Amor y anarquía (10 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Amor y anarquía
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"Allá en Brasil Soledad conoció un montón de gente y vivían todos tipo tribu", dirá Cecilia Pazo, su prima. "Todos en carpa, en la playa, donde podían. Había toda una cosa de hermandad. Me acuerdo que le dije

que la había sacado barata si se había traído solamente una hepatitis y ella se cagaba de risa. '¿Cómo le vas a decir a un pibe que se cuide? No, somos todos hermanos, todo bien y que fluya', me decía".

Soledad necesitaba cuidados, un poco de mimos, y se fue a pasar su enfermedad a Villa Rosa, a la quinta de sus padres. Sus amigos la iban a visitar. "Era un cachorrito, divina", dirá Fabián Serruyo. "Estaba tirada ahí en la camita, indefensa, con cuarenta y pico de grados de fiebre. Me acuerdo de estar ahí con ella. Yo tenía hepatitis crónica, así que tampoco me importaba si me iba a contagiar. Muy cariñosa, era de acariciarte y yo de acariciarla a ella. Una cosa lindísima la relación que teníamos. Ahí estaba, indefensa, con hepatitis. Se comió como cuarenta días en cama, pobrecita".

Me pregunto cómo se empieza a delinear un personaje. Veo que van apareciendo por fin algunos temas y me pregunto qué tenemos, ahora, qué por el momento. ¿Una chica insegura, generosa, agresiva, bonita, tímida, atrevida buscándose un lugar en el mundo? ¿Buscando su lugar en el mundo? ¿Un tipico exponente clase media porteña barrio norte? ¿Un típico exponente aburrimiento juvenil sin horizontes? ¿Un típico exponente hija protegida tratando de romper? ¿Un típico exponente chica argentina chocando contra los muros de la patria? ¿Un típico un carajo, los exponentes son simplificaciones? ¿Una chica de la que nunca sabremos realmente nada, como de nadie, como siempre, aunque vayamos suponiendo, atribuyendo, dibujando perfiles que pueden, incluso, parecer posibles? Debe ser espantoso, imagino, caer en manos de un biógrafo aprendiz.

Fatiga no era un cachorrito: era la perra que había acompañado a las hermanas Rosas durante la mayor parte de su vida, y estaba muy cansada. Ya llevaba doce o trece años corriendo con ellas por zanjas y charcos, saltándoles de gusto cada vez que las veía, compartiendo su casa con los demás perros que las muy ingratas le traían sin jamás una queja.

Aquella noche de otoño María Gabriela y María Soledad estaban solas en Villa Rosa; hacía mucho frío y las dos se acurrucaban junto al fuego. Soledad estaba leyendo un libro que le había prestado Gabriela: el primer tomo de la trilogía
Memorias del Fuego
de Eduardo Galeano. Silvia Gramático, su vecina, le había ofrecido participar con ella en la preparación de una obra de teatro; Soledad se entusiasmó y empezó a armar unas escenas sobre la conquista de América y el destino desgraciado de sus indios. De pronto redescubrió uno de sus orígenes: ella también descendía de esos indios mapuches que otro de sus ancestros, el Restaurador, había masacrado. Sole dad se basaba en el libro de Galeano para contar el choque, la violencia de los conquistadores, la miseria de esos primeros habitantes. Pronto la empezarían a ensayar en un ateneo radical de Congreso que Silvia había conseguido. Soledad no era una gran lectora, pero el tema la conmovía más que lo que hubiera imaginado.

—Che, eso que se oye debe ser Fatiga.

—Sí, andará dando vueltas por ahí.

Estaban cómodas y no tenían ninguna gana de salir, pero los aullidos de la perra se hicieron insistentes.

—Vamos, le debe pasar algo.

Tardaron en encontrarla: estaba echada contra un arbusto en la otra punta del jardín y respiraba muy difícil. Entre las dos la levantaron: la perra debía pesar más de 50 kilos. Con esfuerzo la llevaron para adentro: Fatiga se quejaba despacito. Llevaba semanas enferma y se la veía muy débil, moribunda.

—Está sufriendo mucho, Gaby. ¿Qué hacemos?

En el botiquín de la casa tenían unas dosis de valium que habían usado con un perro epiléptico en la época del pensionado.

—Si le damos una inyección de valium se va a quedar dormida, sin dolor, y se va a morir tranquila.

—Pero se va a morir.

—Sí, se va a morir.

"Y así fue", dirá Gabriela Rosas. "La perra se durmió ahí, calentita, con nosotras. Hasta movía la cola, no me olvido más. Estaba ahí el fuego, la perra tirada en el medio, nos miraba, movía la cola y así se quedó dormida y se murió. Al día siguiente hicimos un pozo y la enterramos entre las dos, mi hermana y yo".

En la noche del 23 de agosto de 1996 los descontentos del Valle de Susa —en el Piamonte italiano— inauguraron otros métodos: dos bombas molotov quemaron una perforadora de la Consonda —la sociedad encargada de los sondeos del terreno necesarios para la construcción del Tren de Alta Velocidad— cerca de Bussoleno, uno de los pueblos má s importantes del Valle. Los daños se calcularon en 50.000 dólares; unas pintadas firmaron el operativo: "Alto al TAV", "No al Alta Velocidad — No a Maastricht — No al presidencialismo", "Ahora y siempre, Resistencia".

Soledad Rosas tampoco había leído es a noticia en los diarios argentinos: en principio porque seguía sin leer mucho los diarios y, sobre todo, porque los diarios argentinos no publicaron esa noticia —ni tenían por qué.

Soledad seguía su camino con tropiezos que, a la distancia, parecen tan menores. En esos días una amiga suya, hija de unos amigos de sus padres, se casaba en Rosario: "Agarramos el auto y nos fuimos los tres para allá", dirá su padre. "Ella había trasnochado, durmió todo el viaje. Cuando llegamos al hotel en Rosario me puse a sacar las cosas de las valijas y me encontré con un paquete como de cien gramos de picadura de marihuana".

—¿Y esto qué mierda es?

—No, me lo encargó un amigo, se lo tengo que dar.

—Yo te creo que te lo encargó un amigo, pero vos me querés mandar en cana que yo ande por una ruta con esto.

Le contestó a los gritos. "La verdad que esa vez le dije de todo", dirá su padre. "No le pegué, pero la maltraté al máximo, y agarré la marihuana y la tiré por el inodoro. No porque me asuste, Soledad se habrá fumado todos los porritos que sea, pero que no sea pelotuda, si a mí me agarran con dos porritos no pasa nada pero si nos agarran con eso el pelotudo que va en cana soy yo. Ella se enojó muchísimo y después un día me dijo sí papá, tenés razón. Lo que pasa es que Soledad no sabía decir que no, era un grave defecto que tenía. Y creo que eso le costó muy muy caro".

En esos días Soledad pasaba mucho tiempo en Villa Rosa. Sus amigos solían visitarla allí: la quinta de los Rosas era un espacio muy abierto, donde casi todos eran bien recibidos, y los fines de semana se llenaba.

"Ella siempre trataba de llamar la atención, como si necesitara que le hicieran caso, que se dieran cuenta de algo", dirá Cecilia Pazo, su prima. "Todas esas cosas eran toques de atención. Estaban esos novios que llevaba a su casa, que me parece que no era necesario llevarlos. Podés estar con cualquiera pero no necesariamente presentárselo a tu familia. El modo de vestirse, de pensar, de hablar. Por la calle la miraban mucho porque andaba con todo suelto. Pero se ponía un vestidito, se pintaba un poco y era una diosa. Era una muñeca, las medidas todo. Petisita pero una modelito. Un sábado que fuimos a su quinta con todos los amigos de mi marido, Soledad se puso a tomar el sol en topless: los monos estaban todos desesperados. Pero ella manejó la situación; ¿te creés que alguno se animó a zarparse? Te aseguro que eran trece boludos y estaban todos atónitos porque ésta estaba con un porte como diciendo '¿Perdón? ¿Pasó algo?' Y en vez de estar incómoda, incomo daba al resto. Y al que no le gusta que no me mire o que no venga. Estas cosas son las que te digo, de buscar siempre el desorden. Por eso te digo".

Soledad seguía sin tener muy claro qué quería; por el momento terminaría su carrera y seguramente después podría viajar un poco: "Sole estaba re enganchada conmigo porque su gran sueño era viajar", dirá Soledad Echagüe, Sole Vieja. "Y yo era la única del grupo que había viajado a Europa: en plena represión me fui a Inglaterra a vivir un año sola, no podía creer que había un mundo tan maravilloso y tan diferente. Siempre le contaba a Sole, y le decía 'vos, petisa, tenés que viajar porque se te va a partir la cabeza'. Siempre jugábamos y fantaseábamos con la idea de viajar juntas. Ella me escuchaba todos mis cuentos de mis viajes como yo escuchaba a mi abuela y le pedía que me los repitiera". Viajaría, sin duda viajaría, pero eso no terminaba de armarle una vida.

Aquel invierno Soledad empezó a charlar más con su vecino Ezequiel, el hijo mayor de Silvia y Juan Gramático. Al principio Ezequiel era mucho más chico —tres años más chico— pero ahora esa diferencia ya no era importante. Ezequiel era un jovencito muy inquieto, conectado por internet con grupos under europeos y enganchado aquí con gente de fanzines y del ecologismo radical.

—Sí, dice "no va a haber compromisos, no más negociación. Si te negás a cambiar entonces sos... sos culpable y tenés que ser destruido"...

—Heavy, los pibes.

—Re.

Ezequiel y Soledad estaban en la casa de él en Villa Rosa: escuchaban un cassette de un grupo americano, Earth Crisis, y ella le traducía la letra:

—Sí, y después dice "sos un diablo con sangre en tus manos, tu muerte traerá su libertad", dice "their freedom", no sé, "la libertad de ellos. Yo no puedo quedarme ahí parado y dejar que mueran los inocentes...".

—¡Guau!

"A Soledad empezaron a interesarle ese tipo de cosas", dirá Ezequiel Gramático, su vecino. "Y yo a veces la invitaba a alguna acción. Por ahí había un antiMcDonald's o una cosa así y la invitaba, porque me parecía una chica buena, de buenos sentimientos, inteligente, fuerte... Una persona muy sensible, parecida a los demás integrantes del grupo, que era toda gente muy humana".

Aquel invierno Soledad emprendió sus primeros intentos militantes. Una tarde de sábado Ezequiel y ella se subieron a su jeep y fueron hacia General Rodríguez: allí se encontrarían con más gente del GAPLAH — Grupo Autogestionario por la Liberación Animal y Humana—, dos docenas de pibes de Pilar y General Rodríguez con militancia ecologista y vagamente libertaria. Querían formar un piquete a la entrada de un circo que había llegado al pueblo y que, decían, maltrataba a los pocos animales que tenía.

"Ella estaba medio emocionada, era la primera vez que iba a participar en una acción de éstas", dirá Ezequiel Gramático. Pero la acción fue casi un fracaso: cuando se encontraron descubrieron que no llegaban a la media docena, que no eran suficientes para pararse frente a la entrada de la carpa, que si lo intentaban los del circo los correrían a guantazos. Así que se limitaron a repartir sus volantes en las calles de General Rodríguez y se volvieron a sus casas. Soledad no se desanimó: le había gustado hacer, por fin, algo que se pareciera a sus ideas.

"Pero bueno, ella nunca estuvo muy involucrada en estas cosas", dirá Ezequiel. "Yo creo que habría podido meterse más, de a poco, si se hubiera quedado. Pero no tuvo tiempo". En esos días Ezequiel le grabó su primer tatuaje: el dibujo de un pájaro-dios azteca que Soledad había sacado del libro de Galeano para ponerse en el omóplato derecho. Era una forma de sellar que empezaba a ser otra.

6. AMOR Y PAZ

Aquel encuentro había tenido muchos prólogos. Pablo Rodríguez venía soportando el asedio de su hermana Laura para que conociera a su nueva amiga Soledad, y tantas veces Laura le había dicho a su nueva amiga Soledad que tenía que conocer a su hermano Pablo.

—Vas a ver, se van a entender bárbaro. Haceme caso, él es justo para vos.

La primera falló: Pablo no fue a la fiesta que Laura organizó. Después, cuando se enteró de que Soledad sí había estado y se había ido con otro pibe, le dio un ataque. Pocos días más tarde Pablo fue a ver a su hermana y, por casualidad, estaba Soledad: se quedaron conversando horas y horas, hasta el fin de la noche. El azar es una causa insuperable.

—Sí, para mí la gran boludez fue volverme. Allá me sentía tan bien conmigo misma... No sabés las ganas que tengo de irme de nuevo a Brasil y no volver, loco, quedarme allá, una playita...

—¿En serio? Yo estoy igual, che, me parece que si pudiera vivir allá sería feliz. Sabés, allá tengo como una familia que...

Hablaron del mar, de la naturaleza, de ciertos pajaritos, de algunas decepciones y quedaron en llamarse pronto: quizás podrían ir juntos a un encuentro que se estaba preparando en Villa Ges ell, unos días después, a favor de los indios argentinos. Soledad, en esos días, compartía un coche, un Lada, con su madre: para viajar a Gesell tendrían que pasar a buscarlo por la quinta de Villa Rosa. Fueron, pero su madre no quiso dárselo:

—Pero no, Sole, cómo te vas a ir en el auto con alguien que ni conocés, que lo viste dos veces.

Pablo Rodríguez tenía veintinueve años, rulos enhiestos, el cuerpo flaco y alto, ojos muy claros, aires de hippie persistente: trabajaba un par de días por semana con su madre, una psicóloga que hacía un programa sobre partos en la televisión por cable, y se estaba separando de una novia brasilera. Pablo, además, tocaba la batería en una banda que hacía flamenco, reggae, tango, rock&roll: lo que saliera. La banda se llamaba La Senda del Perdedor, por un libro de Bukowski, y Soledad pensó que el tipo no le daba tres vueltas pero parecía tan bueno y cariñoso que quizás valiese la pena intentarlo.

—No te preocupes, Pabli, se me ocurre otra idea.

Soledad se lo llevó enfrente, a la casa de los Gramático: Juan y Silvia no tuvieron problemas en prestarles una piecita para que pasaran su primera noche juntos. Corría octubre de 1996: su última primavera en la Argentina.

"A los dos días ella se apareció con un ojo morado", dirá Pablo Rodríguez, su ex novio. "Se había cruzado con Gabriel y él le había pegado. Ella había cortado la historia pero se veían por el trabajo, paseando perros, y había una situación de violencia y de tensión. El flaco ya se estaba curtiendo a una amiga de ella, María, una de las que habían ido a Brasil con ella, y había todo un quilombo... Soledad también estaba un poco harta de hacer ese laburo; también había tenido unos problemas para cobrar y eso la tiró un poco abajo, porque se rompía el culo. Estaba todo un poco mal. Así que los dos pensamos en hacer otra cosa, cambiar de aires. Ahí fue que decidimos irnos a Brasil".

Era un proyecto: muy poco más que un sueño entre cervezas. Soledad entregó sus perros a varios amigos: lo que había empezado como un recurso para ganar algún dinero le había durado cuatro años, pero ya era tiempo de cambiar de vida. Y mientras tanto se fue a vivir a la casa de Pablo en Sáenz Peña, partido de San Martín. Él la trataba con una dulzura que la sorprendía.

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