Rueda estaban en su lugar funcionando y que ésta era su única oportunidad.
Maxon vio el rostro del Teniente Caquer y su espada desenvainada.
Entonces, abruptamente, la figura de Maxon se desvaneció. Le pareció a Caquer —aunque sabía que aquello no podía ser— que la figura ante él era la de Jane Gordon, mirándole suplicante, hablándole en un tono angustioso.
—Rod, no lo... —ella empezó a decirle.
Pero él sabía que no era Jane. Una ilusión, en defensa propia, le había sido proyectada por el operador de la Rueda de Vargas.
Caquer levantó la espada y la dejó caer con toda su fuerza.
Hubo un sonido de cristal roto y el ruido de metal contra metal, cuando su espada cortó a través del casco.
Ahora podía ver que no era Jane, sólo un hombre muerto en el suelo, con la sangre corriendo a través de un corte en el extraño y complicado casco, completamente destrozado. Un casco que ahora será visto por todo el mundo y también por el Teniente Caquer.
Del mismo modo que todo el mundo, incluyendo a Caquer, podía reconocer al hombre que lo había usado.
Sí, era Willem Deem. Y esta vez, Rod Caquer sabía que verdaderamente era Willem Deem...
—Pensé —dijo Jane Gordon— que te ibas a marchar a Ciudad Callisto sin ni siquiera despedirte de nosotros.
Rod Caquer tiró su sombrero en la dirección de una percha.
—Oh, eso —dijo—. No estoy ni siquiera seguro de que vaya a aceptar el puesto de Coordinador de Policía allí. Tengo una semana para decidirme y me quedaré en esta ciudad hasta entonces. ¿Cómo te encuentras, Jane?
—Perfectamente, Rod. Siéntate. Papá llegará pronto y tiene muchas cosas para preguntarte. ¿Cómo es que no te hemos visto desde la manifestación en la Plaza?
Es gracioso cómo un hombre puede ser tan tonto, a veces.
Pero era verdad que él se había declarado tantas veces y había sido rechazado, que quizá toda la culpa no era suya.
Él sólo pudo quedarse mirándola.
—Rod, supongo que todos los hechos no han aparecido en los programas de televisión —dijo ella—. Ya sé que tendrás que volver a contarlo todo para mi padre, pero mientras lo esperamos, ¿no quisieras adelantarme alguna cosa?
Rod sonrió.
—No tiene importancia, realmente, Jane —dijo—. William Deem consiguió hacerse, de algún modo, con un libro de la Lista Negra, y descubrió el modo de fabricar una Rueda de Vargas. De modo que hizo una y empezó a pensar cómo usarla.
—Su primera idea fue matar al Director Barr Maxon y hacerse pasar por Director, ajustando el casco de modo que apareciera como Maxon. Colocó el cuerpo de Maxon en su propia tienda y se divirtió mucho con su propio asesinato. Tenía un torcido sentido del humor y disfrutaba al vernos confundidos.
—¿Pero cómo consiguió hacer todo el resto? —preguntó la muchacha.
—Se encontraba allí con la apariencia de Brager y pretendió descubrir su propio cuerpo. Dio una descripción de la causa de la muerte e hizo que Skidder, yo y los sanitarios viéramos el cuerpo de Maxon, cada uno de una manera distinta. No es extraño que casi nos volviésemos locos.
—Pero Brager recordaba haber estado allí —objetó ella.
—Brager estaba en el Hospital en aquel momento, pero Deem lo vio más tarde e implantó en su mente el recuerdo de haber descubierto el cuerpo de Deem —explicó Caquer—. Naturalmente, Brager pensó que había estado allí.
»Entonces mató al secretario confidencial de Maxon, porque habiendo estado tanto tiempo en contacto con Maxon, el secretario podía haber sospechado algo fuera de lo normal, aunque no hubiese podido decir lo que era. Éste fue el segundo cadáver de Deem, que a estas alturas estaba divirtiéndose mucho cuando vio el lío en que estábamos.
Y desde luego nunca envió a buscar un investigador especial a Ciudad Callisto. Estaba jugando conmigo, haciéndome creer que iba a encontrar a un detective y haciendo que el detective fuese Willem Deem otra vez. Casi me volví loco, entonces.
—Pero, ¿cómo fue, Rod, que no tenías las mismas ideas que los demás? Me refiero a ese asunto de conquistar Callisto y todo lo demás —preguntó ella—. ¿Estuviste libre de este aspecto de la hipnosis?
Caquer se encogió de hombros.
—Quizá fue debido a que no llegué a ver el discurso de Skidder en la televisión —sugirió—. Desde luego no se trataba de Skidder sino de Deem bajo otra apariencia, llevando el casco. Y quizá me excluyó deliberadamente a mí, porque tenía una clase anormal de diversión al ver mis esfuerzos por resolver las muertes de dos Willem Deem. Es difícil saberlo. Es posible que yo estuviese ligeramente afectado por la tensión nerviosa y por esa razón fuese en parte resistente a la hipnosis general.
—¿Crees que realmente quería gobernar sobre todo Callisto, Rod? —preguntó Jane.
—Nunca sabremos, con seguridad, hasta dónde quería o esperaba llegar más tarde. Al principio estaba experimentando con los poderes de la hipnosis, por medio de la Rueda. La primera noche, sacó a las gentes de sus casas y las hizo andar por las calles, y luego las mandó regresar e hizo que lo olvidaran. Fue una prueba, sin duda.
»Deem era, indudablemente, psicopático, y no podemos adivinar cuál era su plan completo —continuó Caquer—. ¿Has comprendido cómo funcionaban los anteojos para neutralizar la influencia de la Rueda de Vargas, Jane?
—Creo que sí. Esa fue una brillante idea, Rod. Es lo mismo que cuando se toma una película de una rueda en movimiento, ¿no? Si la cámara se sincroniza con la rotación de la rueda, de modo que a cada fotografía sucesiva la rueda dé un giro completo, entonces parece que la rueda esté inmóvil cuando se proyecta la película.
Caquer asintió.
—Exactamente. Tuve suerte en poder conseguir esos anteojos. Durante un segundo pude ver a un hombre de pie, en el balcón, llevando un casco; eso era todo lo que necesitaba saber.
—Pero, Rod, cuando apareciste en el balcón no llevabas ya las gafas. ¿No podía haberte detenido por medio de la hipnosis?
—Por suerte, no lo hizo. Supongo que no tuvo tiempo de dominar a mi mente. Sin embargo, me proyectó una ilusión. No era ni Barr Maxon ni Willem Deem la persona que vi allí en el último instante. Eras tú, Jane.
—¿Yo?
—Sí, tú misma. Creo que él sabía que estaba enamorado de ti, y eso fue lo primero que se le ocurrió; que no me atrevería a usar la espada si yo creía que la dirigía contra ti. Pero no lo eras, a pesar de la evidencia de mis ojos, de modo que di el golpe.
Se estremeció ligeramente al recordar la fuerza de voluntad que había necesitado para levantar la espada contra ella.
—Lo peor de todo fue que te vi allí de pie, como siempre he deseado verte, con los brazos tendidos hacia mí y mirándome como si realmente me amaras.
—¿De este modo, Red?
Y esta vez no fue obtuso para comprender lo que ella quería decir.
(Nothing Sirius)
Felizmente extraje las últimas monedas de nuestras máquinas y las conté, mientras Ma anotaba las cifras en el librito rojo a medida que yo se las cantaba. Eran unas bonitas cifras.
Sí, habíamos conseguido una buena recaudación en los dos planetas de Sirio, Thor y Freda. Especialmente en Freda. Esas pequeñas y aisladas colonias de la Tierra darían lo que fuera por cualquier clase de entretenimiento, y el dinero no significaba nada para ellos. Hicieron largas colas para entrar en nuestra tienda y meter sus monedas en nuestras máquinas, y así compensaron los elevados gastos del viaje que habíamos hecho por nuestra cuenta y riesgo.
Sí, esas cifras que Ma estaba anotando eran muy consoladoras. Naturalmente, las había sumado mal, pero Ellen se encargaría de subsanar el error en cuanto Ma se diese por vencida. Ellen está dotada para los números. Y para muchas otras cosas, si es que un padre puede decir eso de su única hija. De todos modos es mérito de Ma, no mío. Yo soy una persona del montón.
Guardé la caja de monedas de la Carrera Espacial y alcé la vista.
—Ma... —empecé a decir. Entonces la puerta que daba al compartimiento del piloto se abrió y John Lane apareció en el umbral. Ellen, sentada enfrente de Ma, dejó el libro y también alzó la vista. Era toda ojos y éstos brillaban.
Johnny saludó militarmente, con el saludo reglamentario que todo piloto de una nave particular debe hacer al propietario y capitán de la nave. Este saludo tenía la virtud de exasperarme, pero no podía decirle que prescindiera de él porque las reglas así lo establecían.
Dijo:
—Un objeto a proa, capitán Wherry.
—¿Un objeto? —inquirí—. ¿Qué clase de objeto?
Verán, por la voz de Johnny y por el rostro de Johnny, era imposible adivinar si se trataba de algo importante o no. La Escuela Politécnica de Ciudad de Marte les enseña a ser estrictamente inexpresivos, y Johnny se había graduado magna cum laude. Es un buen muchacho, pero anunciaría el fin del mundo con la misma voz que emplearía para anunciar la cena, si fuese labor del piloto anunciar la cena.
—Parece un planeta, señor —fue todo lo que dijo.
Necesité unos minutos para asimilar sus palabras.
—¿Un planeta? —pregunté, sin demasiada brillantez. Lo miré fijamente, confiando en que hubiese bebido o algo por el estilo. No porque tuviese nada que objetar al hecho de que viera un planeta estando sobrio, sino porque si Johnny descendía alguna vez al nivel de tomar unas copas, era probable que el alcohol disolviera en parte la rigidez de su espalda. Entonces yo tendría alguien con quien intercambiar historias. Viajar por el espacio con sólo dos mujeres y un graduado de la Politécnica que obedece todas las reglas puede resultar muy aburrido.
—Un planeta, señor. Un objeto de dimensiones planetarias, diría yo. Diámetro de unos cuatro mil quinientos kilómetros, distancia de unos tres millones, curso aparente de una órbita alrededor de la estrella Sirio A.
—Johnny —dije—, nos encontramos dentro de la órbita de Thor, que es Sirio I, lo cual significa que es el primer planeta de Sirio, de modo que, ¿cómo puede haber un planeta dentro de esa órbita? No me estarás tomando el pelo, ¿verdad?
—Puede usted examinar la visiplaca, señor, y comprobar mis cálculos —replicó estiradamente.
Me levanté y entré en la cabina del piloto. Era cierto, en el centro de la visiplaca delantera había un disco. Comprobar sus cálculos era algo impensable. Mis matemáticas terminaban en el punto donde terminaba la suma de las monedas de las máquinas. Me mostré dispuesto a aceptar su palabra respecto a los cálculos.
—Johnny —exclamé, casi gritando—, ¡hemos descubierto un nuevo planeta! ¿No es extraordinario?
—Sí, señor —comentó él, con su desapasionada voz habitual.
Era algo extraordinario, pero no tanto. Quiero decir que el sistema de Sirio ha sido colonizado hace poco tiempo y que no era demasiado sorprendente encontrar un pequeño planeta de cuatro mil quinientos kilómetros sin descubrir aún. Especialmente (aunque esto no se sabía) si su órbita es muy excéntrica.
La cabina del piloto era demasiado pequeña para albergar también a Ma y Ellen, por lo que se quedaron junto a la puerta, y yo me aparté un poco para que vieran el disco en la visiplaca.