—Ahora voy a casa de mi madre —dijo—, pues tal vez pueda enviarme dinero, y en tal caso marcharemos mañana.
El anuncio de aquella visita cambió las buenas disposiciones de Anna.
—No vale la pena —contestó—, porque aún no estaré dispuesta mañana.
Y se preguntó por qué la marcha, imposible en la víspera, se podría emprender ya al día siguiente.
—Haz como gustes —dijo—; el almuerzo te espera en el comedor y ahora iré yo.
Anna entró en dicha habitación cuando Vronski comía un bistec.
—Esta casa comienza a ser odiosa para mí —dijo—. No hay nada tan horrible como estas
chambres garnies
. No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una pesadilla para mí. La casa del campo me parece la tierra prometida. ¿No mandas todavía allí los caballos?
—No, los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Vas a ir a alguna parte?
—Quería ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis vestidos. Entonces, ¿decididamente nos marchamos mañana? —preguntó con voz alegre.
Al ver al ayuda de cámara entrar para pedir el recibo de un telegrama, el rostro de Anna se demudó, aunque nada de particular tenía el hecho. Sin embargo, Vronski se apresuró a decir que tenía el recibo en el despacho, como si quisiera ocultar algo. Y con prisas dijo a Anna:
—Mañana lo terminaré todo.
—¿De quién es? —preguntó Anna, sin prestar atención a sus palabras.
—De Stepán —contestó el conde con desgana.
—¿Por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto hay entre mi hermano y yo?
—Stepán ha dado en la manía de telegrafiar. ¿Qué necesidad tenía de enviar un telegrama para decirme que todavía no está resuelto nada?
—¿Del divorcio?
—Sí; dice que no ha podido obtener contestación definitiva; en pocos días se la darán. Toma, míralo tu misma.
Anna tomó el telegrama con mano temblorosa; el final estaba concebido en estos términos:
«Poca esperanza, pero haré lo posible y lo imposible».
—¿No te dije ayer que esto me era indiferente? —preguntó Anna ruborizándose—. Por eso era inútil ocultármelo. «Sin duda, igual me puede ocultar su correspondencia con las mujeres» —pensó Anna. Y añadió:
—Desearía que esta cuestión te interesara tan poco como a mí.
—Me interesa porque me gustan las cosas bien determinadas.
—¿Por qué? ¿Qué necesidad tienes del divorcio si el amor existe? —dijo Anna, irritándose más no con sus palabras, sino por la expresión de fría tranquilidad, con la que hablaba él—. ¿Para qué lo quieres? —insistió.
—«¡Siempre el amor!», pensó Vronski, haciendo una mueca.
—Ya sabes —contestó— que si lo deseo es por tu causa y por los niños.
—Ya no habrá más niños.
—Tanto peor, y lo siento.
—No piensas más que en los niños y no en mí —replicó Anna, olvidando que su amante acababa de decir «por tu causa y por los niños» y descontenta por aquel deseo de tener familia que parecía demostrar indiferencia por su hermosura.
—Al contrario —repuso el conde—; pienso en ti, porque estoy persuadido de que tu irritabilidad consiste principalmente en lo falso de tu posición.
«Sí, ahora ha dejado de fingir, y se ve claramente su odio frío hacia mí», pensó Anna horrorizada, sin escuchar lo que le decía.
—No comprendo que mi situación pueda ser causa de mi irritabilidad —dijo Anna, pareciéndole que un juez terrible la condenaba por los ojos de Vronski—; esta situación parece muy clara, puesto que me hallo completamente en tu poder.
—Lamento mucho que no me quieras comprender —interrumpió Vronski, insistente en su deseo expresarle su idea. —La situación no está clara porque te parece que mantengo mi libertad.
—¡Oh!, en cuanto a eso, puedes estar tranquilo —contestó Anna, llenándose la taza de café. Cogió la taza con la mano y se la llevó a la boca, separando el dedo meñique. Después de tomar unos sorbos, miró a Vronski y en la expresión de su rostro vio con toda claridad que a él le eran desagradables su mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café. Dejó la taza con la mano temblorosa y dijo: No me preocupan mucho los proyectos de matrimonio de tu madre.
—No hablemos de ella.
—Claro que sí, y puedes creerme: una mujer sin corazón, bien sea joven o vieja, tu madre o la de cualquiera, me interesa muy poco.
—Anna, te ruego que respetes a mi madre.
—Una mujer que no comprende en qué consiste el honor y la felicidad para su hijo no tiene corazón.
—Te vuelvo a rogar que no hables de mi madre de una manera tan irrespetuosa —repitió el conde, levantando la voz y fijando en su amante una mirada severa.
Anna la sostuvo sin contestar, y recordando con los detalles la reconciliación de la víspera y las caricias apasionadas del conde, pensó: «¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias, cuántas más las conocerán!».
—Tú no amas a tu madre —le dijo con la mirada de odio—; esas son frases y siempre frases.
—En tal caso es preciso…
—Es preciso adoptar una resolución; y en cuanto a mí, ya sé lo que me resta hacer —replicó Anna, disponiéndose a salir de la habitación; pero en el mismo instante se abrió la puerta para dar paso a Yashvin.
Anna se detuvo al punto y le dio los buenos días. ¿Por qué, cuando su alma estaba atormentada y presentía que su vida esta a punto de dar un giro, las consecuencias de cual serían espantosas, por qué en aquel momento disimulaba así ante un extraño que más pronto o más tarde debía saberlo todo? Ni ella misma hubiera podido explicarlo; pero el caso es que volvió a sentarse y preguntó tranquilamente:
—¿Le han pagado a usted su dinero?
Sabía que Yashvin acababa de ganar una considerable suma en una sala de juego.
—Lo recibiré probablemente hoy —contestó el gigante, observando que había llegado en momento poco oportuno—. ¿Cuándo se van ustedes?
—Creo que pasado mañana —dijo Vronski.
—Ya hace tiempo que dicen que parten.
—Esta vez va en serio —dijo Anna mirando fijamente a Vronski. Su mirada parecía decirle que no había posibilidad de una reconciliación.
—¿No se compadece usted nunca de sus desgraciados adversarios? —preguntó Anna, dirigiéndose siempre al jugador.
—Es una cosa que nunca he pensado, Anna Arkádievna; toda mi fortuna está aquí —añadió, enseñando su bolsillo—; rico ahora, puedo ser pobre al salir esta noche del club. El que juega conmigo me ganaría de buena gana hasta la camisa, y esta lucha es la que constituye el placer.
—Pero y si fuera usted casado, ¿qué diría su esposa?
—Por lo mismo no pienso casarme —contestó Yashvin, riendo de la mejor gana.
—¿Y la Helsingfors? —dijo Vronski entrando en la conversación y fijando su mirada en la sonriente Anna.
Al encontrar su mirada, el rostro de Anna adquirió una expresión fría y severa que parecía decirle: «No lo he olvidado. Nada ha cambiado».
—¿Y no se ha enamorado usted nunca?
—¡Santo cielo, no pocas veces! Pero siempre hallé medio de no faltar a mi partida de juego.
—No le pregunto eso, le pregunto si ahora está enamorado —Anna iba a nombrar a la Helsingfors, pero no quiso pronunciar una palabra dicha por Vronski.
En aquel instante entró un aficionado a caballos, que iba a tratar de un negocio con el conde, y Anna salió del comedor.
Antes de marcharse, Vronski entró en la habitación de su amante y esta aparentó buscar alguna cosa en la mesa; pero avergonzada de este disimulo, lo miró fríamente y le preguntó en francés qué buscaba.
—El certificado de origen del caballo que acabo de vender —contestó Vronski con un tono que significaba más claramente que con palabras: «No tengo tiempo de entrar en explicaciones que no conducirían a nada». «No soy culpable —pensó—; tanto peor para ella si quiere castigarme.» Sin embargo, al salir de la habitación le pareció que lo llamaba, y su corazón se oprimió de compasión.
—¿Qué quieres, Anna? —preguntó.
—Nada —contestó esta fríamente.
«Tanto peor», pensó Vronski.
Y al pasar por delante de un espejo vio reflejado en él un semblante tan alterado, que tuvo intención de retroceder para consolar a su amante; pero ya estaba lejos.
El conde pasó todo el día fuera de casa, y cuando volvió, la doncella le dijo que Anna Arkádievna tenía jaqueca y deseaba que no se la molestase.
J
AMÁS
había transcurrido hasta entonces un solo día sin efectuarse la reconciliación; pero esta vez su disputa se semejaba a una confesión del enfriamiento evidente. Para que Vronski se alejase con esa mirada, sin dirigirle ni una palabra, con ese rostro indiferente y calmado, como lo había hecho, a pesar de la desesperación en que la dejaba, era preciso que la aborreciese por estar enamorado de otra. Las crueles palabras del conde acudían a la memoria de Anna, y al reflexionar sobre ellas atribuía a su amante expresiones de que era incapaz; le parecía que Vronski quería decir: «Yo no la retengo a usted y puede marcharse cuando guste; si no tiene empeño en el divorcio, es porque piensa volver con su esposo; y si necesita dinero, puede indicar la suma». «Todas las palabras más crueles, que podría decir un hombre grosero, en su imaginación le parecía haber dicho Vronski. No se lo podía perdonar, como si lo hubiera dicho en realidad que a nadie amaba más que a mí… Es un hombre honrado y sincero. ¿No me he desesperado ya muchas veces?»
Excepto una visita de dos horas que Anna hizo a la familia de su protegida, todo el día lo pasó en alternativas de dudas y esperanza, pensando si debía marcharse ya, yo debía esperar para verle una vez más. Cansada de aguardar toda la tarde, acabó por volver a su habitación, recomendando a Ánnushka que estaba indispuesta cuando preguntaran por ella. «Si viene, a pesar de todo —pensó—, es que aún me ama; de lo contrario, esto habrá concluido y ya sé lo que me resta hacer.»
En aquel momento oyó ruido de un coche, el sonido de la campanilla cuando el conde entró y el coloquio de este con la doncella; después sus pasos se alejaron en dirección a su gabinete y Anna comprendió que todo había terminado. La muerte le pareció entonces el único medio de castigar a Vronski, de triunfar de él y reconquistar su amor, es decir, ganar en aquella lucha, que el demonio desconocido de su alma emprendió contra él. La marcha o el divorcio no tenían importancia; lo esencial era el castigo.
Anna cogió su frasquito de opio y echó en el vaso la dosis acostumbrada. ¡Qué fácil le hubiera sido acabar de una vez bebiéndose todo! Echada, con los ojos abiertos, seguía en el techo la sombra de la bujía que acaba de consumirse en su candelero y cuya vacilante luz se confundía por momentos con la sombra del biombo que dividía la habitación.
¿Qué pensaría el conde cuando ella hubiese desaparecido? ¡Cuántos remordimientos experimentaría! «¿Cómo he podido hablarle con tanta dureza —se dirá—, separarme de ella sin dirigirle una palabra de cariño? ¡Ahora ya no existe y nos ha abandonado para siempre!» De repente la sombra del biombo pareció vacilar y llegar al techo y todas las demás se confundieron con una oscuridad completa. «¡La muerte!», pensó con espanto; y fue tan profundo el terror que se apoderó de ella, que buscando los fósforos con temblorosa mano, permaneció inmóvil algún tiempo, tratando de coordinar sus ideas sin saber dónde se hallaba. Y cuando comprendió que aún vivía, copiosas lágrimas bañaron su rostro. «¡No, no; todo antes que la muerte! ¡Lo amo y él me ama también; estos malos días pasarán!» Y para huir de sus horrores, cogió la bujía y fue a refugiarse en el gabinete de Vronski.
El conde dormía tranquilamente y Anna lo contempló largo rato, llorando con fuerza por su enternecimiento; pero se guardó muy bien de despertarlo, por temor de que fijase en ella su mirada glacial y porque no hubiera podido resistir a la necesidad de justificarse y acusarlo. Volvió a su habitación, tomó doble dosis de opio y al fin quedó dormida, pero con un sueño pesado que no borró el recuerdo de sus padecimientos. Por la mañana tuvo otra pesadilla espantosa; así como en otro tiempo le parecía ver a un hombre de aspecto repugnante, que pronunciaba palabras ininteligibles, removiendo alguna cosa metálica encima de ella, la cual le inspiró tanto más terror cuanto que aquel extraño individuo la agitaba sobre su cabeza (la de Anna) sin advertir al parecer su presencia; un sudor frío inundó su frente.
Al despertar, le acudieron a la memoria los incidentes de la víspera.
«¿Qué ha ocurrido para despertarme así? —pensó—. Una disputa; no es la primera. He mandado decir que tenía jaqueca y no habrá querido molestarme; a esto se reduce todo. Mañana marcharemos; es preciso verlo, hablarle y apresurar la partida.»
Apenas levantada, se dirigió al gabinete de Vronski; pero al cruzar por la sala, el ruido de un coche que se detenía a la puerta llamó su atención y la indujo a mirar por la ventana. Era una berlina; una joven con sombrero claro, inclinada sobre la portezuela, daba órdenes a un lacayo; este último llamó a la puerta y habló en el vestíbulo; después alguien subió y Anna oyó a Vronski bajar la escalera corriendo; lo vio salir con la cabeza descubierta hasta el zaguán, acercarse enseguida al coche, tomar un paquete de manos de la joven y hablarle sonriendo. El coche se alejó y Vronski subió rápidamente.
Esta breve escena disipó de pronto la especie de entorpecimiento que parecía embargar el alma de Anna, y las impresiones de la víspera le laceraron su corazón más dolorosamente que nunca. ¿Cómo había podido rebajarse hasta el punto de permanecer un día bajo el techo de aquella casa?
Entró en el gabinete del conde para declararle la resolución que había tomado.
—La princesa Sorókina y su hija me han traído el dinero y los papeles de mi madre que no pudieron darme ayer —dijo Vronski tranquilamente, sin observar al parecer la expresión sombría y trágica del semblante de Anna—. ¿Cómo te sientes hoy?
En pie, en medio de la habitación, Anna lo miró fijamente, mientras él seguía leyendo su carta, con el ceño fruncido después de observar su expresión.
Anna, sin abrir la boca, dio media vuelta y salió de la estancia; Vronski podía retenerla aún, pero la dejó pasar del umbral de la puerta.
—A propósito —gritó en el momento en que iba a desaparecer—, ¿nos vamos decididamente mañana?
—Usted, si quiere, pero no yo —replicó.