Amor y anarquía (6 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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Me preguntaba cómo se arma una vida. ¿Con qué pequeños datos y grandes decisiones se va trazando ese retrato que, alguna vez, será lo que quede de esos años? ¿Piensan los hombres, las mujeres en el dibujo de sus propias biografías cuando toman ciertas decisiones, determinadas vías? ¿O sus vidas más que nada les suceden, se transforman en su historia cuando ya son historia, cuando no hay mucho que se pueda cambiar salvo el relato? Me preguntaba: ¿Quién arma cada vida?

Me lo pregunto sin saber la respuesta, sin saber si la respuesta me sirve para algo: sin respuestas.

"Y entonces vino la hecatombe", dirá Marta, su madre. "Cuando dejó de trabajar en Berlitz y se fue a la plaza vino la hecatombe, por la gente con que se rodeaba... Francamente, un desastre. Buscó gente en la calle, gente de la plaza, siempre había algún pobre infeliz que se aprovechaba de su bondad, y bueno, había que hacerle comida para que le llevara, y había que comprarle ropa, o darle ropa de Luis, esas cosas".

"Yo siempre tuve una pelea con Soledad", dirá Luis, su padre, "porque yo le decía sí, yo te entiendo, ayudá socialmente a la gente, pero no niveles tanto para abajo, no te mezcles a convivir con ellos: vos sos otra cosita, estás preparada para ser algo más".

Soledad olía irremisiblemente a perro. Al principio hacía el mismo horario que Lorena: desde la una hasta las siete de la tarde. Pero rápidamente se independizó: el trabajo fluía. La nueva paseaperros se mandó imprimir unas tarjetas de publicidad: "Soledad y su pandilla", decían, y tenían el dibujo de un perro de dibujos animados.

"Arrasábamos con todo el laburo", dirá Lorena Dussort, su amiga paseaperros. "Éramos chicas, no éramos villeras, los clientes podían hablar con nosotras más de tres palabras seguidas y nos podían dar sus llaves tranquilos. Cobrábamos 100 pesos cada perro, y no había rebajas. El que no podía pagar, no lo agarrábamos. Entonces se hacía un público un poco más seleccionado. Teníamos las llaves de todos los departamentos: la gente nos tenía confianza. Íbamos por Palermo Chico, había cada departamento, unas casas... A Sole esa gente mucho no le iba, pero no era por la gente, era por la plata, y la entendió".

Soledad tenía dieciocho años y más de veinte perros en sus manos: los meses buenos llegaba a ganar unos 2.000 dólares. Era una suma increíble para una chica de su edad. Había cambiado de horario: paseaba a la mañana, así que se tenía que despertar todos los días antes de las seis, lavarse, vestirse y pasar a buscar a su primer perro, un siberiano, a las seis y cuarto. Soledad confiaba en su dominio de los animales y fue de las primeras en llevarlos sueltos, sin correa. La ronda de recogida podía durar casi dos horas: hacia las ocho Soledad y su jauría llegaban a la plaza Las Heras.

La plaza Las Heras es un gran espacio verde que aparece casi por sorpresa en medio de una de las zonas más caras de Buenos Aires. La sorpresa tiene su explicación: allí se levantaba, hasta los años sesenta, el presidio porteño; de hecho, los vecinos más viejos todavía llamamos a ese parque "la Penitenciaría". La Penitenciaría era un edificio de torres y almenares, sombras fuertes, la palmera que asomaba desde el patio interior; allí estaba preso, entre otros, el detective de Borges y Bioy, don Isidro Parodi; allí fusilaron, entre otros, al militante anarquista Severino di Giovanni. Soledad no lo sabía. Ahora la Penitenciaría es una plaza muy coqueta rodeada de edificios elegantes; alberga juegos, tres escuelas públicas, una escuela de fútbol, la calesita, docenas de cuerpos al sol en el verano y, todo el año, un persistente olor a mierda: los perros la han hecho su excusado. Es el único recuerdo de sus tiempos de cárcel, junto con una placa en un rincón que recuerda otra muerte: la del 10 de junio de 1956, cuando un pelotón militar —la fase pública de la Operación Masacre— fusiló allí al general Juan José Valle.

Allí, todos los días, Soledad se encontraba con Lorena, se tiraban al sol si había sol, charlaban, se cruzaban con otros paseadores, recibían amigos, vigilaban sus perros. Soledad solía fumarse un porro: miraba cómo venía el viento para que el olor no la delatara y lo encendía; Lorena prefería pasar.

"Y si ella por ahí anduvo en el tema de la droga, jamás intentó meterme a mí en eso. Nunca", dirá Lorena Dussort, su amiga paseaperros. "Aparte tampoco era la razón de vivir de ella. Pero igual a mí me ponía los pelos de punta, yo ni siquiera tomo alcohol. Y yo veía que ella era súper inteligente, y me daba bronca que hiciera esas cosas".

A veces Soledad y Lorena tenían problemas: los demás paseadores, muchachos que las iban de duros, tenían envidia de su éxito:

—Nos van a hacer calentar, pendejas. Y si nosotros nos calentamos se pudre todo, viste.

El tipo parecía querer decir lo que decía: tenía un aspecto perdulario, tres amigos al lado y una navaja bailándole en la diestra. Eran los paseadores de la plaza de ATC, famosos por pesados, decididos a manejar la competencia. Ya habían intentado maniobras más sutiles: agarrar a un perro en la plaza y robarle el collar, soltar un par de hembras en celo para que los machos se escaparan detrás, llenar de barro un huskie reluciente. Pero el fracaso de esas técnicas los había decidido a la acción directa:

—Escuchen, nenas. Nosotros llevamos quince años paseando perros y...

—Sí, se te nota. Ya ladrás.

Le dijo Lorena, amable. Soledad, al lado, se quedaba callada. Y parecía, incluso, que sonreía a los agresores. Lorena pensó que arrugaba y se molestó. El tipo la miró con odio:

—No te pasés, pendeja, tené cuidado. Por esta vez nos vamos, pero si siguen haciendo boludeces se pudre todo.

La variedad no era el fuerte de su léxico. Cuando se fueron, Lorena le preguntó a Soledad si se había vuelto muda: estaba indignada.

—No, Lore, pero me parece que es mejor transar. Si nos hacemos amigos se acabó el quilombo, ¿no? Si no se va a comp licar, no seas boluda.

Le habían insistido mucho en que aprendiera a negociar y, por una vez, decidió intentarlo. Soledad se hizo amiga de otros paseadores de ATC.

"Soledad era una mina súper normal", dirá Lorena. "Cuando yo me casé, me vestí en la casa de ella y todo... Cuando me fui de luna de miel le dejé todos mis perros a ella para que los siga paseando y no perderlos. Y en ese momento ella se cambió de parque y se pasó al Jardín Japonés y conoció a toda la banda de ahí que era de terror. De terror. Superfaloperos, hasta le daban falopa a los perros, yo cacé todo y me fui a la plaza Las Heras. A ella le copaba un grupo de gente y se iba y estaba todo bien, no había falsedad. Pero yo con ellos no podía ni hablar del tiempo, nada que ver... Un día viene Gabriela a la plaza y me dice 'boluda, Soledad no aparece por ningún lado, no vino a casa a dormir, no fue a buscar los perros...' Y yo ya sabía dónde estaba. Nos tomamos un taxi al Jardín Japonés: estaba ahí, había estado toda la noche con ellos. La recagamos a pedos. No por el hecho de desaparecer sino por no avisar. La cazamos de los pelos y la trajimos de vuelta. Y bueno, ella era de hacer esas cosas. No era nada malo. A ella le gustaba estar, hablar con la gente. Pero yo tuve miedo cuando se juntó con esa gente porque eran muy pesados y no la querían bien. Ella era muy cariñosa, y eso tiende a confundir a los varones, por no decir otra cosa. Y ella no se daba cuenta, y muchas veces era la única mujer. A mí me parece que se metía en quilombos que ni se d aba cuenta, Soledad".

En circunstancias más normales las jornadas en la plaza duraban toda la mañana. Antes del mediodía Soledad se comía un pancho o una milanesa; después se volvía a repartir sus animales casa por casa. En muchas no había nadie y ella entraba con las llaves que sus dueños le habían dado. Por las tardes a veces iba a la facultad: se había matriculado en la carrera de Turismo de la Universidad del Salvador, pero allí tampoco duró más de un cuatrimestre. Soledad tenía mucho tiempo libre y estaba conociendo gente nueva. Estaba, en realidad, cambiando.

"No, la diferencia de edad no importaba porque ella era divina", dirá su amigo Fabián Serruyo. "Además era lindísima. Eso te atraía mucho. Era tan linda que te pegabas, con una onda de tener alguna historia con ella. Ese era mi caso y el de Alejandro también, que nunca se dio. No sé por qué, pero buena onda igual. ¿Viste cuando la gente tiene buena onda y te sentís querido? Con ella uno se sentía querido. Cuando te sentís querido te pegás, te pegás con el que más te quiere en la vida y bueno, fue eso. Eso que me dijo un día Soledad: 'vení que lo mejor que me pasaría en este momento es que vos estuvieras acá' y eso me mató. Uno estaba muerto de plata, no tenía ni para pagar un pasaje de colectivo y vos decís cómo hago para irme para allá. Nosotros salíamos de un centro de rehabilitación donde veníamos con una apertura personal con la gente, de haber estado un año teniendo terapias grupales y todo eso. Soledad —y Gabriela también— eran muy abiertas, muy solidarias. La diferencia de edad quizás no se notaba porque ella era una mina muy inteligente. Había tenido una buena preparación de colegio y todo eso. Yo no sé si fue eso. Quizás la relación que tenían con los padres les sirvió para ser gente muy abierta, vaya a saber".

Fabián era el amigo de Alejandro: se habían conocido en algún tratamiento de desintoxicación. Fabián se entusiasmó; en esos días Fabián y Alejandro visitaban a Soledad en la plaza, la llevaban a tomar algo, a recitales —donde también iba Gabriela. En esos meses Soledad, Gabriela y alguno más fueron a ver recitales de Guns & Roses, Divididos, B.B.King, The Ramones, Santana, Fito Páez y los Rolling Stones. Algunas veces llevaban incluso al sobrino mayor de Alejandro, el hijo de su hermana Pilar, que vivía en el décimo piso del edificio de Beruti con su marido, Moncho, y sus otros dos hijos. El chico era un adolescente bonito que se pasaba el día mirándose al espejo. Hasta que su tío Alejandro le hizo sacar unas fotos, lo llevó a un casting y el muchacho, Iván de Pineda, empezó a trabajar.

"Sole se pegó con nosotros, que veníamos zarpados", dirá Fabían Serruyo, su amigo. "Siempre salíamos a caminar con el Alejandro. Un día que se enganchó Soledad nosotros veníamos tomando tranquilos pero ella se cazó un pedo bárbaro. No sé cuánto, pero la dejamos en la facultad y tenía un pedo... Después me contó Gabriela que llegó a la casa diciendo que le había caído mal la comida y la madre le dio una copita de fernet. Y ésa era la historia, se enganchaba con nuestros rollos y nosotros veníamos más locos que la mierda, ¿me entendés?".

"Una vez la llevamos a un psicólogo, porque nos preocupaba que estaba con la marihuana, y nos fuimos los tres", dirá su padre. "El tipo me pareció de lo más pelotudo: empezó diciendo que el enfermo era yo, que no le diera bola a esas cosas, que estaba todo bien, que ella no va a pasar de esto que está haciendo, que era una mina sana, fantástica... Claro, Soledad era un bombón de maravilla, una pendeja hermosa, sensible, dulce, inteligente, vos te enamorabas de ella a los dos minutos. El psicólogo se volvió loco: es una pendeja de la gran puta, el boludo es el padre".

Soledad y Fabián se hicieron amigos de verdad: alguna vez Fabián llegó a acompañarla al geriátrico donde estaba su abuela. Alguna vez Soledad los acompañaba cuando se afanaban un par de discos, alguna camisa. Solía invitarlos a su casa: sus padres la dejaban recibirlos a condición de que se quedaran en su pieza, que había vuelto a cambiar: ahora las hermanas tenían de nuevo las camas superpuestas, más espacio:

"Ahí pusimos nuestro equipo de música, que habíamos comprado a medias con Sole en una liquidación de Musimundo", dirá Gabriela. "Teníamos todos nuestros discos, libros y cosas así: estábamos todo el día ahí adentro. Mi vieja nunca nos dejaba ir al living porque tenía esa cosa de que el living era para cuando venían visitas, siempre estaba cerrado. Al living íbamos para los cumpleaños o si venía alguien a cenar. Si no, comíamos en la cocina. Así que recibíamos a n uestros amigos en nuestra pieza: teníamos la cama contra la pared, con almohadones, tipo sillón, una alfombra, el equipo de música y un espejo muy muy grande en una pared. Era nuestro búnker".

Soledad empezaba a descubrir que ella también podía hacerse amigos, que podía gustarle a muy distinta gente. Y le encantó la novedad.

—Che, loca, ¿y si nos vamos juntas?

Soledad había ganado dinero con sus perros y llegaba el verano: ésas serían sus primeras vacaciones sola, sus primeras vacaciones de persona grande. Y su prima Cecilia acababa de cortar con un novio militar. Soledad estaba contenta: con esa separación había recuperado a su amiga de la infancia. Así que le insistió y a Cecilia le gustó la idea.

—Bueno, por qué no. ¿Y dónde te parece?

Terminaron eligiendo Villa Gesell: ninguna de las dos lo conocía, pero siempre habían escuchado decir que ese balneario era el mejor lugar para un par de chicas con ganas de divertirse. Enero del 93.

"Para mí Soledad fue una sorpresa enorme, ese verano", dirá Cecilia Pazo. "Las dos habíamos crecido un montón: ya no éramos ni la nena Soledad ni la nena Cecilita. Agarramos dos valijas, nos tomamos el micro y aterrizamos en Gesell sin tener nada alquilado, nada preparado".

Al día siguiente encontraron una casita minúscula, estilo alpino, de un alemán que posaba de severo y les explicó que allí no podían dormir más de cuatro personas. El alemán les recomendó que cuidaran mucho la conducta; Soledad lo llamaba Papá Charles —por el padre de la familia Ingalls — y decía que ellas eran Laurita y Mary pero un poco distintas.

Lo eran, y también eran distintas entre sí: episodios del choque cultural. Para Soledad, Cecilia era "demasiado standard". Cecilia prefería el pibe lindo con su linda mallíta y Soledad buscaba pelilargos; Cecilia quería ir a bailar "a los lugares relindos de Gesell" y Soledad insistía con el Perro Dinamita, un boliche que tomaba su nombre de una canción de los Redondos —y tenía cierta onda ricotera. Y, aún así, Cecilia pensaba que debía proteger a Soledad: insistirle para que comiera, intentar limitar sus supuestos excesos: Soledad solía inspirar esos arranques. No conocían a nadie, pero eso no era problema en Villa Gesell, y menos para ella:

"Era increíble la capacidad de Soledad de revolucionar Villa Gesell en 48 horas", dirá Cecilia. "Por empezar tenía un lomazo, o sea que en la playa no había quien no la mirara. Yo trabajando con el rebote de Sole podía estar fenómena: era impresionante. Y además ella se interesaba por todos, hacía un trabajo como de periodista. Veía un pibe que estaba colgado de la vida y le preguntaba 'loco, ¿qué te pasó? Contame cómo fue tu infancia'. Ella tenía una cuestión siempre muy social, muy humana de rescatar a la gente. Pero también se metía con ellos: una vez le dije 'terminala con los novios de cuarta, todos vagos, cirujas, que no van a ser nada en la vida'. Yo me preguntaba por qué Sole se juntaba con estos pibes que no tenían nada que ver. Creo que te podés bandear por dos motivos: o por exceso o por defecto. La mayoría es por defecto, porque no tuvieron contención afectiva, porque no les dieron pelota. En el caso de Soledad tuvo sobreprotección, mucho afecto, mucha comprensión. La madre al lado toda la vida: '¿Te cambiaste la bombacha? ¿Te bañaste?'. Así. El aliento en la nuca".

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