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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (95 page)

BOOK: Ana Karenina
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—Pues bien, déjeme usted tomar café y voy enseguida.

Mas al ver al doctor dar principio a su desayuno con la mayor cachaza, Lievin no pudo contenerse más tiempo.

—Yo me voy —dijo—; júreme usted que vendrá de aquí a un cuarto de hora.

—Concédame usted media hora.

—¿Palabra de honor?

—Sí.

Lievin encontró junto a la puerta a la princesa, que acudía también presurosa, y ambos se dirigieron a la habitación de Kiti después de haberse abrazado con lágrimas en los ojos.

Desde que Lievin había comprendido la situación, al despertarse, resuelto a sostener el valor de su mujer se había prometido reprimir sus impresiones y los impulsos de su corazón; e ignorando la duración posible de aquella prueba, se había fijado como término máximo cinco horas, durante las cuales se proponía conservar toda su firmeza; pero cuando volvió al cabo de una hora y encontró a Kiti padeciendo siempre, lo acosó el temor de no poder resistir, e invocó al cielo para no desfallecer. Transcurrieron cinco horas sin que el estado variase, y el terror de Lievin aumentó con los padecimientos de su esposa; poco a poco, las condiciones habituales de la vida desaparecieron para él; la noción del tiempo dejó de existir, y según que su mujer se cogía a él con fuerza o le rechazaba profiriendo un gemido, los minutos le parecían horas o las horas minutos. Cuando la comadrona pidió luz, le sorprendió que hubiese llegado ya la noche. ¿Cómo había pasado aquel día? No hubiera podido decirlo: unas veces se vio junto a Kiti, agitada y quejándose y después serena y casi risueña; otras, se hallaba al lado de la princesa, dominada por su emoción, con sus rizos grises descompuestos y mordiéndose los labios para no llorar; también había visto a Dolli, al doctor fumando cigarrillos, a la comadrona con su expresión grave, aunque tranquila, y al anciano príncipe paseando por el comedor con aire sombrío. Las entradas, las salidas, todo se confundía en su pensamiento; la princesa y Dolli estaban con él en la habitación de Kiti, y de pronto todos iban al salón, donde estaba la mesa puesta para tomar algún refrigerio. Se le enviaba varios recados, y después arreglaba varias sillas y divanes, donde debía pasar la noche, según le dijeron. De pronto le ordenaban que fuera a preguntar alguna cosa al doctor, y este lo contemplaba, hablándole después de los imperdonables desórdenes de la Duma
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. ¿Cómo había sucedido todo esto? ¿Por qué la princesa lo cogía de la mano con aire compasivo? ¿Por qué Dolli trataba de hacerle comer, procurando inducirle a ello con sus razonamientos? ¿Por qué el doctor le ofrecía gotas para calmarse, mirándolo gravemente?

Lievin se hallaba en el mismo estado moral que un año antes junto al lecho de muerte de Nikolái; la ansiedad del dolor futuro, así como la esperanza de la dicha, lo transportaba sobre el nivel habitual de la existencia, elevándolo a grandes alturas, desde donde descubría cimas que las dominaban; y su alma llamaba a Dios con la misma sencillez e igual confianza que cuando era niño.

Todo aquel tiempo Lievin sintió su alma desdoblada. Cuando no estaba con Kiti, en presencia del doctor, de Dolli, del viejo príncipe, donde se hablaba de la comida, de política, de la enfermedad de María Petrovna, Lievin olvidaba por un instante todo lo que ocurría y se le antojaba haberse despertado después de una pesadilla; mientras que al pie del lecho de Kiti, su corazón se desgarraba de compasión y Lievin rezaba sin cesar. Y cada vez que oía un grito en la alcoba, acudía para justificarse, aunque comprendía que no era culpable de nada, y defenderla, ayudarla. Pero al ver que en nada podía ayudarla, exclamaba lleno de horror: «Dios mío, perdónala y ayúdala». A medida que transcurría el tiempo, más agudos eran ambos estados de ánimo: en su ausencia, el olvido de Kiti era completo; junto a su lecho, sentía la inmensidad de sus sufrimientos y su total impotencia. Lievin quería huir y corría hacia ella. A veces, cuando ella lo llamaba, la hacía culpable de todo. Pero le bastaba mirar su rostro sumiso y sonriente, oír sus palabras: «Te estoy martirizando», para que Lievin condenara a Dios, pero al instante le pedía perdón y gracia.

XV

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bujías se consumían en sus candelabros, y Lievin sentado junto al doctor, le oía discutir sobre el charlatanismo de los magnetizadores, cuando de pronto resonó un grito que no tenía nada de humano; Konstantín quedó inmóvil, mirando con expresión de terror al médico, que inclinando la cabeza como para oír mejor, sonrió con aire de aprobación. Lievin se había acostumbrado ya a no extrañar nada, y pensó que el grito no tenía nada de extraordinario; mas para explicárselo entró de puntillas en la alcoba de la paciente. Evidentemente ocurría alguna cosa nueva; lo reconoció por la expresión grave del pálido rostro de la comadrona, que no separaba la vista de Kiti; esta volvió la cabeza, y, con su mano húmeda cogió la de su esposo y la oprimió sobre la frente.

—Quédate, quédate —le dijo—; ya no tengo miedo… Mamá, quítame los pendientes. ¿Se acabará esto pronto, Lizavieta Petrovna?

Mientras hablaba, su semblante se desfiguró de repente, y Kiti profirió otro grito espantoso.

Lievin se llevó ambas manos a la cabeza, y huyó de la habitación.

—No es nada, todo va bien —le murmuró Dolli al oído.

Pero era inútil hablarle; lo creía perdido todo, y apoyado en el marco de la puerta, se preguntaba si era Kiti la que había podido gritar así; pensaba en la criatura con horror, y sin rogar a Dios por la vida de su mujer, le pedía que pusiera fin a sus horribles padecimientos.

—¿Qué significa eso doctor? —le preguntó, cogiéndolo del brazo.

—Es el fin —contestó el médico, con una expresión tan grave que Lievin creyó que su esposa se moría.

Y no sabiendo ya qué hacer, volvió a la alcoba de la paciente, a la cual no reconoció; tal era la descomposición de sus facciones. Levin apoyó su cara contra la madera de la cama y le parecía que su corazón iba a estallar.

Los gritos estremecedores sonaron sin interrupción durante algún tiempo, cada vez más terribles. Pero de pronto, y como habiendo llegado ya su último límite, se dejaron de oír, cosa que pareció a Lievin increíble; se siguieron varias idas y venidas; se cuchicheaba a su alrededor, y al fin la voz de Kiti murmuró con indefinible expresión de contento: «¡Ya se acabó!». Lievin levantó la cabeza; su esposa lo miraba, tratando de sonreír, y su belleza era en aquel momento sobrenatural.

Las cuerdas demasiado tensas se rompieron, y saliendo del mundo misterioso y terrible donde se había agitado durante veintidós horas, Lievin, volviendo a la realidad de una luminosa dicha, comenzó a llorar y a sollozar con tal fuerza que no pudo decir una sola palabra. De rodillas junto a su esposa, besaba su mano, mientras que al pie del lecho se agitaba entre los brazos de la comadrona, como la luz vacilante de una pequeña lámpara, la débil llama de aquel ser humano que entraba en el mundo con derechos para existir.

—Vive, vive; no hay nada que temer, y es un niño —oyó decir Lievin, mientras que con mano temblorosa Lizavieta Petrovna friccionaba la espalda del recién nacido.

—¿Es cierto, mamá? —preguntó Kiti.

La princesa contestó con un sollozo.

Como para desvanecer la menor duda de la madre, una voz se elevó en medio del silencio general; esta voz era un grito particular, resuelto, casi impertinente, proferido por aquel nuevo ser humano.

Algunos momentos antes, Lievin hubiera creído sin vacilar, si alguien se lo hubiese dicho, que Kiti había muerto, que sus hijos eran ángeles y que todos se hallaban en presencia de Dios; y aun ahora que volvía a la realidad hubo de hacer un prodigioso esfuerzo para admitir que su esposa vivía y que aquella criatura era su hijo. Inmensa felicidad era para Konstantín ver a Kiti salvada; mas ¿para qué se quería aquel niño y de dónde venía? Pasó mucho tiempo antes que pudiese acostumbrarse a esta idea.

XVI

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anciano príncipe, Serguiéi Ivánovich y Stepán Arkádich se hallaron reunidos al día siguiente en casa de Lievin a eso de las diez, para enterarse del estado de Kiti. Konstantín se creía separado de la víspera por un intervalo de cien años; oía a los demás conversar y se esforzaba para descender hasta ellos desde las alturas en que creía hallarse. Hablando de cosas indiferentes, pensaba en su esposa y en su hijo, a cuya existencia no daba crédito aún; la misión de la mujer en la vida tenía para él gran importancia desde que se casó, y ahora ocupaba a sus ojos el más alto lugar. Escuchando la conversación sobre la comida del día anterior en el club, pensaba: «¿Qué estará pasando ahora? ¿Se habrá quedado dormido? ¿En que estará pensando? Estará llorando mi hijo Dmitri?». No pudo aguantar más sin verlos.

—Pregunta si puedo entrar —dijo el anciano príncipe al ver a Lievin saltar de la silla para ir a ver a su esposa.

Kiti no dormía; bien arreglada en su lecho, tenía las manos puestas sobre la colcha y hablaba en voz baja con su madre; su mirada brilló al ver a Lievin, En su rostro se advertía aquel cambio de terrenal a ultraterreno, aquella serenidad sobrenatural que se observa en los rostros de los muertos, con la diferencia de que en estos es de despedida y en el de Kiti era de bienvenida.

La emoción que había experimentado durante el parto, volvió a apoderarse de él. Levin, vencido por su debilidad, no pudo decir ni una palabra y volvió la cabeza.

—¿Has dormido poco? —preguntó a su marido—. Yo he dormitado y me siento bien.

La expresión de su rostro cambió súbitamente al oír el vagido de la criatura.

—Démelo usted para enseñárselo a su padre —dijo a la comadrona.

—Ahora lo enseñaremos, cuando esté arreglado —contestó Lizavieta, fajando al pie de la cama algo extraño, rojizo, que no paraba de moverse. La comadrona desenvolvió aquel objeto tan raro —el niño— y se puso a vestirlo otra vez, moviéndolo con un solo dedo de un lado para otro y echándole el talco.

Lievin miró a la criatura, esforzándose inútilmente para reconocerse sentimientos paternales, pero lo único que sentía por ella era cierta grima. Pero cuando lo desnudaron y dejaron al descubierto sus bracitos diminutos, sus piernecitas de color azafranado con sus deditos, ¡hasta tenía el dedo gordo que era distinto de los otros! —cuando se fijó en todo aquello, sintió de pronto tanta compasión y tanto temor, que le podía hacer daño… que hizo un gesto para detenerla.

—No se preocupe —dijo la mujer, sonriendo—, no le haré mal.

Y después de arreglar la criatura convenientemente y convertirla en un muñeco, la presentó con orgullo, diciendo:

Kiti no les quitaba el ojo.

—Démelo, démelo —dijo impacientemente, intentando levantarse en la cama.

—¡Que hace usted, Katerina Alexándrovna! No debe hacer estos movimientos. Espere, ahora se lo traigo. Antes dejemos que lo vea su papá.

Y Lizavieta Petrovna levantó en una de sus manos (la otra, con solo los dedos, sostenía la débil cabecita) a aquella extraña criatura, rojiza y movible, que ocultaba su rostro detrás de los bordes del arrullo, pero se le veían las naricillas, los ojos, algo torcidos, y los labios que hacían ademán de chupar.

—¡Es un hermoso niño!

Pero con su rostro rojizo, sus ojos prolongados y su cabeza vacilante, el hermoso niño no produjo en Lievin más que un sentimiento de compasión y de disgusto. Esperaba otra cosa, y volvió la cabeza, mientras que la comadrona lo dejaba en brazos de Kiti, la cual comenzó a reír de pronto al ver que la criatura tomaba el pecho.

—Ya basta —dijo la comadrona un momento después.

Pero Kiti no quiso dejar a su hijo, que se durmió junto a ella.

—Míralo ahora —dijo, volviendo el niño hacia su padre, en el instante en que su expresión era más cómica, porque iba a estornudar.

Lievin, muy enternecido, estaba a punto de llorar, y abrazando a su esposa, salió de la habitación. ¡Cuán diferentes eran los sentimientos que le inspiraba aquella criatura de aquellos que él había previsto! No se creía ni alegre, ni satisfecho. El único sentimiento que experimentaba era el miedo desconocido y angustioso. Se dio cuenta del nuevo punto de vulnerabilidad. Solo sentía profunda compasión, un temor tan vivo de que aquel pobre niño sufriese, que al principio casi ni se notaba esa sensación extraña de la alegría tonta y del orgullo inexplicable, que experimentó aquel día al verlo estornudar.

XVII

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OS
asuntos de Stepán Arkádich atravesaban por una fase muy crítica. Había gastado las dos terceras partes del dinero obtenido en la venta de la madera, y el traficante no quería adelantar nada; por primera vez en su vida, Dolli rehusó firmar un recibo para cobrar con descuento la suma del último plazo, y se manifestó resuelta a conservar en lo sucesivo todos los derechos sobre su fortuna personal.

La situación comenzaba a ser enojosa; pero Stepán Arkádich lo atribuía solo a su escaso sueldo, y al ver a varios de sus compañeros desempeñando destinos muy bien remunerados, se acusaba de indolencia, persuadido de que suya era la culpa sí se le había olvidado. En su consecuencia, comenzó a buscar alguna buena colocación bien retribuida, y hacia fines del invierno creyó haberla encontrado. Fue el puesto del miembro de la Comisión perteneciente a la Agencia Reunida del Balance de Créditos Mutuos de la Red Ferroviaria del Sur y Asociaciones Bancarias. Era uno de esos destinos como los que se encuentran ahora, que producía de mil a cincuenta mil rublos anuales, y para el cual se necesitaban aptitudes tan diversas, y al mismo tiempo tan extraordinaria actividad, que no siendo fácil hallar un hombre bastante bien dotado para desempeñarlo, se contentaban con una persona honrada. Stepán Arkádich lo era en toda la extensión de la palabra, según la sociedad moscovita, pues en Moscú la honradez tiene dos formas: consiste en saber hacer frente con habilidad a los hombres que se hallan en las esferas gubernamentales y en no defraudar las esperanzas del prójimo.

Oblonski podía desempeñar este destino sin dejar el que ya tenía, y obtener así un aumento de sueldo de siete mil a diez mil rublos; pero todo dependía de la buena voluntad de dos ministros, de una dama y de dos judíos a quienes debía visitar como solicitante en San Petersburgo, después de poner en juego las influencias de que disponía en Moscú. Como había prometido también a Anna hablar con Karenin acerca del divorcio, se valió de sus mañas para obtener de Dolli cincuenta rublos y marchó a la capital.

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