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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (102 page)

BOOK: Ana Karenina
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—¡Perdóname, señor! —murmuró, comprendiendo la inutilidad de la lucha.

En aquel momento un hombrecillo de espesa barba y cabello desgreñado se inclinó en el estribo del vagón para mirar la vía. Y la luz que para aquella infeliz había iluminado el libro de la vida con sus tribulaciones, sus falsedades y sus dolores, rasgando en aquel momento las tinieblas, brilló con vivo fulgor, iluminándolo todo, lo que hasta entonces estaba oculto en la oscuridad, vaciló y se extinguió para siempre.

Octava Parte
I

H
ABÍAN
transcurrido dos meses, y aunque el verano estaba muy adelantado, Serguiéi Ivánovich permanecía aún en Moscú, en vez de hallarse en el campo para pasar las vacaciones según costumbre. Acababa de efectuarse para él un acontecimiento importante, cual era la publicación de un libro sobre las formas gubernamentales en Europa y en Rusia, fruto de un trabajo de seis años. Así la introducción como algunos fragmentos de la obra se habían dado a luz ya en varias revistas, y por más que aquella no tuviese el atractivo de la novedad, Serguiéi Ivánovich confiaba en que produciría sensación.

Sin embargo, pasaron dos semanas sin que produjese agitación alguna en el mundo literario; algunos amigos, hombres de ciencia, hablaron a Koznyshov de su libro por pura política; pero la sociedad propiamente dicha estaba demasiado preocupada por cuestiones muy diferentes para fijar su atención en una obra de aquel género.

Transcurrió otro mes —Serguiéi Ivánovich había calculado detalladamente el tiempo necesario para escribir las críticas—, pero el silencio continuaba. Tan solo en el
Abejorro del Norte
un artículo cómico dedicado a un cantante que había perdido la voz, se mencionaba con desprecio el libro de Koznyshov.

Por fin, al tercer mes, en una revista seria apareció una crítica. Serguiéi Ivánovich conocía al autor. El artículo era horrible. Recordó haber rectificado una vez al autor, y comprendió el significado de aquel artículo. Después llegó un completo olvido y Serguiéi Ivánovich comprendió que aquellos seis años de trabajo habían sido inútiles.

Al descontento producido al ver que pasaba así inadvertido el trabajo de seis años se agregaba para Koznyshov una especie de desaliento ocasionado por la ociosidad que para él seguía al periodo de agitación que precedió a la publicación de su libro. Por fortuna, la atención pública se preocupaba en aquel momento de la cuestión eslava y la guerra en Serbia
[55]
, con un entusiasmo que parecía comunicarse a los hombres de más talento. Todo lo que hacía habitualmente la sociedad ociosa para matar el tiempo —bailes, conciertos, comidas, brindis; los trajes de las mujeres, la cerveza, los restaurantes—, todo se dedicaba ahora a los eslavos. Koznyshov tenía demasiado buen sentido para no reconocer que aquel impulso pecaba de pueril en cierto modo, ofreciendo numerosas ocasiones a las personalidades vanidosas para ponerse en evidencia; tampoco se fiaba mucho de los relatos exagerados de los diarios; pero le conmovió el sentimiento unánime de simpatía que todas las clases de sociedad manifestaban a los serbios y a los montenegrinos. Esto le llamó la atención.

«El sentido nacional —pensaba— podía producirse al fin públicamente.» Y cuanto más estudiaba aquel movimiento en su conjunto, más grandiosas le parecían sus proporciones, destinadas a señalar un periodo en la historia de Rusia. Olvidó su libro y sus decepciones, y se consagró tan completamente a la obra común, que llegó a la mitad del verano sin haber podido librarse del todo de sus nuevas ocupaciones para ir al campo. En su consecuencia, resolvió marchar, aunque solo fuese para quince días, al fin de reposar un poco y asistir al principio de aquel movimiento nacional que todas las grandes ciudades del imperio esperaban.

Katavásov aprovechó la ocasión para cumplir la promesa que había hecho a Lievin de ir a visitarlo, y los dos amigos se pusieron en marcha el mismo día.

II

L
AS
inmediaciones de la estación de Kursk estaban atestadas de coches, que conducían a los voluntarios y a los que los escoltaban; muchas señoras cargadas de ramilletes esperaban a los héroes del día para saludarlos, y la multitud los seguía hasta el interior de la estación.

Entre las damas de que hablamos se hallaba una que conocía a Serguiéi Ivánovich; al verlo le preguntó en francés si acompañaba a alguno de los voluntarios.

—No, princesa —contestó Serguiéi—, hoy marcho al campo para visitar a mi hermano, pues necesito descansar un poco. Y usted, ¿no abandona su puesto?

—Preciso será. Dígame usted, ¿es cierto que ya hemos enviado ochocientos?

—Más de mil si contamos los que no han salido directamente de Moscú.

—Bien lo decía yo —exclamó la dama—. ¿Y es verdad que los donativos ascienden ya a cerca de un millón?

—Y más aún, princesa.

—¿Ha leído usted el telegrama? Se ha vuelto a batir a los turcos. A propósito: ¿sabe usted que hoy marcha el conde Vronski? —añadió la princesa con aire triunfante y una sonrisa significativa.

—He oído decir que marchaba, pero ignoraba que fuese hoy.

—Acabo de verlo; está aquí con su madre, a decir verdad, no podía hacer nada mejor.

—Seguramente.

Durante esta conversación, la multitud se precipitaba en la cantina, donde un caballero, con un vaso en la mano, dirigía a los voluntarios un discurso, el cual terminó bendiciéndolos con voz conmovida en nombre de «nuestra madre Moscú». La multitud contestaba con vivas y Serguiéi Ivánovich y su compañera estuvieron a punto de verse envueltos entre los manifestantes.

—¿Qué dice usted a esto, princesa? —gritó de repente en medio de la muchedumbre la voz de Stepán Arkádich, que se abría paso entre las masas—. ¿No te parece que habla muy bien? ¡Bravo! Usted debería decirles también algunas palabras, Serguiéi Ivánovich —añadió Oblonski con acento cariñoso, tocando el brazo de Koznyshov.

—No puede ser; me marcho.

—¿Adónde va usted?

—A casa de mi hermano.

—Entonces verá usted a mi esposa; dígale que me ha visto y que
all right;
que me han nombrado individuo de la comisión; ya sabe ella lo que es, porque se lo he escrito. Dispénseme usted, princesa; estas son mezquindades de la vida —añadió volviéndose hacia la dama—. Supongo que sabrá usted ya que la Miagkaia envía mil fusiles y doce enfermeras.

—Sí —contestó fríamente Koznyshov.

—¡Qué lástima que se vaya usted! Mañana ofrecemos un banquete de despedida a dos voluntarios, Bartnianski y Veselovski, que apenas casado se marcha. ¿No le parece a usted que esto es hermoso?

Y sin reparar que no interesaba en nada a sus interlocutores, continuó hablando:

—¿Qué dice usted? —exclamó cuando la princesa le hubo manifestado que Vronski marchaba en el primer tren.

Y su alegre semblante tomó al punto una marcada expresión de tristeza; pero Stepán Arkádich olvidó pronto las lágrimas que había vertido sobre el cuerpo inanimado de su hermana para no ver en Vronski más que un héroe y un antiguo amigo, a quien fue a buscar al punto.

—Es preciso hacerle justicia a pesar de sus defectos —dijo la princesa cuando Stepán Arkádich estuvo lejos—; es un eslavo por excelencia; pero creo que no le agrade mucho ver a nuestro amigo. Por más que se diga, compadezco a ese pobre Vronski; procure usted distraerlo un poco en el viaje.

—Seguramente, si encuentro ocasión para ello.

—Es hombre que a mí no me agradó nunca; pero lo que hace ahora basta para dispensarle muchos errores. ¿Sabe usted que costea por sí solo un escuadrón?

En aquel momento resonó la campanilla y la multitud se precipitó hacia las puertas.

—¡Helo aquí! —exclamó la princesa, llamando la atención de Koznyshov sobre Vronski.

Este último llevaba un largo paletó y sombrero de anchas alas y daba el brazo a su madre. Oblonski los seguía, hablando con mucha animación, y sin duda habría anunciado la presencia de Koznyshov, pues el conde lo miró y levantó silenciosamente su sombrero, dejando ver una frente envejecida y arrugada por el dolor; un momento después desapareció en el andén.

Los vivas y el himno nacional resonaron hasta que el tren se puso en marcha, un joven voluntario, de elevada estatura y aspecto enfermizo, contestaba al público con ostentación, agitando su gorro de fieltro; detrás de él dos oficiales y un hombre de edad saludaban más modestamente.

III

D
ESPUÉS
de despedirse de la princesa, Koznyshov entró con Katavásov, que acababa de llegar, en un coche atestado de gente.

El himno nacional resonó de nuevo cuando los voluntarios llegaron a la estación siguiente y fue contestado con los mismos saludos, estas ovaciones eran harto familiares para Serguiéi Ivánovich y conocía demasiado aquella gente para que le inspirase la menor curiosidad; mas para Katavásov, aquellas escenas eran nuevas e interrogó a su compañero sobre los voluntarios, Serguiéi Ivánovich le aconsejó que los estudiara en la segunda clase, y así lo hizo.

Los cuatro individuos a quienes se consideraba como principales héroes hablaban ruidosamente en un ángulo del coche, sabiendo que eran objeto de la atención general; el joven alto levantaba la voz más que los otros, bajo la influencia de copiosas libaciones, y contaba una historia a un oficial que vestía uniforme austríaco; el tercer voluntario, vestido de artillero, estaba sentado junto a ellos en un cofre, y el cuarto, dormía. Katavásov supo que el joven enfermizo era un hombre de negocios que a la edad de veintidós años había devorado una considerable fortuna y creía excitar la admiración del mundo al marchar a Serbia: era un muchacho mimado, sin salud y estaba bebido y lleno de suficiencia, por lo cual produjo muy mala impresión en el profesor.

El segundo, un militar retirado no valía mucho más; se había dedicado sin fruto a diversos oficios y su ignorancia era completa.

El tercero, por el contrario, agradó a Katavásov a causa de su modestia y dulzura, la presunción y falsa ciencia de sus compañeros le imponían y permanecía silencioso.

—¿Qué va usted a hacer en Serbia? —le preguntó el profesor.

—Voy, como todo el mundo, para ver si puedo ser útil.

—Allí faltan artilleros.

—Pues yo he servido muy poco en artillería —repuso.

Y refirió cómo no habiendo podido sufrir los exámenes, debió retirarse del ejército como subalterno.

La impresión general producida por aquellos personajes era poco favorable; un anciano que vestía uniforme militar y los escuchaba con Katavásov no parecía más satisfecho que este, y le era difícil considerar como héroes a aquellos hombres, cuyo valor militar se manifestaba solo por sus copiosas libaciones.

Sin embargo, habría sido una imprudencia manifestar francamente semejante opinión, y cuando Katavásov preguntó al veterano qué juicio formaba de los voluntarios, este le contestó sonriendo:

—¡Qué quiere usted! ¡Se necesitan hombres! Dicen que los oficiales serbios no valen para nada.

Katavásov al entrar en su coche, no se sintió con valor para expresar su opinión con sinceridad, lo que iba contra sus costumbres, y contándole sus observaciones dijo a Serguéi Ivánovich que los voluntarios le habían parecido unos excelentes muchachos.

Las aclamaciones y los ramos menudearon también en la ciudad siguiente y se acompañó a los voluntarios como en Moscú, pero el entusiasmo disminuía.

IV

C
UANDO
el tren se detuvo, Serguiéi Ivánovich, paseando por el andén, cruzó por delante del compartimiento de Vronski, cuyas cortinillas estaban corridas, pero al volver vio junto a la ventanilla a la anciana condesa, que lo llamó al punto.

—Ya ve usted —dijo— que lo acompaño a Kursk.

—Ya lo sabía —contestó Koznyshov, deteniéndose junto a la portezuela. Y al ver que Vronski no estaba en el interior, añadió—: Hace una buena acción.

—¿Qué otro remedio le quedaba después de su desgracia?

—¡Qué horrible suceso!

—¡Dios mío, solo yo sé lo que he pasado! Pero entre usted —dijo la anciana, haciendo sitio a Koznyshov—. ¡Si supiera usted cuánto he sufrido! Durante seis semanas no habló una sola palabra, y solo a fuerza de súplicas conseguí que comiera algo. Temíamos que atentase contra su vida, le habíamos quitado todo con que pudiera hacerse daño, pues ya sabe usted que una vez estuvo a punto de suicidarse por la difunta. Sí —añadió la condesa, cuyo rostro tomó una expresión sombría al evocar este recuerdo—, esa mujer murió como había vivido, cobarde y miserablemente.

—No nos toca a nosotros juzgarla, condesa —contestó Serguiéi con un suspiro—; pero comprendo que habrá usted sufrido mucho.

—¡No se puede ni imaginar! Alexiéi estaba en casa, en mi finca de los alrededores de Moscú, donde yo paso el verano, cuando le trajeron una carta, a la cual contestó inmediatamente. Nadie sabía que esa mujer se hallase en la estación. Por la noche, al subir a mi cuarto, la doncella me dijo que una señora se había arrojado bajo un coche del tren de mercancías; y comprendiendo al punto quién era, mis primeras palabras fueron para recomendar que no se dijese nada al conde; pero ya era tarde. Su cochero acababa de referirle el hecho, pues se hallaba aún en la estación cuando ocurrió y pudo verlo todo. Corrí presurosa en busca de mi hijo; estaba como loco y salió precipitadamente sin pronunciar una palabra. Yo no sé lo que vería, pero al volver parecía un muerto, tanto, que apenas lo reconocí. Según el doctor,
prostration complete
, y poco después creyó que perdería la razón. Por más que usted diga, esa mujer era mala. ¿Comprende usted una pasión de ese género? ¿Qué ha querido demostrar con su muerte? Ha perturbado la existencia de dos hombres de raro mérito, su esposo y mi hijo, y se ha perdido ella misma.

—¿Qué ha hecho el marido?

—Se ha encargado de la pequeña. En el primer momento, mi hijo consintió en todo, pero ahora se arrepiente de haber abandonado la niña a un extraño. Karenin asistió al entierro y conseguimos evitar un encuentro entre el esposo y mi Alexiéi. Esa muerte es para Alexiéi Alexándrovich un bien, pero mi pobre hijo, que había sacrificado todo a esa mujer, su madre, su posición, su carrera…, ¡concluir así! Por más que diga usted en contra, ese es el fin de una mujer sin religión. ¡Dios me perdone mis palabras, pero al pensar en el daño que ha hecho a mi hijo, no puedo menos de maldecir su memoria!

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