—¡Vaya una ocurrencia que has tenido en apelar a esa gente! —le contestó—. Esos negocios son siempre feos.
—Necesito dinero, y es necesario buscar con qué vivir.
—¿Pues no vives?
—Sí, pero con deudas.
—¿Tienes muchas? —preguntó Bartnianski, con expresión de simpatía.
—¡Oh, sí! ¡Veinte mil rublos!
Bartnianski soltó la carcajada.
—¡Feliz mortal! —exclamó—. Yo tengo millón y medio de deudas, y no poseo ni un cuarto, lo cual no me impide vivir, como puedes ver.
Este ejemplo se confirmaba con otros muchos.
¡Y cómo se rejuvenecían todos en San Petersburgo! En Moscú, Oblonski veía que tenía canas, debía reposar después de cada comida, andaba encorvado, subía las escaleras paso a paso y respirando con gran dificultad, se aburría en compañía de las mujeres jóvenes y bellas, no bailaba en las veladas… En cambio, en San Petersburgo, aquel agotamiento físico y espiritual desaparecía y se sentía como si le hubiesen quitado diez años de encima. Stepán Arkádich experimentaba el mismo sentimiento que su tío, el príncipe Piotr, en el extranjero.
—No sabemos vivir —decía aquel joven de sesenta años—; en Baden me siento renacer, me divierto en la comida, las mujeres me interesan y estoy fuerte y vigoroso. Cuando vuelvo a Rusia y me encuentro con mi esposa, soy hombre al agua, y ya no me quito nunca la bata. ¡Adiós las bellas, ya soy viejo y debo pensar en mi salvación! Para rehacerme, debo volver a París.»
Al día siguiente de su entrevista con Karenin, Stepán Arkádich fue a ver a Betsi Tverskaia, con la que mantenía relaciones bastante extrañas. Había tomado la costumbre de cortejarla de broma y de dirigirle frases bastante ligeras; pero aquel día, bajo la influencia del aire de San Petersburgo, se condujo tan libremente que se alegró cuando la princesa Miagkaia le interrumpió la conversación, que comenzaba a molestarle y Betsi ya no era de su agrado.
—¡Ah!, al fin se deja usted ver —exclamó la robusta princesa al entrar—. ¿Qué hace su pobre hermana? Desde que algunas mujeres que son cien veces peores que ella le arrojan la piedra, yo la absuelvo completamente. ¿Por qué no me anunció Vronski su paso por San Petersburgo? Yo hubiera acompañado a Anna a todas partes. Ofrézcale mis afectos y hábleme usted de ella.
—Su posición es muy penosa… —comenzó a decir ingenuo de Stepán Arkádich, creyendo, que la princesa de verdad quería saber de Anna.
Pero la princesa, prosiguiendo su idea, le interrumpió:
—Hizo lo que todos, excepto yo, hacen, pero intentan ocultar; ella no ha querido fingir y se comportó de una manera excepcional. Ha hecho tanto mejor —dijo— cuando que era para dejar plantado a ese imbécil, dispense usted la expresión, a su señor cuñado, a quien se quiere hacer pasar por un águila. Yo he protestado siempre, y desde que se ha puesto en relaciones con la condesa Lidia, se me da la razón, pero me enoja opinar como todo el mundo.
—Tal vez me explicará usted un enigma; ayer, cuando hablábamos del divorcio, mi cuñado me dijo que no podía darme contestación sin reflexionar antes, y esta mañana he recibido una invitación de Lidia Ivánovna para ir a su casa esta noche.
—Eso es —exclamó la princesa—; consultarán con Landau.
—¿Quién es Landau?
—¡Cómo! ¿No lo sabe usted? Es el famoso Jules Landau, el clarividente. ¡He aquí lo que se gana viviendo en provincia! Landau era un dependiente de comercio en París; cierto día fue a casa de un médico, se durmió en la sala de consultas, y durante su sueño dio sabios consejos a los presentes. La esposa de Yuri Meledinski lo llamó con motivo de tener a su marido enfermo; pero a mí me parece que no le ha hecho ningún bien, porque el paciente sigue tan enfermo como antes, lo cual no impide que ambos cónyuges estén prendados de Landau, pues lo llevan por todas partes, y al fin le han traído a Rusia. Como era natural, lo han acosado inmediatamente, y ahora trata con todo el mundo, tanto más cuanto que habiendo curado a la princesa Bezzúbova, esta lo adoptó por agradecimiento.
—¿Cómo se entiende?
—He dicho que lo adoptó, pues ya no se llama Landau, sino conde Bezzúbov. Lidia ha sabido atraerse a Landau, y ni ella ni Karenin hacen cosa alguna sin consultarle antes. La suerte de Anna está, pues, en manos de Landau, conde de Bezzúbov.
D
ESPUÉS
de tomar parte en una excelente comida en casa de Bartnianski, seguida de algunas copas de coñac, Stepán Arkádich fue a casa de la condesa Lidia un poco después de la hora prefijada.
—¿Tiene visitas la condesa? —preguntó al criado al ver el bien conocido paletó de Karenin junto a un singular abrigo con broches.
—Ahí está el señor de Karenin y el conde Bezzúbov —contestó el criado.
«La princesa Miagkaia tenía razón —pensó Oblonski al subir la escalera—; es preciso conservar la amistad de esa mujer, pues tiene muchas influencias y podría decir dos palabras a Pomorski.»
Aún no había llegado la noche, pero ya estaban cerradas las persianas en el saloncito de la condesa Lidia, y esta última, sentada ante una mesita junto a la lámpara, conversaba con Karenin, mientras que un hombre pálido y flaco, de piernas raquíticas, aspecto afeminado, con el cabello muy largo y hermosos ojos, vivos y brillantes, permanecía en la extremidad de la habitación examinando los cuadros. Oblonski, después de saludar a la dueña de la casa, se volvió involuntariamente para examinar a aquel singular personaje.
—Señor Landau —dijo la condesa, con una dulzura que llamó la atención de Stepán Arkádich.
Landau se acercó al punto, apoyó su mano húmeda en la de Oblonski, después de ser presentado por la condesa, y volvió a examinar los retratos; Lidia y Karenin cambiaron una mirada.
—Me alegro mucho verle a usted hoy —dijo la condesa a Oblonski, señalándole una silla—. Ya observará —añadió a media voz— que le he presentado a este caballero bajo el nombre de Landau; pero debo advertirle que se llama conde Bezzúbov, título que por cierto no le agrada.
—Me han dicho que había curado a la condesa Bezzúbova.
—Sí; hoy ha venido a verme —repuso la condesa, dirigiéndose a Karenin—, y me ha inspirado lástima; esta separación es para ella un golpe terrible.
—¿Es cosa resuelta la marcha?
—Sí, va a París porque ha oído una voz —dijo la condesa Lidia mirando a Oblonski.
—¡Una voz! —repitió Stepán Arkádich, comprendiendo que era preciso tener la mayor prudencia en una sociedad donde se producían tan extraños incidentes.
—Lo conozco a usted hace mucho tiempo —continuó la condesa, después de una pausa—. Los amigos de nuestros amigos lo son también nuestros; mas para ser verdaderamente amigos, es preciso darse cuenta de lo que pasa en el alma de aquellos a quienes se ama, y yo temo que en este punto no se avenga usted con Karenin. ¿Comprende usted lo que quiero decir? preguntó, fijando en Stepán Arkádich la mirada de sus hermosos ojos.
—Comprendo, en parte, la posición de Alexiéi Alexándrovich —contestó Oblonski, que no comprendía una palabra y deseaba mantenerse en las generalidades.
—¡Oh!, no hablo de los cambios exteriores —dijo gravemente la condesa, dirigiendo una tierna mirada a Karenin, que se había levantado para ir a reunirse con Landau; el alma es la que ha cambiado, y temo que no haya usted reflexionado suficientemente sobre el alcance de esta transformación.
—Siempre hemos sido amigos, y puedo figurarme ahora en términos generales… —dijo Oblonski, contestando a la mirada profunda de la condesa con otra muy cariñosa, sin dejar de reflexionar sobre cuál de los dos ministros podría servirle más eficazmente.
—Esa transformación no podría oponerse a su amor al prójimo; lejos de ello, la eleva y la purifica; pero temo que usted no me comprenda.
—No del todo, condesa; su desgracia…
—Sí, su desgracia ha llegado a ser la causa de su dicha, puesto que su corazón se ha despertado para él —repuso la condesa, tratando de penetrar con su mirada en el alma de su interlocutor.
«Creo que podría rogarle que hablase con los dos», pensó Oblonski.
—Ciertamente, condesa —repuso—; pero estas son cuestiones íntimas que nadie osa abordar.
—Al contrario, debemos ayudarnos unos a otros.
—Sin duda alguna; mas las diferencias de convicción —replicó Oblonski, con una sonrisa melosa—, y por otra parte…
—No puede haber diferencia alguna en el asunto de la Verdad Sagrada…
Oblonski calló turbado al comprender que la condesa se refería a la religión.
—Creo que va a dormir —dijo Alexiéi Alexándrovich, acercándose a la condesa para hablarle en voz baja.
Stepán Arkádich se volvió; Landau estaba sentado cerca de la ventana, con el brazo apoyado en un sillón y la cabeza inclinada; al ver que todos lo miraban, la levantó y sonrió con expresión infantil.
—No haga usted caso —dijo la condesa, adelantando una silla para Karenin—; he observado que los moscovitas, sobre todo los hombres, eran muy indiferentes en materia de religión.
—Yo hubiera creído lo contrario, condesa —replicó Oblonski.
—Aun usted mismo —dijo Alexiéi Alexándrovich, con su sonrisa de expresión fatigada— me parece pertenecer a la categoría de los indiferentes.
—¿Es posible serlo? —exclamó Lidia Ivánovna.
—Yo me limito más bien a esperar —repuso Stepán Arkádich con su más amable sonrisa—; mi hora no ha llegado aún.
Karenin y la condesa se miraron.
—No podemos conocer nunca cuál es nuestra hora, ni creernos tampoco cuándo llega —dijo Alexiéi Alexándrovich—; la gracia no toca siempre al más digno; tenemos la prueba en San Pablo.
—Todavía no —murmuró la condesa, siguiendo con la vista los movimientos del francés, que se había acercado.
—¿Me permiten ustedes escuchar? —preguntó Landau.
—Ciertamente; puede tomar asiento —dijo la condesa con acento de ternura.
—Lo esencial es no cerrar los ojos a la luz —continuó Alexiéi Alexándrovich.
—¡Qué felicidad se experimenta al sentir su presencia constante en nuestra alma!
—Desgraciadamente, se puede ser incapaz de elevarse a semejante estado —dijo Stepán Arkádich, convencido de que las alturas religiosas no eran su fuerte, pero temiendo indisponerse con una persona que podía hablarle a Pomorski.
—¿Quiere usted decir que el pecado nos lo impide? Semejante idea es falsa; el pecado no existe para aquel que cree.
—Sí, pero ¿no es letra muerta la fe sin las obras? —preguntó Stepán Arkádich, recordando esta frase de su catecismo.
—¡He aquí el famoso pasaje de la epístola de Santiago que tanto daño ha hecho! —exclamó Karenin, mirando a la condesa como para recordarle frecuentes discusiones sobre este punto—. ¡Cuántas almas no habrá alejado de la fe!
—Nuestros monjes son los que pretenden salvarse por las obras, los ayunos, las abstinencias, etc. —dijo la condesa, con expresión de soberano desprecio. —Es una concepción salvaje… Eso no está dicho en ninguna parte. Es mucho más sencillo y fácil —añadió, mirando a Oblonski con la misma sonrisa reconfortante con la cual, en la Corte, animaba a las jóvenes damas de honor cuando las veía cohibidas por el nuevo ambiente.
—Cristo nos salva por la fe al morir por nosotros —repuso Karenin.
—¿Comprende usted el inglés? —preguntó Lidia Ivánovna, levantándose para ir a coger un folleto, al ver que se le contestaba afirmativamente—. Voy a leer a usted «
Safe and Happy»
o «
Under the wing»
. Es muy corto —añadió—; pero ya verán cómo es la felicidad sobrehumana que llena el alma creyente; no conociendo la soledad, el hombre no es ya desgraciado. ¿Han oído ustedes hablar de Mari Sánina y de su desgracia? ¡Perdió a su hijo único! Y después de encontrar su senda, su desesperación se trocó en consuelo, y dio gracias a Dios por la muerte de su hijo. ¡Tal es la felicidad que resulta de la fe!
—¡Oh, sí! —murmuró Stepán Arkádich, muy satisfecho de poder callarse durante la lectura y no comprometer así sus asuntos. «Mejor será no pedir hoy nada», pensó.
—Esto le aburrirá a usted —dijo la condesa a Landau—, puesto que no sabe el inglés.
—¡Oh, también lo comprenderé! —contestó este con una sonrisa, cerrando los ojos.
Alexiéi Alexándrovich y la condesa se miraron, y se dio principio a la lectura.
S
TEPÁN
Arkádich estaba perplejo. Después de la monótona vida moscovita, la de San Petersburgo presentaba contrastes tan vivos que casi lo aturdían; le gustaba la variedad, pero la hubiera preferido más conforme con sus costumbres; le parecía haberse extraviado en aquella atmósfera totalmente extraña; y mientras escuchaba la lectura y al ver que Landau fijaba en él la vista obstinadamente, experimentó cierta pesadez en la cabeza. Los más diversos pensamientos cruzaban por su mente bajo la mirada del francés, que le pareció a la vez cándido y astuto. «Mari Sánina es feliz por haber perdido a su hijo… ¡Ah, si pudiese fumar!… Para salvarse basta creer… Los monjes no entienden de esto, pero la condesa lo sabe bien… ¿Por qué duele la cabeza? ¿Será por efecto del coñac o por la extrañeza de esta reunión? Yo no he hecho nada incongruente hasta aquí; pero no me atreveré a pedir cosa alguna hoy. Se pretende que la condesa obliga a recitar oraciones, mas esto sería demasiado ridículo. ¿Qué tonterías está leyendo? Pero tiene un acento excelente. ¿Por qué llamarán Bezzúbov a este francés Landau?» Al llegar aquí, y como sintiese en la mandíbula un movimiento que iba a convertirse en bostezo, disimuló este incidente arreglando sus patillas, y entonces le acometió el temor de dormirse y tal vez de roncar. De pronto oyó a la condesa decir «ya duerme», y se estremeció como un culpable; mas estas palabras se referían por fortuna a Landau, que dormía profundamente, lo cual regocijó mucho a la condesa.
—Amigo mío —dijo llamando a sí a Karenin en el entusiasmo del momento—, dele usted la mano… ¡Chist!, no haga usted ruido —dijo a un criado que entraba por tercera vez en la sala con un mensaje.
Landau dormía, o fingía dormir, con la cabeza apoyada en el respaldo de su sillón, y haciendo ligeros ademanes, con una mano puesta sobre las rodillas, cual si hubiera querido coger alguna cosa. Alexiéi Alexándrovich puso su mano en la del durmiente, mientras que Oblonski, completamente despierto, miraba sucesivamente a uno y otro, pareciéndole que sus ideas se embrollaban cada vez más.
—Que salga la persona que ha llegado la última, la que pide alguna cosa —murmuró el francés sin abrir los ojos.