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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

Amor y anarquía (5 page)

BOOK: Amor y anarquía
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"Ella fue a un colegio que no le gustó nunca", dirá Luis Rosas, su padre. "No le gustaba el ambiente, ella decía que iba a un colegio de chetos y que ella no era cheta. Creo que tenía razón, ese colegio no era para su personalidad. Ella era una mina de una sensibilidad muy desarrollada, ya en su adolescencia le llegaban los problemas sociales con mucha fuerza, y sus compañeras estaban en otra cosa. Creo que la mandamos al colegio equivocado".

Ni siquiera con Josefina, su más amiga, su compañera de banco, hablaba de ciertas cosas. "Era jodona: una vez preguntó si a los bárbaros les decían así porque eran buen mozos. Soledad siempre tenía una causa", dirá Josefina Magnasco. "Es loco que una persona que se crió en pleno centro, con todas las comodidades, salga así... Era muy idealista. Tenía un amigo enfermo y estaba 24 horas al lado tuyo. Era servicial, le hacía bien ayudar a los demás". Pero Soledad no encontraba su lugar y escribía mucho: su diario era el espacio de sus confesiones.

"Una tarde del verano pasado Marta se apareció con una caja gigante y me dijo 'Cecilita, ¿me ayudás?'", dirá Cecilia Pazo, su prima. "'Son todas las cosas que traje de Beruti de Sole'. Y yo dije guau, qué fuerte. Había cartas y cuadernos y me puse a leer una carta de enero del 91, cuando ella tenía dieciséis. Había todo un tema de depresión, de decir que las cosas no eran como ella quería; está bien que era en plena adolescencia. Decía que no le daba la cabeza, que no tenía ganas de estudiar. Siempre hubo competencia con Gaby. Gaby era brillante y Soledad se reventaba, pobre. La voluntad que tenía que poner era terrible. Gaby leía y se iba, y Sole estaba toda la tarde. Todo esto lo decía en ese papel. Que no podía, que no daba más. Ella era muy directa. Hablaba medio depre. Me acuerdo un pedacito que decía 'no, esto no es para mí. Me quiero desterrar de este planeta'".

Seguramente no era para tanto: la adolescencia es la época de la vida en que todo parece para tanto —y después pasa, o cambian los colores. En 1991 Gabriela empezó el Ciclo Básico Común: su llegada a la Universidad de Buenos Aires le abrió otros mundos, y Soledad empezó a conocerlos a través de su hermana. El cuarto de las Rosas en la calle Beruti era un termómetro: de pronto sus paredes se llenaron de grafittis con letras de canciones de Sumo o de Sinead O'Connor, el corcho con fotos y postales, y los posters: uno de caballos, uno de los Stones, de Carlitos Chaplin, del Che Guevara. Aunque Soledad no tenía especial interés por la política: no estaba entre sus temas. En 1991 la Argentina entraba en un extraño período de decadencia sorda que muchos tomaron por bonanza y llamaron menemismo o convertibilidad. La política, es cierto, había dejado de ser una opción: los políticos la habían convertido en un espacio turbio, en el escenario de sus negocios y claudicaciones, y los chicos crecían con esa desconfianza.

"Mi viejo era muy lector y en casa había libros del Che y muchos libros de historia", dirá Gabriela Rosas. "Mi papá militó para el Partido Socialista y después para el peronismo, entonces había una cosa medio política en casa. Yo era sobre todo la que hablaba mucho de política con mi viejo y mi hermana era la que salía con '¿Y cuál es la izquierda? ¿Y cuál la derecha? ¿Y por qué? ¿Y quiénes son? ¿Y cuál es la diferencia entre el socialismo y el comunismo?'. No cazaba una. En esa época no le daba pelota a la política, jamás. Soledad era lo más apolítico. Era muy práctica para algunas cosas: sobre las cosas que no le interesaban ni siquiera daba lugar para la discusión. No le creía a la política, no le creía a los políticos y no hablaba del tema. Le chupaba todo un huevo. Ella vivía su vida, su mundo. Cuando yo terminé el colegio ya me había rebelado bastante a la religión y todo eso. Y entonces Sole se sumaba a mis rebeldías y habíamos puesto un poster con la cara del Che. Estaba dentro de los cánones normales de rebeldía todavía. Para una chica de clase media, el poster del Che no llamaba demasiado la atención. No estaba Bob Marley fumándose un porro. Mis viejos todavía no se habían espantado".

Últimamente la sonrisa de Guevara no es, queda dicho, una toma de posición política: es, más amplio, más difuso, el signo de que niños quieren empezar a ser jóvenes. Las hermanas Rosas también lo intentaban en las calles del barrio: buscaban nuevas compañías, por primera vez se mezclaban con chicos que no pertenecían al kindergarten Pinamar o colegio privado. Gabriela había empezado a salir con Claudio, un muchacho de pelo largo que cuidaba el parking de enfrente. Sus padres no estaban contentos y a veces la encerraban en su casa: entonces ella hablaba con su Romeo desde su balcón y se sentía de lo más transgresora. Claudio era amigo de los dos vecinos más repudiados del edificio de las Rosas: Alejandro y Fernando, "los drogadictos del segundo", dos tipos de más de treinta años con muchas historias que contar —o no contar. Claudio, Alejandro, Fernando y las hermanas Rosas empezaron a verse bastante: en esa esquina de barrio pretencioso las Rosas conocieron las delicias de los primeros porros, las cervezas de zaguán, las charlas iracundas.

"Una vez, cuando Soledad tendría diez años, fue a la quinta de Ranelagh mi bisabuela, que no tiene nada que ver con la bisabuela de ella, y se acostó en la cama de Sole a dormir la siesta", dirá Cecilia Pazo, su prima. "No te puedo explicar el quilombo que armó: decía 'no te puedo creer, esa vieja que tiene los pies roñosos me ensució la cama'. Marta le tuvo que dar vuelta el colchón, cambiar las sábanas, una pulcritud terrible y después en la adolescencia fue todo lo opuesto. Y de estas cosas en la vida de Sole hay cinco mil. Cuando Marta la peinaba y le quedaba una ondita le pedía que la peinara de nuevo. Y de adolescente usaba el pelo todo revuelto. Después si la cama no tenía sábanas no importaba. Cosas que vos decís 'cómo esa misma persona puede llegar a ser tan diferente, no, cómo se puede cambiar tanto'".

Primero Soledad sintió terrible amor por Alejandro, que le llevaba veinte años: alguna vez se lo dijo y el tipo la puso en su lugar. Soledad sufrió unos días; después conoció a Juan Pablo en esa misma esquina. Ella tenía diecisiete; él un par más. Juan Pablo vivía a la vuelta de su casa y curtía onda dark: se vestía de negro, escuchaba The Cure y lanzaba declaraciones pomposas contra la pompa de esta vida de apariencias caretas. Juan Pablo era bonito: morocho de ojos verdes, sonrisa seductora. A Soledad le sorprendió que él la deseara: no tenía mucha conciencia de su poder en ese campo.

"La vida de Soledad tenía muchas dualidades", dirá Cecilia Pazo. "Todo el mundo la quería y ella no se sentía querida por nadie. Se creía el último orejón del tarro y en realidad adonde iba la miraban todos.

Siempre pensaba que nadie se fijaba en ella y al contrario, todos se fijaban en ella. Entre otras cosas, porque era una mina muy linda".

Cuando sus padres le reprochaban el estilo de su primer novio, Soledad se enfurruñaba, pegaba un par de gritos, se encerraba en el cuarto con grafittis. Empezó a vestirse de negro, a bucear en los restos del punk: ya desde el principio imaginó que querer a alguien era acoplarse a sus gustos, adaptarse a sus gestos; una amiga le dijo que parecía una esponja y Soledad le dijo que no dijera boludeces, que si no sabía lo que era querer a alguien se callara la boca.

"Soledad era muy vulnerable", dirá Josefina Magnasco, su amiga del colegio. "Influenciable, ésa es la palabra. Se dejaba llevar mucho. Y la contracara era que tenía mucha fuerza. Le pasaba una aplanadora y ella resurgía. Tenía esas dos facetas: muy insegura, por un lado, y de mucha polenta por otro, muy positiva, que siempre va para adelante".

Muchas tardes Juan Pablo la pasaba a buscar por el colegio y la acompañaba hasta su casa; algunas, subía a tomar la leche con ella. Los viernes solían ir a casa de algún amigo o se quedaban un rato en la vereda o iban a un recital; los sábados a veces eran discoteca, pero a las cuatro de la mañana a más tardar Soledad tenía que estar en casa. Eran tanteos, borradores: para él ella también fue la primera, y descubrieron juntos.

Aquella noche de primavera el matrimonio Rosas no estaba en casa: se habían ido a un retiro espiritual. Gabriela pasaría la noche con su novio del parking en una de las habitaciones de la casa; Soledad pensó que era la ocasión que había estado esperando —y Juan Pablo estuvo muy de acuerdo.

"En realidad nunca hablamos ni de lo bien ni de lo mal que la había pasado", dirá Gabriela Rosas. "Nos lo tomamos como algo muy gracioso, una situación cómica, una aventurita de complicidad entre hermanas. Fue más graciosa la anécdota que lo que pasó realmente, si le importó o no el hecho de que hubiera sido su primera vez. Nos reímos durante años sobre esa noche del re tiro espiritual. A ella se le manchó la sábana y había que limpiarla: no podíamos cambiarla porque mi vieja registra todo, ella sabía qué sábana estaba y cuál no. Entonces tuvimos que lavarla y después secarla con el secador de pelo. Y escondiéndonos del portero, que era un botón infernal: le contaba a mis viejos quién entraba y quién salía cuando ellos no estaban. 'Mirá, salimos por un ascensor, no, por el otro. Yo bajo primero y me paro en la puerta, hago que paseo al perro y me fijo si está o no el portero y te doy vía libre'. Porque el portero empezaba a baldear a las cinco de la mañana, entonces había que ganarle. Era todo muy cómico: más que el hecho de que fuera la primera vez, se había dado todo como una situación graciosa".

Después se hizo más complicado. Algunas noches, al principio, Soledad decía que se iba a dormir a lo de una amiga, que tenía que estudiar, que una fiesta se terminaba tarde y lejos. Soledad no era buena mintiendo, y además se cansó:

—Esta noche salgo con Juan Pablo y no vuelvo a dormir.

—¡Eh, pero cómo...! ¿Y me lo decís de esa manera!?

—Bueno, si querés te miento, igual lo voy a hacer.

—¡Pero qué te creés, nena, que podés hacer lo que se te dé la gana!

—Ya vamos a ver.

"Soledad no sabía mentir, era de terror para mentir", dirá Gabriela Rosas. "Yo era rementirosa y me salían todas bien, tenía culo para mentir. Y Sole, pobre, si decía que estaba en lo de una amiga, esa amiga llamaba por teléfono y la cagaba, o se le veía que estaba mintiendo. Pobre mina, no sabía mentir y un día dijo 'no miento más'. Empezó a decir la verdad y ahí llegaron los choques. Pero dejó de mentir y nunca más mintió. Se dio cuenta de que no era para ella y que además le traía un montón de problemas porque se contradecía, se olvidaba de lo que había dicho. Ahí dejó de mentir de una vez por todas, para todo".

El romance con Juan Pablo le duró varios meses. A veces se peleaban: Soledad lloraba, la pasaba mal, suponía que el chico no le prestaba la atención suficiente, se sentía abandonada. Hasta que descubrió que su primer novio también tenía un primer novio —y le gustaba más que ella. Fue el final del principio.

3. LA PROPIA VIDA

Soledad tenía que empezar una vida. Ya había cumplido diecisiete años: había terminado el colegio, había terminado con su primer novio, dudaba de lo que sus padres y su medio habían querido hacer de ella. Muchas cosas se terminaban y no estaba claro todavía qué estaba empezando.

Ese verano trabajó por primera vez: era una forma de tomar distancias, de ir probando. La Tartine era un café pequeño y elegante en la esquina de Rodríguez Peña y Vicente López, en la zona más coqueta del Barrio Norte: allí Soledad servía las mesas y la pasaba bien. Pero no duró mucho; al cabo de dos meses una amiga de sus padres le ofreció colocarla en Berlitz, una academia de idiomas, como secretaria. Le pagarían más

o menos lo mismo pero era un trabajo más descansado, de menos horas y más silla. Su madre estaba contenta: allí la nena podría practicar su inglés y tener cierto roce. De todas formas nadie imaginaba que no siguiera estudiando —ni siquiera ella. Soledad se anotó en el C.B.C. de la Universidad de Buenos Aires; no sabía bien qué carrera elegir y fue, casi por descarte, Psicología. No duraría ni tres meses.

—¿Vos siempre venís acá a pasear tu perro?

—Sí, bueno, sí, siempre que puedo.

—Relindo, tu perro. La verdad, se le nota...

Piltrafa, el pointer de Soledad, no se dio cuenta de que los piropos eran para él y siguió corriendo detrás de una ovejera medio renga. Empezaba la primavera y la gran plaza Las Heras florecía.

—...se le nota que está bien cuidado, que lo quieren.

Dijo Lorena, y Soledad se sonrió. Lorena Dussort tenía 20 años, el pelo rubio, los ojos muy claros, movimientos nerviosos y un acento con eses bien marcadas. Lorena llevaba jeans gastados, zapatillas con barro, una camiseta módicamente ranfañosa: el uniforme de la paseaperros.

En las últimas décadas la Argentina no ha hecho muchos aportes a la cultura mundial; hay quienes suponen que la idea del paseaperros es uno de ellos —junto con los laberintos borgianos y la palabra desaparecidos. En los barrios más ricos de Buenos Aires, muchachos aran las veredas con jaurías que pueden llegar hasta las dos docenas de ejemplares de todas las marcas y colores: son un subproducto de la industria del pet. Vecinos que viven en departamentos donde los perros se atrofian y que, tomados por sus obligaciones, no pueden llevarlos a pasear muy a menudo, contratan por una buena suma el servicio de quien le dará al can su merecida vuelta. Lorena Dussort era la primera mujer en un mundo de hombres y se había acercado a Soledad con la intención de siempre: para trabar una conversación que le permitiera ofrecer sus servicios. A primera vista Soledad le había parecido un buen punto: una chiquita rubia y atildada, bien tilinga del barrio con su vestido de secretaria de academia inglesa. Pero Lorena solía sentirse sola: era tímida, había llegado de Mar del Plata un par de años antes, la gran ciudad se le resistía y Soledad le cayó bien. La venta de servicios se convirtió en oferta de trabajo:

—Mirá, no es tan difícil. Te tienen que gustar los animales, claro, pero eso para vos no parece problema.

—¿Y cómo tendría que hacer para empezar?

—No te calientes, loca. Si tenés ganas yo te puedo pasar alguno de los míos, para que empieces. Total, la verdad que tengo demasiados...

—¿En serio? Sería genial. Ya no me banco eso de estar todo el día encerrada detrás de un escritorio. ¿Sabés qué? Me paso el tiempo mirando por la ventana, envidiando a la gente que pasa por la calle.

"Soledad siempre fue muy amante de la naturaleza, no le matés un mosquito porque era capaz de matarte ella a vos", dirá Josefina Magnasco, su amiga de la escuela. "Amaba a sus plantas, les hablaba a las flores, y le encantaban los animales, la fascinaban los caballos, a los perros los tenía redominados, los trataba como a sus hijos". Al día siguiente Soledad se había metamorfoseado: jeans gastados, zapatillas con barro, una camiseta módicamente ranfañosa, paseaba sus dos primeros perros.

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