Edoardo se había ahorcado, dijo el funcionario, con su sábana: la había atado a los barrotes de la cama de arriba y se había dejado caer en el suelo sobre sus rodillas para asfixiarse. Cuando alguien se cuelga de una cuerda atada a un soporte alto y queda con los pies en el aire, la muerte llega por el paro respiratorio producido por la sección de la médula y es casi instantánea. Edoardo, en cambio, había tenido que hacer fuerza con su cuerpo hacia adelante durante unos minutos mientras la sábana atada a su cuello terminaba de ahogarlo: había debido sostener esa pelea interminable contra su instinto de supervivencia, reafirmar cientos de veces, en esos minutos, que quería morirse. Era, dijo el funcionario, una muerte trabajosa: era, no dijo, una muerte terrible.
Eso si todo había sucedido realmente como el tipo lo contaba, pensó Luca, y soltó una puteada por lo bajo.
—Usted va a encontrarse con su esposa.
Le dijo el tipo, con un tono que ni siquiera era de sorna, aunque no quedara claro de quién era la esposa.
—Sí, a eso vine.
—¿Prefiere decírselo usted, o le parece mejor que se lo digamos nosotros?
Luca se quedó pensando unos segundos: imaginó a Soledad oyendo la noticia de boca de un guardiacárcel y pensó que tenía que evitarlo a toda costa:
—No, déjeme que se lo cuente yo. Yo se lo cuento.
—¡¿Pero por qué me hizo esto?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
Gritaba Soledad, en castellano, con todo el desgarro que una voz puede dar, y Luca la miraba sin saber qué hacer.
—¡¿Por qué me dejó así?! ¡Hijo de puta, por qué me dejó así!
Muchas veces, en los meses siguientes, Soledad se arrepentiría de esas puteadas iniciales. Pero en ese momento no podía pensar en otra cosa: Edoardo se había ido, la había dejado sola, la había dejado; se había separado de ella para siempre.
—¿Cómo pudo, carajo, cómo pudo?
Soledad seguía gritando, se agarraba la cara con las manos, se deshacía la cara como el que estruja un tomate muy maduro. El mundo de pronto le resultó un tomate demasiado maduro, a punto de deshacerse en chorros rojos. Todo le parecía un delirio, una ficción, pero al mismo tiempo era tan verdadero: era la vida haciéndose de pronto demasiado real, convirtiéndose en muerte. Luca intentó consolarla con un abrazo que Soledad no terminaba de aceptar. Ella hablaba con otro:
—¡Me dejaste, amor, te fuiste, me dejaste acá sola, amor, la puta madre que te remil parió!
Gritaba, desesperada. Minutos antes la cárcel era algo terrible; de pronto se había convertido en un mal tan menor. Soledad gritaba, lloraba, se retorcía y seguía preguntándole por qué me hiciste esto, por qué me abandonaste. Hay preguntas que sólo se pueden hacer a los que ya no saben contestarlas.
Una hora más tarde, cuando se presentó el abogado Novaro, Soledad parecía más calmada. Había charlado mucho con Luca Bruno: entendido que no entendía muchas cosas, que no sabía bastantes. Quién podía asegurar que Edoardo se hubiera matado como decían ellos, por ejemplo. Quién podía decidir, si en verdad lo había hecho, sus razones. Por momentos Soledad se tranquilizaba; enseguida volvía a pensar que por más razones que tuviera había una razón que él no había contemplado:
—Amor, ¿por qué, por qué tuviste que dejarme sola? ¿No pensaste en mí, mi amor no te alcanzaba?
Después pensaba que era injusta, que quizás lo habían matado; después volvía a la indefinición y otra vez los reproches. Novaro la abrazó: nunca se habían tocado pero Soledad se escondió en ese abrazo. Dos, tres minutos lloraba, sacudida, entre los brazos de ese desconocido que podía definir su futuro.
—¡Qué egoísta, carajo, qué egoísta que estuvo!
Dijo, ya más calmada. Y siguió, con los ojos extraños de quien no se convence de que ya no es posible:
—Aunque lo condenaran, igual podíamos hacer una vida juntos; yo lo espero, yo puedo esperarlo.
Novaro la miraba como si tuviera miedo de hacer el menor ruido. Soledad se sentó: estaba agotada. Miró a su alrededor: todo parecía falso. Ese día era falso, la cárcel, ese idioma que hablaban esos brutos, los guardias eran falsos, las detenidas que la mirarían con esa mezcla de simpatía y curiosidad eran muy falsas, ella misma ahora, pensando que todo eso era falso, era más falsa. Nada de todo eso estaba sucediendo en realidad. Soledad no creía que todo eso le estuviera sucediendo en realidad. No hay lugares para enterarse de la muerte de un amor, pensó, pero la cárcel es el peor de tantos imposibles.
—Se me ocurre una sola razón: si lo hizo, lo hizo para que no nos olvidaran acá en la cárcel.
Dijo Soledad y los cuatro señores se miraron sin saber qué decir. Pasquale Cavaliere, el consejero del partido Verde, había pedido verla. Junto con él estaban el escritor y senador de centroizquierda Furio Colombo, el subsecretario de Relaciones Exteriores Piero Fassino, el diputado verde Giorgio Gardiol, el concejal verde Silvio Viale y el vicedirector de la cárcel, Giuseppe Mazzini. Después Furio Colombo diría que creyó entender que Soledad decía: lo hizo por mí, para que me liberaran lo antes posible. Soledad no dijo eso. Soledad había decidido controlarse, no decirles casi nada a estos políticos burgueses que no conocía. Con Cavaliere quizás habría podido hablar, pero a los otros jamás los había visto. En todo caso no les daría el gusto de su dolor, de verla derrotada.
"Es una figura chiquita y frágil", diría después Colombo, "que parece mucho más joven, y eso contrasta con la forma en que controla su dolor, que en ningún momento se volvió emoción. Una persona fuerte, que se expresa con claridad".
—¿Dónde está? Dónde se lo llevaron ahora.
Dijo Soledad. No dijo un nombre, pero nadie dudaba de que había dicho Edoardo. Estaban en una habitación chiquita, las paredes de verde, un escritorio viejo, dos sillas baqueteadas. Todos parados, recelosos.
—Edoardo está en la morgue. Hay que hacerle la autopsia.
Dijo el funcionario. Se hablaban en susurros, como en cualquier otro velorio.
—Quiero ir a su funeral. ¿Me van a dejar ir, no?
Dijo Soledad, y enseguida empezó a pensar que eran todas mentiras. Por qué creerles a estos hijos de puta, se dijo, por qué aceptar sus palabras. Ella no tenía por qué creer que Edoardo se había suicidado. No porque lo dijeran esos hijos de puta, por lo menos. Hubo un silencio incómodo. Cuando se hizo evidente que ya no tenían más nada que decirse Soledad les dio la mano, seria: la mano, pero no las gracias.
—¡Mamá, mamá, me mataron a mi amor, me lo mataron estos hijos de puta!
Gritaba Soledad en el teléfono. "Fue la primera vez que conseguimos hablar con ella, justo ese sábado", dirá su madre, Marta Rey de Rosas. "Sole nos pudo llamar por teléfono desde la cárcel el mismo día que mataron a Baleno".
—¿Dijiste "lo mataron"?
—Eso piensa Soledad. Que lo mataron en la cárcel. Soledad me dijo por teléfono "me mataron a mi amado". Yo le dije "por qué no pensás que a lo mejor fue una decisión de él y respetásela". A mí no me interesaba mucho hablar de Edoardo en ese momento, cuando sabés que tu hija está presa y hacía tanto tiempo que no hablaba con ella. Pero a ella lo único que le importaba era decirnos "mirá lo que le hicieron". Lo primero que me dijo cuando levanté el tubo fue "mamá, están grabando la conversación, cuidado con lo que decís". Los abogados ya nos habían avisado que tuviéramos mucho cuidado con lo que decíamos, con lo que le preguntábamos y con lo que le contestábamos. Yo le decía que quizás fue una decisión de él, que no pudo soportar verse ahí. Y ella decía que no, que lo habían matado: que estaba segura de que lo habían matado.
Soledad se sentía impotente, asustada. Poco después del mediodía una guardiana la había llevado a la celda de aislamiento. Pensaba que quizás la soltaran pero que ya nunca terminaría de salir de ese lugar: que algo se le había quedado para siempre ahí. Los habían usado, los seguían usando, y quizás la única forma de no dejarse usar fuera la que eligió Edoardo, pensó. O quizás no y el muy tonto se había apurado y la había dejado sola, sola, sola. Estaba sola, no tenía radio ni libros, pensaba sin parar y no terminaba de saber muy bien qué. Entonces se le ocurrió que tenía que escribir: frenar la mente y escribir, no permitirles que se quedaran con la última palabra, con esta historia, y escribir. No sabía qué: por el momento les escribiría a sus compañeros del Asilo. A esta altura ya debían estar en la calle protestando por la muerte de Edo, pidiendo su libertad, gritando, peleando con la policía.
Un rato antes le habían dicho que Edoardo había muerto a las 5 y 20 de la mañana. El forense había dicho que la causa de la muerte era "asfixia por estrangulamiento". Las causas de la muerte nunca son las causas de la muerte, pensó Soledad. Y pensó que a esa hora ella dormía: no podía creer que todo eso hubiera sucedido allí mismo, a unos cuantos metros, sin que ella sintiese nada. Era tan extraño. Todos decían que Edoardo se había matado y quizás fuera cierto: quizás realmente había elegido la forma más definitiva de escapar a esa cárcel, de burlarse de ellos una última vez. Y ella, pensaba ahora, no podía reprochárselo: tenía que entenderlo. Su obligación era entenderlo y lo iba a intentar. Soledad quería acordarse de su hombre, recordarle caras y sonrisas, tonos de voz, caricias pero no: se hacía preguntas. La memoria es certezas; las preguntas le destruían cualquier intento de recuerdo. Y sabía que no sabía respuestas; intuía, incluso, sin decírselo, que prefería no saberlas. Que no le gustarían. Preguntas como una bola negra en la cabeza. Otra vez empezó con los gritos.
Lloraba. En verdad le parecía como si hubiera estado llorando desde siempre. Por suerte tenía unas hojas de papel y una birome negra. Para empezar fechó: era el sábado 28 de marzo de 1998 y pensó que de pronto esa fecha empezaba a ser tan importante:
"Compañeros: La rabia me domina en este momento. Siempre he pensado que cada uno es responsable de lo que hace, pero esta vez hay culpables y quiero decir en voz bien alta quiénes son los que mataron a Edo: el Estado, los jueces, los funcionarios, el periodismo, el TAV ("Tren de Alta Velocidad"), la policía, la cárcel, las leyes, las reglas y toda esta sociedad de esclavos que acepta este sistema".
Escribía Soledad y las palabras se le agolpaban en el mismo italiano que poco antes le había parecido tan lejano:
"Nosotros siempre luchamos contra estas imposiciones y por eso terminamos en la cárcel.
"La cárcel es un lugar de tortura física y psíquica, aquí no se dis pone de absolutamente nada, no se puede decidir a qué hora levantarse, qué comer, con quién hablar ni con quién encontrarse, a qué hora ver el sol. Para todo hay que hacer una 'solicitud', hasta para leer un libro.
"Ruidos de llaves, de cerrojos que se abren y se cierran, voces que no dicen nada, que chocan en estos corredores fríos, zapatos de goma que no hacen ruido para espiarte en los momentos menos pensados, la luz de una linterna que por las noches te controla el sueño, correo controlado, palabras prohibidas. Todo un caos, todo un infierno, todo la muerte.
"Así es como te matan todos los días, despacio, para hacerte sentir más dolor, y en cambio Edo quiso terminar enseguida con este dolor infernal. Al menos él se permitió tener un último gesto de mínima libertad, decidir él mismo cuándo terminar con esta tortura.
"Mientras tanto me castigan a mí y me ponen en incomunicación. Eso significa no sólo no ver a nadie sino tampoco recibir ningún tipo de información, no tener nada, ni siquiera una frazada, tienen miedo de que yo me mate. Según ellos es un aislamiento cautelar, lo hacen para 'salvaguardarme' y así no se responzabilizan si yo también decido terminar con esta tortura.
"No me dejan llorar en paz, no me dejan tener un último encuentro con mi Baleno. Veinticuatro horas al día tengo una guardia a menos de cinco metros de distancia.
"Después de lo que pasó vinieron los políticos del partido Verde a darme su pésame, y para tranquilizarme no se les ocurrió nada mejor que decirme que 'ahora seguramente todo va a resolverse más rápido, ahora todos van a seguir con más atención el proceso, quizás hasta te den el arresto domiciliario'. Después de este discurso me quedé sin palabras, sorprendida, pero pude preguntarles si se necesita la muerte de una persona para conmover a un pedazo de mierda como este juez.
"Insisto, en la cárcel han matado a otras personas y hoy mataron a Edo estos terroristas que tienen licencia para matar.
"Voy a buscar la fuerza de alguna parte, no sé, sinceramente ya no tengo ganas pero tengo que seguir, lo haré por mi dignidad y en nombre de Edo. Lo único que me tranquiliza es saber que Edo ya no sufre más.
"Protesto, protesto con tanta rabia y tanto dolor.
"Sole
"P.D.: Si meterte preso es un castigo, entonces a mí ya me castigaron con la muerte o mejor dicho con el asesinato de Edo. Hoy empecé la huelga de hambre para pedir mi libertad y la destrucción de todas las instituciones carcelarias. Mi condena la voy a pagar todos los días de mi vida".
Escribió Soledad, y se secó los ojos. Sería tan bueno si esa guardiana hija de puta dejara de mirarla. Sería tan bueno si pudiera dormirse.
El médico le había dicho que sería mejor que no tuviera ese bebé, pero Marta Rey de Rosas se empecinó: no lo abandonaría sin luchar. Además no había nada más enfrentado a sus convicciones cristianas que un aborto. No, decididamente pelearía —y que fuera lo que Dios quisiera.
Marta Rey había conocido a Luis Rosas cuando tenía 18 años y trabajaba como voluntaria en la Casa Cuna, muy cerca de su casa en el barrio de Constitución. Era el fin del año 1965: al gobierno del radical Arturo Illia le quedaban pocos meses, el pop local se llamaba Club del Clan y las polleras empezaban su ascenso incontenible, pero la revolución sexual de los sesentas era algo que nadie imaginaba todavía. Esa noche de Año Nuevo, Marta no tenía programa y una compañera de trabajo le insistió para que la acompañara a aquella fiesta. Ella, por supuesto, podría no haber ido.
Luis Pascual Rosas tenía 24 años, un padre suboficial mayor del Ejército Argentino, un empleo en una empresa de construcción y cierta prestancia: la palabra prestancia es de ese entonces. El flechazo fue casi inmediato; el noviazgo duró cuatro años. En 1969 la Argentina también ardía: el Cordobazo la había cambiado a fuerza de gritos y corridas. Marta y Luis se casaron en enero de 1970, por el civil y por la iglesia. Veinte días más tarde el padre de Luis, postrado por un accidente, deprimido, se tiró bajo un tren.