"Sole era un ser profundamente generoso", dirá su amiga Sole Vieja. " A veces ella se quedaba a domir en casa, entonces salía muy temprano y se iba a comprar facturas para los demás paseaperros, que si no no desayunaban. Era muy generosa y eso hacía de imán para este tipo de gente. Y se vestía como ellos, discutía de fútbol de igual a igual, era una más".
Todos los días, más allá de lo que hubiera pasado la noche anterior, se levantaba a las seis de la mañana para salir a buscar su jauría; Soledad era seria y sus clientes seguían confiándole sus animales y las llaves de sus departamentos. Y por las tardes iba a la Universidad. En julio rindió su primer final: un ocho en Organización hotelera. Además de inglés, que sabía desde chica, tuvo que estudiar materias tan excitantes como Comunicación empresaria, Administración de personal, Estructura y Equipamiento hotelero, Gastronomía, Seguridad y Mantenimiento, Computación, Marketing hotelero. Nada que le interesara demasiado, pero cumplía sin problemas. Era, en esa facultad de jóvenes atildados y correctos, un bicho raro: alguna vez, desconfiado de su aspecto, el portero no la dejó entrar.
—Yo me cago en los compañeros que van vestidos de punta en blanco. Yo vengo de laburar, de pasear perros y voy vestida como estoy.
A Soledad no le importaba, pero a veces negociaba, jugaba el juego: cuando tenía que dar un examen, por ejemplo, se vestía con más cuidado.
"Entonces Sole me llamaba y me decía 'me voy a vestir a tu casa, porque yo no tengo nada, no tengo qué ponerme'", dirá Gabriela Rosas. "Era un problema para ella. Con todo se sentía mal. Nunca una pollera, jamás. Y terminaba con un pantalón de corderoy oscuro y una campera más o menos. Cuando tenía que comprar ropa me pedía que la acompañara: para ella era todo un esfuerzo el tema de vestirse. Sí, había una cosa de rebeldía en ella, pero no era sólo la ropa. Era algo que se fue dando; ella no tenía un discurso claro sobre ella misma. Por lo menos yo no se lo percibí. No sé si ella sabía contra qué era rebelde en ese momento, qué era lo que le estaba pasando. Creo que sí lo encontró después, pero hasta ese momento era como un 'soy así, no sé por qué soy así'. Y se veía que estaba confundida porque andaba de acá para allá buscando dónde vivir, con quién sentirse bien, quiénes eran sus amigos y quiénes no. Se sentía incómoda pero no tenía muy claro por qué, ni qué la incomodaba o qué de ella misma le desagradaba. Porque tenía como un desagrado sobre ella misma, sobre lo que estaba haciendo, sobre su vida. Había una especie de nada, como un vacío en ese momento. Fueron dos o tres años, de los veinte o veintiuno a los veintitrés, ese vacío".
"Yo le demostré a Soledad que ese tipo era un cagón", me dirá Luis Rosas, su padre. "Un barra brava es un cagón, un tipo que trabaja de patota. Yo una vez tuve un problema con él, cuando Soledad ya se había peleado con él y yo me enteré que él le había pegado y la seguía jodiendo, entonces me fui a la casa de él, le toqué el timbre, lo agarré de la solapa, le dije de todo, lo traté de maricón de mierda y el pibe no reaccionó. Entonces le dije a Soledad ves que es un cagón, un patotero, que reacciona solamente cuando está en patota..."
Aquella primavera se le fue intentando separarse definitivamente de Gabriel, pero él no se dejaba. A veces se aparecía en la plaza Las Heras y le pedía perdón, le hacía nuevas promesas; otras la amenazaba, le ahuyentaba los perros, le tiraba las correas tras las rejas de la escuela. Alguna vez la pelea se hizo tan violenta que un par de policías se acercaron a ver qué pasaba. Muchas mañanas su madre la acompañaba para tratar de disuadir a Gabriel, si llegaba a presentarse.
"Nosotros estábamos muy preocupados", dirá Marta Rosas. "Teníamos miedo de que el tipo la matara, que le hiciera algo. Entonces Luis, mi marido, fue a hablar con el padre de Gabriel. Y el padre le dijo 'es loco, no sabemos qué hacer con él, ojalá estuviera muerto', por los dolores de cabeza que le daba: imaginate vos lo que padecería esa familia".
"Mi marido nunca me dijo eso", dirá Marta Zoppi, la madre de Gabriel. "No, mi marido me lo hubiera dicho. Somos de confiar entre nosotros. Inclusive se lo voy a preguntar. Quizás fue así y mi marido no me lo dijo para que no me haga problema. Soledad y Gaby se peleaban y él estaba caído. A los pocos días yo bajaba de casa y me los encontraba en la puerta a besos y abrazos y muertos de risa. Lo que me dijo su amigo Martín, que después falleció en un accidente, es que, para Gabriel, María Soledad era el amor de su vida. Chicas había tenido muchas, pero el amor de su vida era ella".
Soledad no sabía cómo sacárselo de encima —y, a veces, no estaba convencida de querer hacerlo. Su entuerto con Gabriel se había convertido en una cuestión para su familia y sus amigos. Alguna vez su hermana Gabriela se lo cruzó por la calle y le dijo que la dejara en paz de una buena vez.
—¡Vos metete en tu vida, qué te creés, no vas a seguir controlando a tu hermana como si siempre tuviera diez años!
Otras veces sus amigas intentaban distraerla presentándole amigos. Tras una de sus variadas peleas, Lorena y Adrián, su marido, le propusieron una salida con un vecino:
"Era el carnicero de la vuelta. Era feo, y aparte tenía una moto con computadora, era un personaje", dirá Lorena Dussort. "Se lo presentamos porque una vez él la vio en una foto y le encantó. El tipo nos dijo que tenía un problema: 'es un lío; a mí cuando conozco una mina que me gusta me pongo al palo'. Y yo le dije 'está todo bien, con Soledad está todo bien'. Me acuerdo que cuando Soledad lo vio se le transformó la cara. Y me llamó y me dijo 'qué es esto, de dónde lo sacaste'. Yo le dije 'Soledad no te vas a espantar, que vos tenés cada amigo, dejate de joder...'. Y ella me dijo, yo voy con vos en la moto, ni sueñes que me voy a subir ahí. Yo en esa época tenía una motito. Entonces nosotras nos subimos en la mía y Adrián y el carniza en la otra. Íbamos por Libertador, y paramos a comer algo por Martínez. El flaco estaba que se derretía. Y la buscaba todo el tiempo, de toquetearla, ya se zarpaba... Y Soledad me dijo 'vos sos una zarpada, encima está muerto de hambre'. Y yo le dije 'Soledad vos lo estás provocando, ése es tu problema'. El pibe debe haber dicho ahora o nunca. Así que se rezarpaba, la toqueteaba por todos lados, la otra lo cagaba a trompadas. Y así y todo no era una mina que se te ofendiera. Al otro día me dijo 'yo con vos no salgo más'. Pero después nada".
La separación no se concretaba. Gabriel se deprimía, lloraba, recaía en sus pastillas, se desesperaba ante la psicóloga del hospital Fernández: un chantaje bastante completo. Cuando él se tuvo que operar de un menisco, ella aprovechó para alejarse; en esos días una amiga de la familia Zoppi la fue a ver para pedirle que no lo dejara:
—Él es un buen pibe, en el fondo, y te adora. Si le tenés paciencia, si lo ayudás, vas a ver cómo sale.
—Yo también lo quiero, pero hace más de un año que estoy tratando de ayudarlo y no pasa nada, sigue igual. Yo así no puedo, ya no consigo estudiar ni trabajar ni nada. No, así no puedo más.
Cuando él se curó y volvió a las calles del barrio los encuentros se hicieron frecuentes otra vez; entonces Soledad repartió los perros entre sus colegas de la plaza y aceptó la invitación de un muchacho que había conocido poco antes para reunirse con él en el Brasil: era una decisión tajante pero le pareció la única forma de cortar del todo con Gabriel. Y además ya se iba haciendo hora, se dijo, de empezar a ver mundo.
Nadie recuerda el nombre de ese muchacho. (Decir nadie recuerda es una convención; es decir: yo no he podido encontrar a nadie que recuerde el nombre de ese muchacho cordobés que Soledad fue a ver al norte del Brasil.) Sí sabemos que en esos días, verano del '96, Soledad salió de Buenos Aires con dos chicas que conocía de la plaza Las Heras: María y la India. Y que llevaba más de 1.500 dólares en traveller-checks porque pensaba quedarse varias semanas por allí y que con ellos y ellas llegó una tarde a Porto Seguro, estado de Bahia.
El cordobés la recibió sin grandes efusiones y le pidió que cambiara sus cheques: iban a poner juntos un chiringuito de venta de bebidas en la playa y necesitaban pagar los gastos iniciales. Soledad lo hizo y se instaló con sus amigas en una cabaña alquilada; ya se habían dormido, esa primera noche, cuando las despertaron los ruidos que hacían tres morochos con cuchillos: los locales las amenazaron con relativa calma y, sin más agravios, las desvalijaron. Habían tenido suerte, pensaron después, mientras empezaban a recuperarse del susto, de que todo se hubiera limitado a un robo, pero lo cierto era que estaban muy lejos y muy pobres. El cordobés nunca más apareció: Soledad siempre dudó sobre su intervención en ese robo.
Soledad tenía recursos: un tío suyo, hermano de su padre, llevaba muchos años viviendo en San Pablo y, en ese momento, pasaba vacaciones en un hotel lujoso de Ilheus, a 200 kilómetros de allí. Soledad consiguió unas monedas para subirse a otro ómnibus y lo fue a buscar. El hombre se sorprendió: la última vez que había visto a su sobrina era una nena prolija y bien vestida y ahora se le aparecía una especie de hippie con el pelo cortajeado y la ropa en emergencia sanitaria. Pero le dio la plata necesaria: Soledad pudo pasarse más de un mes en campings y playas solitarias del norte de Brasil, con sus amigas porteñas y todo un grupo que se hacía y deshacía sin parar.
El 2 de marzo de 1996, 3.000 personas se reunieron en la plaza de Sant'Ambrogio di Torino, un pueblo del Piamonte, en el extremo norte de Italia. Sant'Ambrogio está a menos de 20 kilómetros de un pueblo mayor que se llama Collegno, a la entrada del valle de Susa, que comunica Italia y Francia a través de los Alpes. Esa sábado y todavía hacía frío en la montaña; los 3.000 se habían juntado para hacer pública su oposición a un proyecto que estaba revolucionando el valle: "No queremos terminar como los indios de las reservaciones", gritaban sin gran ritmo. Unas semanas antes los ministros de Transportes de Italia y Francia habían firmado el acuerdo para iniciar las excavaciones preliminares que llevarían a la construcción del TAV, un "Tren de Alta Velocidad" que correría entre Turín y Lyon. Los vecinos y la mayoría de los intendentes de los pueblos del Valle temían por la preservación de sus lugares, sus casas, sus cultivos, su cultura y querían expresarlo.
Soledad Rosas no leyó esa noticia en los diarios argentinos: en principio porque no leía mucho los diarios y, además, porque los diarios argentinos no publicaron esa noticia —ni tenían por qué.
Soledad volvió flaca, cansada, contenta: había salido al mundo y descubierto que podía sobreponerse a sus peligros. Al otro día la llamó su amigo Fabián y le dijo que tenía que verla urgente.
—No sabés lo que pasó, loca. Ale se mató.
—¿Cómo?
—Se mató, se tiró abajo de un tren.
—¡Abajo de un tren!
La muerte de Alejandro nunca quedó del todo clara. Era seropositivo y solía deprimirse: esa tarde estaba cruzando las vías cerca de la estación de Flores con su sobrino menor. Alejandro se retrasó: lo único que vio su sobrino fue que el tren le pasaba por encima; nunca se supo si se había caído, si había tropezado, si se había tirado.
—No sé, Sole, la verdad que no sé si se tiró, se cayó, qué carajo. Todos dicen que se mató, pero yo sé que él no se quería matar. Tenía a su hija, la quería un montón... A veces hablaba de matarse, que ya no se la bancaba, pero yo sé que no era en serio... Ale no se quería morir.
Soledad patinó. Fue su primer encuentro cercano con la muerte y la sorprendió la violencia de ese choque. Había algo impensable en todo eso: últimamente no lo veía tan a menudo, pero la idea de que Alejandro no fuera a aparecer nunca más, que nunca más irían a fumarse un porrito a la plaza, a tomarse unas cervezas en el bar de la Reina, le parecía una aberración. Y no terminaba de entenderla: la muerte es un aprendizaje complicado.
Soledad estaba desconsolada. Esa noche se fue a ver a Sole Vieja, que ya se había mudado a Caballíto:
"Yo tenía una vecina que me obsesionaba porque le gritaba mucho a sus hijos", dirá Soledad Echagüe. "Mi departamento era chiquito, se oía todo, y yo detesto que se les grite a los niños. Creo que los niños, los animales y las plantas tienen que tener un cuidado aparte. Y ese día yo estaba tirada en la cama y Soledad se daba una ducha con la puerta abierta y me contaba, lloriqueando, de la muerte de este chico. Y en el medio se escuchaban las puteadas de la mina al hijo. De repente Soledad abre la ventana, la muy zarpada, se asoma y le grita 'callate, yegua, sos una hija de puta'. Yo me quería morir. La mina nunca más les gritó a los chicos. Fue un flash eso. Fue rara la situación; digo, que en el medio del lloriqueo, la tipa se ocupó de abrir la ventana y gritarle a la mina. Qué loco, ¿no?".
Aquella noche las dos Soledades se quedaron despiertas hasta muy tarde, con una botella de vino y muchas preguntas:
—¿Vos creés en el infierno, Ma?
Sole Vieja tuvo un ataque de risa:
—No, nena, tampoco la pavada. El que cree en un Dios que te castiga no cree realmente en Dios, ni en pedo. Dios no es eso, nena.
Sole Vieja era su amiga creyente y, a veces, Soledad trataba de que le explicara ciertos misterios. Pero esa noche era especial: la muerte se había acercado demasiado. "Ella no decía que fuera religiosa pero lo era", dirá Soledad Echagüe. "Yo soy profundamente creyente y ella conmigo hablaba mucho de esas cuestiones. No era practicante, no iba a misa, pero creía un poco en todo eso. Hablábamos mucho de la encarnación, yo a veces le leía algún párrafo de algo que había leído. A ella le hubiera encantado, por ejemplo, poder acordarse de sus reencarnaciones anteriores. Me acuerdo que yo había leído
Muchas vidas, muchos sabios
de Brian Weiss, un psiquiatra norteamericano que hizo un estudio sobre la hipnosis. Tenía una paciente que tenía ahogos y que no se le iban y decide probar con la hipnosis. Por medio de la hipnosis descubre que la mina, en vidas anteriores, murió en un maremoto. Y va contando las distintas sesiones. Y esa noche hablamos mucho del tema. Pero ella cuando llegábamos a cierto punto le daba miedo, yo le ofrecí prestarle el libro y ella me dijo que mejor no, ¿me entendés?".
La muerte de Ale no era lo único que la debilitaba en esos días. Una semana después seguía cansada, sin fuerzas, y fue a ver a un médico: tenía una hepatitis galopante. Su madre imaginó que se la había contagiado con el agua de esas playas semisalvajes. Pero no era seguro.