Anécdotas de Enfermeras (12 page)

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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

BOOK: Anécdotas de Enfermeras
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En el Hospital General de Sant Cugat a una compañera le pasó una de las clásicas que siempre se han considerado leyendas urbanas pero que no lo son: hay mucha gente que se introduce de todo por el ano y la vagina. Vino uno con un pepino en el recto, explicando que se había sentado y el pepino justamente estaba ahí y se lo había clavado sin querer. Ante estos casos lo que pensamos es que si quiere autoengañarse, allá cada cual, pero que si pretende engañarnos a nosotros, no lo va a conseguir. Otro se introdujo una botella y le hizo el vacío, que suele pasar; al menos a él ya le debía de haber ocurrido alguna vez, porque cogió un martillo para romperla con tal mala suerte que la botella se resquebrajó por dentro haciéndole una sangría alucinante en el recto. Tuvimos que bajarle a quirófano a practicarle una colostomía (seccionar el colon descendente y sacarlo para afuera: luego hay que ir con bolsa de colostomía para toda la vida). Asistimos también a la típica chavala que se mete un plátano, se le parte y se le queda dentro. Y en Ginecología nos vino una mujer con una infección brutal que olía mogollón a podrido. El médico mareado, yo con arcadas... Le sacamos un tampón, pero aquello seguía siendo sospechoso, y mi compañera, muy lista, apuntó:

—Esto no es normal, igual hay otro dentro.

Y naturalmente, se había metido el primero sin quitarse el que ya llevaba puesto, y ahí que estaba aquél criando de todo.

También de prácticas en Valí d'Hebron, esta misma compañera y yo tuvimos que sondar a una abuela de noventa años que estaba consciente y orientada, no desvariaba ni nada, vamos. Lo complicado fue encontrar la uretra en todo aquel aparato genital confuso en el que los pliegues de piel, los agujeros, la vagina, etcétera, conformaban un galimatías. Yo parecía un minero, y cuando creí encontrar la uretra, comencé a meter la sonda pero no había manera, la abuela no paraba de chillar y yo encontraba un tope que me lo impedía. Probamos con una sonda más recia y nada. Llamamos a la enfermera para ver si ella encontraba el agujero correcto pero tampoco lo conseguía. Hasta que me di cuenta de que estábamos intentando sondarla por el clítoris, ¡y era como si la hubiera estado masturbando! Al día siguiente la abuela me saludaba con la manita toda amable, el médico me hacía bromitas en plan «Mira a ver, que te llama una abuela por ahí»... Fui el hazmerreír de todo el personal durante varios días.

Pero más curioso fue el hombre árabe que teníamos que sondar y tenía el pene tan grande que no nos llegaba con una única sonda y hubo que empalmar dos seguidas. O el caso contrario, de un señor con un micropene al que era imposible sondar, porque lo suyo era como un clítoris, se doblaba la sonda, no había manera: era como si estuvieras haciendo microcirugía, y encima lo pasas tú tan mal como el enfermo, que se siente todo acomplejado.

Una compañera mía se encontró en otra ocasión con una abuela totalmente roja, la piel de la cara y de todo el cuerpo irritadísima. Afirmaba que le había salido solo, pero no se lo creía ni ella, hasta que admitió que se lo había causado ella adrede duchándose con agua hirviendo para evitar la prueba de colonoscopia que tenían que hacerle esa misma mañana: le daba miedo porque tenían que meterle una sonda por el recto.

En planta, las bombas de perfusión de medicamentos (para inyectarlos en vena a una dosis determinada cada cierto tiempo) te alertan en la pantallita cuando fallan: alarma gotas, alarma aire, alarma puerta abierta... En este último supuesto, hay que darle un golpe fuerte a la bomba para cerrarla. Pues paso por el pasillo y veo que la paciente está cerrando la habitación a portazo limpio.

—Pero mujer, ¿qué hace? —le pregunto.

—Nada, que estoy leyendo en la pantallita «puerta abierta» y, claro, me he puesto a cerrarla.

—Tranquila, señora, usted no se preocupe, cuando vea la alarma me llama a mí, que ya vengo a controlarlo.

A una compañera, la mujer del paciente le insistía en que le pusiera un esparadrapo en la boca para que no tuviera más remedio que respirar por la nariz. Y al final le hizo caso y estaba el pobre hombre allá y el abuelo sin poder articular palabra, como un secuestrado.

Luego están los chavales que tienen una actividad sexual movidita y te los encuentras, a bastantes, tirándose a su novia en la habitación, sin ningún problema, incluso te avisan de que va a venir para ver si puedes poner un cartelito de no molestar en la puerta, como en los hoteles. Como también te llaman a las cuatro de la madrugada avergonzados para ver si les puedes cambiar las sábanas mojadas. Tú no les pides explicaciones, pero algunos te confiesan que han tenido una polución nocturna y les tienes que calmar porque es normal, no pasa nada. Al día siguiente de broma le comentas:

—Bueno, tú tranquilo que mañana ya te traigo a una enfermera cachonda para que te haga un apaño.

La verdad es que yo hago muchas noches y, como hay menos personal, tienes que hacer un poco de todo, de auxiliar, de enfermero, de administrativo... y se oyen cosas muy raras, te acongojas un poco, porque oyes a niños reír, o a los moribundos... Una noche entré a ver a una abuela, que estaba a punto de morir, porque la oí hablando sola, y me aseguró que estaba hablando con su hermano, muerto, por supuesto. Intenté bromear, pero a mí me da miedito.

Nosotros siempre tratamos de gastarnos bastantes bromas para pasar los malos ratos: es que si no, las noches son muy largas. Pero a veces nos pasamos. Le hicimos una muy heavy a un camillero nuevo. Tenía que bajar un cadáver a nevera, y uno de los enfermeros se echó en la camilla, cubierto con una sábana: cuando bajaban solos en el ascensor, va el enfermero, se levanta y le agarra la mano. Al camillero tuvimos que llevarlo a Urgencias por un síndrome ansioso respiratorio porque se ahogaba, además estuvo de baja yendo al psicólogo... Nos cayó una bronca de órdago en el hospital.

Hacemos otras novatadas del tipo llamar desde Urgencias avisando a la enfermera nueva:

—Te sube un paciente herido de bala, con dos mossos porque está detenido por haber matado a otros dos; de las dos balas que llevaba, le hemos conseguido extraer una, pero la que lleva en el glúteo se la tienes que sacar tú en planta.

La pobre tía va apuntando toda seria y se lo cree y va preparando el campo estéril, los instrumentales y todo lo necesario si no le confiesas que es coña.

A mí una vez me hicieron la típica tontería con los botes de orina: un compañero simula que se tropieza y te lo tira en la cara, tú te quedas ahí todo asqueado o sales corriendo al baño pero enseguida te das cuenta de que, en vez de pis, habían echado zumo de manzana, que es exactamente igual de color y textura. A las mujeres les sienta mucho peor, y si encima les añades que era un seropositivo, vagabundo o similares, lo pasan fatal.

También untamos en el auricular del teléfono una crema para las paradas cardiorrespiratorias que es muy pegajosa, y le decimos al compañero que le están llamando. Lo coge y puf, toda la crema en la oreja, muy pringosa.

En quirófano nos ha sucedido alguna vez, con alguna perforación de intestino, que salen despedidos todos los excrementos, así que has de ir con mascarilla, untarte alcohol en la nariz para anestesiarte lo máximo posible. El otro día nos vino un señor que pensábamos que tenía cáncer de páncreas y le habían recomendado en la clínica Corachán que bebiera mucha agua, y así lo cumplió, pero cuando le abrimos nos percatamos de que era una perforación del intestino delgado porque le sacamos unos seis litros de líquido que iban expandiéndose como con un surtidor. El olor no era nada agradable, pero si a ello le sumas el olor del quirófano, la luz...

Aunque surtidores sufrimos también en partos, de hecho en uno abrió el médico el abdomen y salió disparado a chorro el líquido amniótico directamente a mi cara y el ginecólogo riéndose porque sabía que me iba a caer y no me avisó. Normalmente lo que más hacemos son cesáreas y, sobre todo cuando el niño entra en quirófano con dos vueltas de cordón alrededor del cuello, es algo muy estresante. O sorprendente, cuando te dicen que la parturienta se guarda la placenta para comérsela porque, según me explicó la comadrona, tiene muchas vitaminas, es muy nutritiva... A mí me parece vomitivo porque es como una medusa pero más asqueroso, se ven las venas y demás; sin embargo, hay gente que se las come crudas.

No obstante, no he visto mucho en esta especialidad: en general en Ginecología predominan las enfermeras; yo he estado más en Traumatología. Allí te encuentras en todo caso a abuelos despistados que se te han escapado desnudos y están dando vueltas por la planta... Pero nada que ver con los de Psiquiatría, donde se me escaparon dos enfermos. Primero una mujer mayor a la que ingresaron a la fuerza y a la menor ocasión huyó del hospital abriendo la puerta con un DNI (lo cual vino a demostrar que la seguridad en aquella planta era absurda): llamó el marido desde su casa alertándonos de que le había telefoneado su señora desde una estación, y yo pensé que estaba de broma, pero no, efectivamente su habitación estaba vacía. Y otro listo cortó el cable de la electricidad de la puerta y se piró, sin cortapisas.

Trabajé un tiempo como administrativo en un ambulatorio cogiendo el teléfono. Se supone que a ese número llamaban para pedir cita pero en realidad todo el mundo llamaba preguntando lo que le daba la gana, hasta tal punto que un día me llamó un tipo desde un lugar de la India preocupado por si las vacunas que le habían puesto serían efectivas si cruzaba un río. ¡¿Y yo qué sé?! La gente te pregunta cosas muy sorprendentes, como por qué el bebé no le agarra el pecho o si es normal que el bebé haya hecho caca...

En Oncología las historias son muy tristes, de jóvenes de unos treinta años a los que han detectado un cáncer y los ves pasando todas las etapas: negación, cólera, negociación, depresión y aceptación. Yo he visto a chicas que se han hecho mucho las duras, han tranquilizado a todo el mundo para que no se preocupara, han dejado preparado el testamento... pero después de eso han caído en picado y se han desmoronado. Luego suben, lo aceptan y siguen adelante. Ahí ves que la vida son cuatro días, que te puede tocar a ti aunque no te lo creas, y que mejor vivir cada día como si fuera el último.

Hay mucho sufrimiento en los hospitales, muchos abuelos solos... Me enfadé con un tipo porque dejaba a su padre solo cada año para irse de vacaciones: lo ingresaban en verano a la fuerza, aunque el abuelo no tuviese nada significativo y asegurase que se encontraba bien, y volvían a buscarlo en septiembre. Le hice un comentario por el que me podrían haber despedido:

—Mire, todo lo que haga usted con sus padres, sus hijos lo ven y es lo que harán con usted. Y espero que lo hagan.

Claro que tampoco sabes cómo se ha portado el padre con su hijo, porque a veces observas el caso contrario, de abuelos que se portan fatal con sus hijas y ellas continúan ahí cada día cuidándoles. En teoría, nosotros no nos deberíamos inmiscuir en esto, pero también ejercemos una labor psicosocial, los pacientes se nos abren mucho. Sobre todo en planta, por las noches, cuando se van las visitas, haces de psicólogo, les escuchas, les sirves de apoyo... Luego escriben muchas cartas de agradecimiento, te hacen regalos e incluso te ofrecen dinero.

Los de Urgencias nos quejamos de eso porque nosotros les salvamos la vida y luego suben arriba y son los enfermeros de planta los que se llevan todas las medallas. Pero bueno, se entiende porque estar un mes ingresado en el hospital es duro, y si tienen una enfermera que les da confianza, se hace bastante más llevadero. A veces decimos que los enfermos son pesados, pero hay que tener en cuenta que si estuviéramos en su lugar, quizás seríamos mucho peor: por el estrés, porque no se respeta la intimidad... Yo reconozco que muchas veces entramos en la habitación y no nos importa que el enfermo esté desnudo, se le destapa sin más... A mí si me ingresaran y viniera la enfermera a cambiarme o lo que fuera y me destapara sin tener en cuenta mi pudor, me cabrearía bastante.

Pero bueno, aparte de eso, las sorpresas que nos llevamos nosotros son un palo, porque algunas mañanas pasas a hacer la ronda y ves que se te ha muerto algún enfermo. Con una compañera, entramos en una habitación y se dio de bruces con un paciente que estaba amarillento, una cara de muerto total... Ella se puso histérica, ante lo que le di un toque contundente y el abuelillo se despertó sobresaltado:

—Ay, ¿qué ha pasado?

—Nada —le digo, y luego, hacia ella—: ¿Ves como estaba vivo?

—Sí, pero le podías haber tomado el pulso —me suelta.

—Sí, también se lo podías haber tomado tú o hacer algo a ver si reaccionaba...

S. R.

A sus cuarenta años, lleva dieciocho ejerciendo como enfermera, casi siempre en Maternidad, en un centro de Hospitalet de Llobregat, en Barcelona, donde ha realizado un sondeo con sus compañeras para reunir las anécdotas más llamativas.

Ésta me ocurrió hace quince días: estoy en Maternidad, con una compañera suplente que es más joven que yo, y, al parecer, no ve las cosas con tanta sorpresa. La cuestión es que en la habitación doble teníamos el parto del día: papá, mamá y bebé. El padre le pregunta a mi compañera cómo vamos a entrar por la noche porque él se va a dormir («Cosas de papas primerizos, ¿cómo va dormir con un bebé recién nacido llorando toda la noche?», pensé yo) y, aquí viene lo gordo, añade:

—Es que he venido con téjanos y me voy a poner el camisón de mi mujer.

Yo pensé que se había quedado con mi compañera. Pero pasamos entre las once y las doce y me quedé alucinada porque se me había olvidado el comentario y entro y los veo ahí juntitos en la cama, los dos tapaditos, y él con el camisón rosa; así estuvieron toda la noche, excepto el rato en que él se levantó a buscar una botella de agua de la máquina que tenemos ¡en el pasillo!

En la Cruz Roja de Hospitalet trabajamos básicamente con sudamericanos: nace un catalán por cada treinta y cuatro sudamericanos. Y hay que decir que tienen otra cultura totalmente diferente, ni mejor ni peor, sólo diferente, como se ve en esta anécdota. Pare una señora primeriza y mis compañeras salen al pasillo a enseñárselo al padre y le hacen el típico comentario:

—Mire qué hermoso le ha salido su primer hijo.

A lo que el señor responde:

—El primero no, ¡el quinto!

Con la emoción se le escapó que no, que ya tenía cuatro, pero no con ella, ¡se montó un pollo!

Y ésta es aún más cachonda. Para Santos Inocentes entra la mujer al paritorio pero él no quiere acompañarla, motivo por el cual ella se queda dolida, enrabietada. Para calmarla, la enfermera le propone hacerle una broma:

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