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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (98 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Suplico me dispense, pero ya lo oye usted —dijo la condesa—; puede volver a las diez, o mejor aún, mañana.

—¡Que salga! —repitió el francés con impaciencia.

—Lo dice por mí, ¿no es cierto? —preguntó Oblonski, aburrido ya.

Y como se le contestara con una señal afirmativa, salió presuroso de la estancia y bajó corriendo a la calle cual si huyese de una casa apestada. Para recobrar su equilibrio mental, habló y bromeó con un cochero, se hizo conducir al Teatro Francés y terminó la noche en el restaurante bebiendo champaña. A pesar de sus esfuerzos, el recuerdo de aquella reunión lo oprimía.

Al volver a casa de su tío Oblonski, donde se había alojado, encontró un billete de Betsi, invitándole a ir a continuar la conversación interrumpida por la mañana, lo cual le hizo torcer el gesto. Un ruido de pasos en la escalera le llamó la atención, y al salir de su cuarto para ver qué ocurría, vio a su tío tan rejuvenecido por su viaje al extranjero y que lo llevaban completamente ebrio.

Contra su costumbre, Oblonski no durmió fácilmente; lo visto y oído durante el día lo perturbaba; pero la reunión de la condesa excedía a todo lo demás en extravagancia.

Al día siguiente recibió de Karenin una negativa categórica respecto al divorcio, y comprendió que esta decisión era obra del francés y de las palabras que había pronunciado durante su sueño, verdadero o fingido.

XXIII

P
ARA
emprender algo en la vida familiar se precisa un acuerdo completo entre los esposos, basado en el amor, o un desacuerdo total. Cuando la relación en pareja no está bien definida, es decir, no es ni una, ni otra cosa, nada se puede hacer. Muchas familias permanecen largos años en el mismo sitio, desagradable e incómodo para ambos esposos, a causa de las dificultades de comunicación entre ellos.

Vronski y Anna se hallaban en este caso; los árboles de los bulevares habían tenido tiempo de cubrirse de hojas, y estas de convertirse en polvo, sin que hubieran pensado en salir de Moscú, aunque la residencia en este punto les era odiosa. Sin embargo, no existía entre ellos ninguna causa grave de mala inteligencia, fuera de esa irritación latente que impulsaba a Anna a pedir de continuo una explicación, mientras que Vronski oponía una reserva glacial. La acritud iba en aumento diariamente; Anna consideraba el amor como objeto único de la vida de su amante, a quien no comprendía sino desde este punto de vista; pero aquella necesidad de amar inherente a la naturaleza del conde debía concentrarse solo en ella; de no ser así, le suponía infiel, y en la ceguedad producida por los celos, atribuía la culpa a todas las mujeres. Tan pronto temía las relaciones ordinarias accesibles a Vronski en su calidad de célibe como desconfiaba de las damas del mundo, y particularmente de toda joven, con quien su amante podría unirse en caso de rompimiento. Este amor se había despertado en su espíritu por una confidencia imprudente del conde, que vituperó, cierto día de abandono, la falta de tacto de su madre al proponerle que se casara con la joven princesa Sorókina. Los celos condujeron a Anna a multiplicar las quejas contra aquel a quien adoraba en el fondo; lo hizo responsable de su prolongada permanencia en Moscú, de la incertidumbre en que vivía, y, sobre todo, de la dolorosa separación de su hijo. Vronski, por su parte, descontento de la falsa posición en que Anna se había empeñado en mantenerse, la acusaba de haber agravado más las dificultades. Si sobrevenía algún momento de ternura, ya muy raro, Anna no se calmaba, y solo veía en el conde la calma y seguridad, lo que no existía antes, y eso le molestaba.

El día comenzaba a declinar y Vronski asistía a una comida de solteros; mientras que Anna se había refugiado en su despacho para esperarlo, porque allí la molestaba menos el ruido de la calle.

Andaba de un lado a otro de la habitación, repasando en su memoria el asunto de la última disputa y extrañando ella misma que una causa tan frívola hubiera producido una escena tan penosa. Al tratarse de la protegida de Anna, Vronski había ridiculizado las escuelas de mujeres, pretendiendo después que las ciencias naturales serían de poca utilidad para aquella niña. Anna había aplicado al punto esta crítica a sus propias ocupaciones, y al fin de picar a Vronski, a su vez le contestó:

—No espero de usted que comprenda mis sentimientos, comprenda a mí como un hombre quien ama, pero me creía con derecho para esperar algo mejor de su delicadeza.

El conde se había sonrojado, permitiéndose algunas palabras para zaherir a su amante:

—Confesaré que no me explico tanta afición a esa niña; a mí me desagrada porque veo que no es sincera.

Esa crueldad suya, con la que él destruía su pequeño mundo, creado con tanto esfuerzo para poder soportar mejor la situación muy dura; esa injusticia, con la que culpabilizaba a ella de hipocresía y falta de sinceridad, la hicieron estallar.

—Es una lástima —replicó Anna, saliendo de la habitación— que los sentimientos groseros y materiales sean los únicos accesibles para usted.

Esta discusión no se continuó, pero ambos comprendieron que no la olvidarían. Sin embargo, un día entero pasado en la soledad —hizo reflexionar a Anna, que, no pudiendo resistir la frialdad de su amante, resolvió acusarse a sí misma fin de conseguir a toda costa una reconciliación.

«Mis absurdos celos —se dijo— me hacen irritable; obtenido mi perdón, nos iremos al campo y allí me calmaré. “Hipocresía”, de repente se acordó no tanto de la palabra, sino de la intención de herirla, lo que más le dolió de la discusión. “Entiendo lo que quería decir: que es hipócrita fingir la ternura con una niña extraña, y no sentir afecto por mi propia hija”; pero ¿qué sabe él del amor que un niño puede inspirar? ¿Piensa por ventura lo que vale el sacrificio que por él hice al renunciar a Seriozha? Si trata de ofenderme es porque ya no me ama y prefiere a otra…» Al notar, que intentando calmarse, se volvía a esta pendiente fatal de celos e irritación, se horrorizó de si misma. «¿Será imposible? ¿Es posible que yo acepte la culpa?» —pensó y sin querer entró otra vez en el circulo vicioso. «Él es sincero, honrado, me ama. Yo lo amo, pronto obtendré el divorcio. ¿Qué más necesito? Necesito tranquilidad y confianza. Sií, aceptaré la culpa, aunque no lo creyera. Ahora, cuando vuelva, se lo diré y nos marcharemos.» Para no reflexionar más del asunto, llamó y dio orden de subir los cofres, a fin de comenzar los preparativos de marcha. Vronski volvió a las diez.

XXIV

¿C
ÓMO
ha ido en la comida? —preguntó Anna, saliendo al encuentro del conde con aire conciliador.

—Poco más o menos como siempre —contestó Vronski, observando al punto aquella favorable disposición de espíritu. Ya se había habituado a los cambios del ánimo en Anna, y ahora su estado lo agradó especialmente, porque volvía de humor excelente. ¡Vaya, ya empaquetan! —exclamó al ver los cofres—. Me parece bien.

—Sí —contestó Anna—, más vale marcharnos; el paseo de esta mañana me ha hecho desear el campo otra vez; y por otra parte, nada tenemos que hacer aquí.

—No deseo otra cosa; haz servir el té mientras voy a mudarme; al instante vuelvo.

La aprobación relativa a la marcha se había dado con un tono de superioridad ofensivo; se hubiera dicho que el conde hablaba a una niña mimada a quien dispensase sus caprichos, y al pensar esto, se despertó otra vez en el corazón de Anna la necesidad de luchar. ¿Por qué se humillaba ante aquella arrogancia? Se contuvo, sin embargo, y cuando Vronski volvió, le refirió con calma los incidentes del día y sus planes de viaje.

—Creo que es una inspiración —dijo—; ¿para que vamos a esperar aquí el divorcio? Qué más da, aquí o en el campo. No es posible seguir esperando. No quiero oír más del divorcio, ni quiero vivir solo de esperanzas. He decidido que esto no tiene que afectar a mi vida. ¿No eres de mi parecer?

—Ciertamente —contestó Vronski, observando con inquietud la emoción de Anna.

—Cuéntame a tu vez —dijo esta— lo que ha pasado en vuestra comida.

—Ha sido muy buena —repuso el conde, citando los nombres de los convidados—; después hemos ido a ver las regatas, y como siempre se halla en Moscú el medio de ponerse en ridículo, nos han enseñado a la profesora de natación de la reina de Suecia.

—¡Cómo! ¿Y ha nadado delante de vosotros? —preguntó Anna, cuya frente se oscureció de pronto.

—Sí, y con un espantoso traje rojo
de natation;
estaba horrible. ¿Qué día nos vamos?

—¿Se podrá imaginar cosa más estúpida? ¿Hay algo de especial en su manera de nadar?

—Nada de eso; era verdaderamente absurdo. ¿Has fijado ya el día de la marcha? ¿Cuándo será?

Anna movió la cabeza como para desechar una idea tenaz.

—Cuanto antes mejor; temo no estar dispuesta para mañana, pero sí para el día siguiente.

—Pasado mañana es domingo y deberé ir a ver a mi madre.

Vronski se turbó involuntariamente al observar la mirada recelosa de Anna fija en él, y esta turbación aumentó la desconfianza de aquella. Olvidando a la profesora de natación de la reina de Suecia, Anna no se preocupó más que de la princesa Sorókina, que habitaba en los alrededores de Moscú con la anciana condesa.

—¿No puedes ir mañana? —preguntó.

—Es imposible, pues debo exigir a mi madre que firme una procuración y recoger el dinero que debe darme.

—Pues entonces no nos marcharemos.

—¿Por qué?

—El lunes o nunca.

—¡Pero esto no tiene sentido común! —exclamó Vronski con asombro.

—Para ti, porque solo piensas en tus cosas y no quieres comprender lo que sufro en esta casa. Hanna era la única persona que me inspiraba interés, y has hallado medio de acusarme de hipocresía respecto a ella diciéndome que albergo sentimientos que no tienen nada de natural. Quisiera saber lo que puede ser natural en mi género de vida.

Anna se atemorizó de su violencia, y no tenía, sin embargo, suficiente dominio sobre sí para resistir a la tentación de echarle en cara sus errores.

—Tú no me has entendido —replicó Vronski—; he querido decir que esa repentina ternura no me agradaba.

—No es cierto; y para aquel que se precia de su rectitud…

—No tengo costumbre de preciarme de mentir —repuso Vronski, reprimiendo la cólera que rugía en su interior—, y siento mucho que no respetes…

—El respeto se ha inventado para disimular la falta de amor; y de consiguiente, si no me amas ya, sería más leal que me lo confesaras.

—¡Vamos, esto es intolerable! —gritó el conde, acercándose a Anna bruscamente—. Mi paciencia tiene límites, y no veo por qué has de ponerla a prueba —añadió, conteniendo las amargas palabras que estaba a punto de pronunciar.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Anna al observar la mirada de odio de su amante.

—Yo soy quien preguntaría qué pretende usted de mí.

—¿Qué puedo yo pretender sino que no se me abandone, como tiene usted intención de hacerlo? Por lo demás, la cuestión es secundaria; quiero ser amada, y si usted no me ama ya, hemos concluido.

Así diciendo, se dirigió hacia la puerta.

—Espera —dijo Vronski, reteniéndola por el brazo—. ¿De qué se trata entre nosotros? Yo pido solo que nos marchemos de aquí a tres días y tú contestas que miento y que soy un mal hombre.

—Sí, y lo repito; un hombre que me echa en cara los sacrificios que hizo por mí —era una alusión a pasadas quejas—; es más que malo, es un hombre sin corazón.

—Decididamente se me acaba la paciencia —exclamó Vronski, soltando de pronto su brazo.

Y la dejó salir.

«Me odia, esto está claro», se dijo ella. Y sin decir ni una palabra más ni volver la cabeza, y con pasos vacilantes, salió de la habitación.

«Ama a otra mujer. Esto es evidente», se decía entrando en su cuarto. «Quiero amor y no lo encuentro. Es decir, que ya ha terminado todo entre nosotros y tengo que poner fin de una vez. Pero ¿cómo?», se preguntó, sentándose en una butaca ante el espejo.

Los pensamientos más contradictorios cruzaron por su mente. ¿Adónde ir? ¿A casa de su tía, que la había educado? ¿A casa de Dolli? ¿O simplemente al extranjero? ¿Seria definitivo este rompimiento? ¿Qué hacía Vronski en su gabinete? ¿Qué dirían Alexiéi Alexándrovich y la sociedad de San Petersburgo? De pronto germinó en su mente una idea que no podía formular; recordó unas palabras que había dicho a su esposo después de su enfermedad: «¡Por qué no habré muerto!». Y al punto estas palabras despertaron el sentimiento que en otra época expresaban. «¡Morir, sí; es el único medio de verme libre de todo: mi vergüenza, la deshonra de Karenin y de Seriozha; todo se borra con mi muerte; entonces me llorará, se arrepentirá, me compadecerá, sufrirá por mí y me amará!» Estaba sentada en la butaca con una sonrisa pasmada de compasión por sí misma, quitando y poniéndose las sortijas de su mano izquierda e imaginándose vivamente, cómo serían los sentimientos de Vronski después de su muerte.

Sus pasos acercándose a ella le hicieron gracia. No volvió la cabeza pretendiendo estar ocupada con colocar sus sortijas.

—Anna —dijo Vronski afectuosamente, cogiéndola de la mano—, estoy dispuesto a todo; marchemos pasado mañana.

Vronski había entrado muy despacio y le hablaba muy afectuosamente.

—¿Qué contestas? —añadió.

—Tú sabes —contestó Anna.

Y no pudiendo reprimir sus lágrimas, comenzó a llorar.

—¡Abandóname! —murmuró en medio de sus sollozos—. ¡Me iré, y aún haré más! ¿Qué soy yo? Una mujer perdida, una carga para ti. No quiero atormentarte más. Tú amas a otra y yo te dejaré libre.

Vronski le suplicó que se calmase, jurando que no había motivo para justificar sus celos, y diciendo que nunca había dejado de amarla, que la ama más que nunca, y siempre la seguirá amando.

—¿Por qué atormentarnos así? —le preguntó con ternura besándole las manos.

Anna creyó reconocer lágrimas en sus ojos y en su voz, y pasando súbitamente de los celos a la ternura más apasionada, cubrió de besos la cabeza el cuello y las manos de su amante.

XXV

L
A
reconciliación era completa. Desde el día siguiente, Anna, sin fijar definitivamente el día de la partida, activó los preparativos; y hallándose ocupada en sacar varios objetos de un cofre, amontonándolos en los brazos de Ánnushka, Vronski entró de pronto, vestido como para salir, aunque era muy temprano.

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