"Al mes Soledad ya se había llevado su mochilita a la casa de él", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "En esa época ella tenía una facilidad asombrosa para hacer la mochila e irse a vivir a la casa de un novio. Ella tenía dos o tres cosas nomás, las metía en la mochila, se iba a la mierda y chau. Siempre andaba buscando algo. La casa aquella estaba llena de gatos y de perros. Pablo era un estilo hippie colgado, estaba fumado todo el día, desde que se levantaba. Él la ayudó mucho a despegar de Gabriel y de todo ese tema. Comparándolo con todo lo anterior era un tipo bueno que la quería, estaba súper enamorado de ella. Ella estaba con él, supongo, para no estar con Gabriel. No sé si estaba muy enamorada de él, pero era un buen tipo".
Todos lo dicen, y algo falla, en general, cuando todos dicen de alguien que es muy bueno. "Sí, era un pibe muy tranquilito, muy buenito, muy lassie era el pibe", dirá Fabián Serruyo. "En la Argentina decir que alguien es buen tipo está muy cerca de decir que es un pelotudo, también", dirá Luis Rosas. "Era un pibe que si Soledad no se ponía las pilas, él se podía quedar tirado en la cama mirando cómo se le venía abajo el techo. A nosotros no nos gustaba un carajo, porque realmente era un sorete. El pibe no tenía ninguna perspectiva, ningún proyecto. Era bostero y su única preocupación de lunes a sábado era conseguir la guita para irse el domingo a ver a Boca. Era un tipo muy vago, no servía para nada".
Pablo era vegetariano: Soledad empezó a interesarse en la cuestión. Leyó libros de macrobiótica, descubrió medicinas naturales, dejó de comer carne. Al principio no la impulsaba su habitual defensa de los animales: era, más bien, una forma de limpiarse el espíritu purificando el cuerpo. Siempre le había gustado cocinar: aprendió recetas con verduras, se enteró de qué comidas le curarían, supuestamente, un dolor de cabeza o un malestar hepático. Soledad comía mucha polenta, lentejas, pastas, una lata de arvejas por día — para aprovechar sus proteínas.
—Ayer leí qué significa vegetal. Decía que significa algo que crece, algo lleno de vida. ¿No es copado? Y nosotros matando vida para comer. Somos increíbles.
Soledad había empezado a leer un poco más, a interesarse por algunas cosas nuevas. Descubría el placer de ciertos descubrimientos, encontraba razones con las que podía estar de acuerdo. Y poco a poco se fue haciendo más radical: al cabo de un tiempo ya propagandizaba las bondades de la comida vegetal ante cualquier público presente. Algunos domingos el asado familiar en Villa Rosa se convertía en un motivo de conflicto.
—Pero cómo siguen comiendo carne, che, no sean animales. ¿No entienden que no es necesario matar a un animal para alimentar a otros animales...?
El proyecto del viaje a Brasil avanzaba, pero hacía falta cierta preparación. Pablo tenía una novia en Ilha do Mel, la playa brasilera donde quería llevar a Soledad, y fue sincero:
—Mirá, antes de irnos yo tendría que hablar con ella, ver cómo es la cosa. Si vos te lo bancás yo voy antes, la veo, veo qué me pasa con eso y después entonces podemos armar el viaje juntos. ¿Te parece?
Soledad lo aceptó y le regaló un colgante de cuarzo para que la tuviera muy presente. Pablo salió para Ilha do Mel, en el estado de Paraná, a principios de noviembre. Diez días después estaba de vuelta: la había extrañado tanto, le dijo, la quería, ya no tenía dudas. Decidieron hablar con los padres de ella.
"Yo les dije que por ahora nos estábamos conociendo pero que nos iba bárbaro", dirá Pablo Rodríguez, su ex novio. "Y que no sabíamos qué podía pasar pero que yo nunca le iba a pegar ni faltarle el respeto y que siempre que estuviera conmigo la iba a cuidar, iba a tratar de darle lo mejor. A ellos muy bien no les cayó. Por un lado sí, porque Sole podía apartarse un poco del quilombo, pero por otro lado nos decían 'por qué no se quedan y hacen el pensionado de perros, y se hacen de guita'. Pero bueno, a veces no importa mucho la plata, ¿no? ¿Qué vale más, un ananá en la playa o diez lucas en el bolsillo?".
Pablo repartió sus perros y sus gatos; Soledad rindió su última materia en la Universidad de Belgrano: Protocolo estaba llena de consejos que guiarían su vida. Se sacó un nueve y su promedio general fue 7,81. Estaba muy bien, pero el fin de su carrera no fue motivo de gran algarabía; era, más bien, el alivio de pagar una deuda, de terminar con algo que, suponía, les debía a sus padres. A mediados de diciembre Soledad volvió a prepararse la mochila azul y roja.
Ilha do Mel era un lugar casi salvaje, con apenas algún coche y poca electricidad y mucha naturaleza desbocada y el mar turquesa y casas muy modestas. En esa isla Pablo tenía unos "parientes": una familia lugareña medio india de padre y madre y siete hijos, que lo había alojado un año antes. En diciembre uno de esos hermanos había abierto un barcito en la playa: Pablo quedó conchabado para atender las mesas, Soledad cocinaba con utensilios muy precarios y los dos dormían en un cuartito del fondo. Allí pasaron Navidad y Año Nuevo: todo sonaba idílico hasta que empezaron las peleas con la mujer del dueño y los problemas para cobrar sus sueldos. Al cabo de un mes lo dejaron: casi enseguida Soledad se consiguió otro empleo.
"Cuando llegamos a la isla todos me conocían, tenían la mejor onda conmigo. Pero después de un par de semanas toda la onda era con ella: Sole era increíble, afectuosa, divertida, todos la querían. Así que enseguida pegó otro laburito que era de limpiar y cuidar las plantas del quintal de la mina de al lado", dirá Pablo Rodríguez. "Yo le hice la cerca. Pero la mina que nos contrató nos quiso pagar menos. Yo esas situaciones las dejo pasar y trato de hacer otra cosa, apostar a cosas independientes, no pretendo vivir de ponerle una cerca a un rico. Pero Sole tuvo quilombo, porque ella lo había hecho a full, súper responsable, le gustaba hacer las cosas bien... Era muy buena onda, muy trabajadora, siempre buscaba tener un laburito, dar una mano. A mí a veces me molestaba un poco porque yo sentía que cuando vale la pena es copado, pero cuando no es reconocido, como con esta vieja, no sirve. Y la mina le quería pagar la mitad de lo que habían quedado y Sole —mirá que no se rayaba nunca- le tiró unas bolsas de basura y la mina hizo la denuncia en la cana y tuvimos que hablar con el único policía que hay ahí... Igual el cana no hizo nada, son conflictos chiquitos. Creo que nos dijo que recogiéramos la basura. Fue una reacción de bronca juvenil. En realidad era una boludez, porque la mina podría haberse quedado en el molde, y nosotros peleábamos por 20 pesos y teníamos 500 en el bolsillo. Era más bien algo moral".
Pablo y Soledad se habían mudado a una cabaña en el morro, en una zona de reserva ecológica. Estaban contentos: ahora sí tenían un lugar propio y lo fueron arreglando, armando entre los dos. Se hicieron muebles, organizaron una huerta. Un poco más allá, en el medio del monte, un colombiano se había apropiado de tierras ajenas y las llenaba de basuras. Pablo y Soledad se unieron al pequeño movimiento local que intentó contenerlo: tras unos días de asambleas, trámites y amenazas, consiguieron desalojar al colombiano. Era un triunfo muy menor pero era un triunfo, y los llenó de placer.
—¿Viste que a veces sirve, Sole, juntarse con la gente?
Soledad se rió: no solía ser su estilo. Pero le encantaba ese lugar, esa vida silvestre.
"Lo que me contó fue que terminaron en una isla donde había sólo gente del lugar", dirá su amiga Sole Vieja. "Ella me los pintó como indígenas. Ahí saltaba la inocencia de Sole. Por ejemplo, decía que la mayoría de las personas que vivían en este lugar estaban en bolas. A Sole le parecería que lo más natural era estar en bolas con ellos. En bolas significa literalmente en bolas. De repente tenía peloteras terribles con Pablo porque él le decía 'loca, más allá de que sean indígenas y vos lo veas como algo inocente, no dejás de ser una mujer'. Ella no lo veía así y se peleaban. A ella le parecería que era fashion, andá a saber qué pasaba por la cabeza de Sole. Después cuando llegaron seguía con la misma historia y yo les decía que no podía creer que se sigan peleando por esa boludez. Ella sentía como que Pablo no la podía ver con la misma pureza que la veían los indígenas, una cosa así".
Esas peleas menores no empañaban el bienestar general de esos días tropicales. Algunas noches hacían planes: quizás podrían comprar esa cabaña, quedarse para siempre.
"Habría sido tan lindo", dirá Pablo Rodríguez. "Hablábamos de quedarnos ahí, hacernos un lugar, tener una huerta, un par de caballos, hasta llegamos a hablar de tener hijos juntos. Pero después de que pasaron los carnavales yo tenía que resolver un par de cosas en Buenos Aires: el tema de mi perro y la cuestión de mi laburo, que yo quería ver si podía concentrarlo todo una vez por mes, para ir y volver. Entonces le dije que nos fuéramos por unos días a Buenos Aires; Sole no se quería volver. Me dijo que estaba bien a hí, que se quería quedar y yo le dije que no la iba a dejar sola ahí. Un poco entre los dos resolvimos dejar las cosas armadas allá, pero ella no estaba muy convencida: decía que tenía miedo que los viejos no la dejaran volver: 'Mirá, yo tengo miedo porque a mí siempre me manejaron y me es difícil salir de ese lugar'. Y yo, como un boludo, le dije que eso era algo que ella tenía que resolver hoy o mañana. Si ella de verdad lo quería, de últimas iba a haber un enfrentamiento, pero si es lo que querés lo defendés. Además estábamos muy bien, nada hacía prever el desenlace que hubo".
A fines de marzo Soledad y Pablo armaron sus mochilas, cerraron la cabaña y se volvieron a Buenos Aires por unos días. En un mes, a lo sumo en dos, volverían a su playa brasilera.
En la noche del 11 de marzo de 1997 alguien tiró una bomba molotov contra el portal de la iglesia de San Vincenzo en Giaglione, en el Valle de Susa. La puerta sólo tuvo chamuscones; junto a ella aparecieron unos volantes firmados por una organización desconocida: Lupi Grigi, armata delle tenebre e vendetta dei poveri –"Lobos Grises, ejército de las tinieblas y venganza de los pobres".
Era el séptimo atentado en el Valle, y el primero firmado por los "Lobos Grises". Otros dos habían sido reivindicados por una organización "Val Susa Libera" y uno por un "Fronte Armato Val Susa"; todos ellos habían consistido en pequeños incendios de maquinaria e instalaciones de empresas ligadas al TAV o la SITAF, la concesionaria de la autopista que atraviesa el Valle. Una de las pintadas englobaba al "TAV, RAI, políticos = mafia".
Una semana después, el 18, también en Giaglione, el octavo atentado: desconocidos volaron con dinamita parte de la cabina desde donde se controlaba la iluminación y la ventilación de un túnel de la autopista. Los daños se calcularon en 50.000 dólares, y los diarios hablaron de un "salto cualitativo" de los saboteadores. La pequeña bomba fue detonada a distancia y los responsables "eligieron sin tardanzas entre las cuatro puertas de la cabina para dirigirse justo a la que contiene las conexiones de tensión media... Eran personas expertas o muy bien informadas. Antes de poner la bomba desactivaron el mecanismo automático que pone en marcha un generador de reserva, para estar seguros de interrumpir el servicio". Además era la única cabina de control de la autopista que no tenía ningún sistema de alarma. Nadie firmó la operación.
El "salto cualitativo" tampoco llegó a los diarios argentinos: Soledad Rosas seguía sin enterarse de esa historia que, de todas formas, no le habría interesado en lo más mínimo.
Hay momentos en que todo se acelera: hechos se precipitan, arrecian las sorpresas. En abril de 1997 María Soledad Rosas estaba por cumplir veintitrés años y a veces les decía a sus amigas que ya le había llegado la hora de dejar de ser una nena. Lo estaba haciendo: tenía un novio con quien se entendía pasablemente bien, ese proyecto de vivir con él en una playa brasilera, algún dinero para ponerlo en marcha. Su vida parecía encarrilada.
—Todo bien, pero tenemos que conseguirnos un lugar para vivir, Pabli.
—Sí, seguro. Aunque sea por estos días, mientras arreglamos todo para volvernos.
—¿Y si nos vamos a Villa Rosa?
—Por mí, genial.
"Entonces fuimos a ver a los padres de Sole a la quinta y les dijimos que todo eso era provisorio, que nos volvíamos a Brasil, pero si mientras tanto podíamos vivir ahí, ya que ellos no estaban nunca", dirá Pablo Rodríguez, su ex novio. "Y de paso la cuidábamos, ellos siempre nos hicieron laburar, cortar el pasto, la tenían muy bien acostumbrada a Sole. Y ahí la vieja dijo que no aceptaba el concubinato. De hecho, un día que fuimos a dormir ahí nos quería poner en camas separadas. Yo no iba a coger estando los viejos ahí, no soy tan moderno, pero dormir en el living... Aparte era ridículo porque veníamos de meses de vivir juntos. Y además, ellos habían aceptado esa relación terrible anterior con ese pibe que le pegaba, aunque no durmieran ahí".
—Yo querría vivir unos días en la torre del jardín, acá, con Pablo.
—No, Solita, para vos sola sí, claro, pero si te vas a venir con ese pelotudo no, ni lo traigas acá.
Le contestó su padre. "Por ahí yo soy muy bestia en mi forma de decir las cosas, está bien", dirá Luis Rosas, "pero es mi forma de ser y no la puedo cambiar".
"En parte era mejor porque no se nos mezclaban las cosas con los viejos", dirá Pablo Rodríguez. "Pero nos quedamos en bolas; Juan y Silvia Gramático nos apoyaron y nos propusieron ir a su casa. Dormimos un par de días ahí, no me acuerdo bien, y al final ellos averiguaron de un terreno con una casita, allá a la vuelta. Era de un tipo que iba los veranos con los amigos y tenía cancha de fútbol, pileta, un baño y un cuartito: como se venía el frío nos lo alquiló por cien mangos. La situación era muy ridícula porque alquilamos un lugar enfrente de la quinta de los viejos de Sole, que iba a estar vacía toda la semana. Pero empezamos a vivir ahí. A mí me quedaba lejos y teníamos que arreglar bien los horarios. Y la vieja se empezó a quedar todos los días en la quinta. Llegaba el viernes, se iba el miércoles, y cuando se iba le decía a Sole si no quería irse con ella. Pero la situación no era 'yo no quiero que estés con ese flaco'. Era 'hola, buen día, por qué no vienen a comer unas facturitas a casa'. Y Soledad para hacer sus cosas también iba a su casa. Cada vez pasábamos menos tiempo juntos, Sole y yo: nos estaban cagando".
"Pablo era macanudo", dirá Juan Gramático, su vecino de Villa Rosa. "La casa donde estaban era de un amigo mío. Y los viejos de Sole tenían el grito en el cielo. Iban y le rompían las bolas a ella, 'mirá dónde estás, cómo estás viviendo', y esas cosas. Pero yo a ellos los veía bien. El problema que tenía la relación eran los viejos, que no aceptaban al flaco. Ellos pensaban que ella se tenía que casar con un tío con guita, con un flaco cool. Pero no se les daba, porque a la piba le gustaba otro estilo de gente. Sole era una pendeja linda, inteligente, sensible, muy solidaria, copada. Y bueno, era una situación incómoda".