—Saldré con tu hijo y con otro más y le diremos que son tuyos ambos.
Así lo hicieron:
—Mira qué sorpresa: tu mujer ha parido dos bebés en vez de uno, estarás contento, ¿no?
—¿Dos bebés? ¿Y las ecografías?
—Bueno, también se equivocan...
—¿Cómo se pueden equivocar así? —interviene la abuela paterna, los dos pálidos.
—Pues sí, pero vamos, que si no lo quieren, lo damos en adopción y punto. —No, no, si es nuestro, nos lo quedamos, claro. Los apretaron hasta que ya era insostenible.
Tengo una compañera educadora a la que le gusta mucho explicarle a las parturientas todo lo que tienen que aprender para ser madres. Pues bien, está explicándole a una pareja la lactancia materna, eso de que antes de la primera leche sale el calostro, que es un líquido más espeso, que no se visualiza pero, conforme va chupando el bebé, sale la leche materna. Los padres están mirándola atentamente, como que se están enterando de todo, hasta que el hombre suelta: —Pues yo hace media hora que estoy chupando y de aquí no sale nada.
Otra: nos viene a Urgencias de Ginecología una anciana demenciada que vivía con la hija con metrorragias (sangrado vaginal como síntoma), se le pone el espéculo y observamos una cosa muy rara al fondo. Le sacamos un sacapuntas de niño de esos que tienen una base gruesa con un conejito encima. La hija se pilló un drama porque su madre hiciera esas cosas... Pero es que estaba demenciada, no se podía esperar nada bueno.
Lo peor es cuando te llega alguien «normal» con una pelota de golf ahí insertada, o una pareja de unos cuarenta borrachos ambos como una cuba, a las tres de la madrugada, argumentando que «jugando, jugando, se le ha quedado a ella un mechero dentro».
Le extrajeron un bic amarillo, monísimo, que ella no se podía sacar porque se había quedado atravesado.
Hace ya bastantes años, debía preparar en Trauma a un joven para ir a quirófano a las ocho de la mañana y había que poner una sonda vesical. Yo iba a saco porque tenía mucha faena, de modo que entré, le expliqué que había que ponérsela y qué era, pero él no quería, se negaba a que se la pusiera. Yo no lo supe interpretar: pensé que le daba corte, que se quería escaquear y él seguía negándose, le dije que lo sentía pero que tenía mucha prisa y se la tenía que poner ya. Quité la sábana y me encontré una tienda de campaña que parecía una linterna de lo rojo que estaba aquello. Ruborizada, le dije que le dejaba quince minutos pero luego me daba un palo volver...
Es una enfermera catalana que ronda la cincuentena y lleva desde su adolescencia en uno de los hospitales más importantes de Barcelona.
Cuando yo empecé a estudiar estábamos internas, trabajábamos siete horas de mañana, siete de tarde y estudiábamos; sólo teníamos de vacaciones unos días al año y cubríamos todo el hospital, todas las especialidades. No era pan comido y encima pagábamos. Yo estaba en una habitación con diez chicas más: había justo cama, silla, cama, silla... Otras eran más afortunadas y estaban en habitaciones dobles o triples. La verdad es que fue una época muy divertida, a pesar de que teníamos que estudiar y trabajar un montón. Había enfermeras que, incluso, se escapaban por la ventana de mi habitación para salir de marcha alguna vez; las empujábamos y saltaban afuera a respirar un poco de libertad. Pero no era lo más habitual; de hecho, como estábamos tantas horas en el hospital y teníamos que trabajar por turnos, ir a clase por las tardes y estudiar, íbamos muy faltas de sueño. Además, cuando nos tocaba cuidados intensivos en Urgencias no había ni una silla para enfermeras, sólo una para la supervisora, y nos pasábamos toda la noche vigilando a los pacientes, tomando las constantes, etcétera. En consecuencia, una noche tardé dos horas en tomarle el pulso al paciente porque me quedaba dormida de pie, no podía. Pero es que además, de tanto tiempo erguida, salía sin poder apoyar las plantas en el suelo, tenía que andar con los laterales. Aun así lo aguantabas todo porque te gustaba el trabajo.
En el antiguo hospital de Sant Pau las salas eran generales con todas las camas reunidas, sin separación apenas, no había habitaciones cerradas. En aquella época estaban entrando a robar drogas, analgésicos, jeringuillas y demás a las salas, y yo tenía que quedarme allí, a los dieciocho años, de guardia, sola en una sala con todos los pacientes, durante toda la noche. Aquélla era una noche tormentosa, se oían muchos ruidos, las puertas golpeaban... Debía levantarme para comprobar qué pasaba pero siempre lo hacía muy asustada, ante lo cual un paciente varón que estaba fatal se ofreció:
—Señorita, usted no se preocupe por nada que yo la acompaño.
Nos fuimos los dos, yo muy nerviosa y el otro con el gotero arrastrando. No sé quién habría tenido que ayudar a quién de salimos algún ladrón.
Claro que aún pasamos más miedo en una ocasión en la que se murió, durante otro turno, una paciente de Oncología a la que teníamos mucho cariño y fuimos a la morgue a verla. Hay que imaginarse la escena: tres jóvenes uniformadas de rosa, con delantal blanco, cofias atadas y capa azul marino, caminando por los pasillos subterráneos que comunicaban el hospital con el tanatorio, fríos, grisáceos, con esa luz tétrica de hospital... hasta llegar a la puerta de la morgue. Tocamos y apareció el celador, un tipo horroroso con los pelos de punta al que le faltaban dientes, masticando con la boca abierta sin ningún problema, como si nosotras también estuviéramos muertas y no pudiéramos verlo. Escapamos corriendo para salir de aquellos pasillos fúnebres cuanto antes.
En la primera sala de hombres que estuve me tocó guardia por la noche con una monja que hacía de supervisora y nada más llegar me soltó:
—Bienvenida a la sala más divertida y musical de todo el hospital.
A la medianoche me advirtió: «Ahora lo vas a ver». Y, efectivamente, enseguida comenzó una orquesta de ronquidos, pedos, muelles, suspiros, voces... Lo nunca oído en el Liceu.
En aquella época mi supervisora me llamaba «madame enema» porque siempre que había algún enfermo que necesitaba que se lo pusiéramos me enviaban a mí; en cuanto llegaba, me tomaba el pelo: «Venga, madame enema, te ha tocado».
Para bañar a los pacientes cuando ingresaban, si eran de etnia gitana, ya la habías armado, porque desde hija de mi madre, de mi padre y de los que no lo eran, me llamaban de todo. Una vez estuve a punto de acabar dentro de la bañera con una que se resistía: por más que le explicaba que tenía que bañarse para ir a quirófano, ella se negaba.
—¡A mí nadie me quita mi olor!
Salimos todos calados como cuando bañas a un perro enorme, pero entró limpia en quirófano.
En Puerto Rico tuve a una señora que llevaba cuatro días ingresada y no consentía en bañarse. Iba toda puesta, con un moño completamente endurecido de la de años que llevaba allí coronando su cabeza, como cartón piedra. Pero la mujer no quería ducharse porque, según me dijo, ella sólo se bañaba, cada día, eso sí, con Belladona. Yo le respondí que tenía una crema superior, que más que bella, era hermosa, y que después de usarla no querría probar nada más, y conseguí que aceptara. Ahora bien, solamente el cuerpo, el moño ni tocarlo, porque para arreglar aquello habría que raparla al cero.
La primera vez que fui a Partos me dejaron sola y me dispuse a vigilar a las parturientas, a ver cómo estaban. En concreto, fui a comprobar si una paciente estaba dilatando o no, con bastante miedo de meter la pata porque no tenía experiencia en ello, y vi una cosa grisácea que salía por la vagina. Pensé que era un prolapso de cordón umbilical y salí corriendo a avisar al médico asustadísima, pero cuando éste llegó a comprobarlo, resultó que eran los pies del feto. Lo cierto es que a la semana ya lo tenía todo controlado; al principio cualquier cosa se te hace una montaña y luego te vas adaptando a todo, pero en aquel momento aguanté un cachondeíto al respecto...
Me encontraba en Cuidados Intensivos y en Coronarias, donde había once y seis camas, respectivamente. Teníamos que controlarlo todo, funcionábamos según una serie de protocolos y tomábamos las decisiones solas, lo cual era muy estresante. Un día que estaba en Intensivos dejé pasar a los familiares y, tras la visita, fui a ver al paciente y me encontré con que habían cortado con tijeras el tubo del suero, parece que se lo querían cargar y echarnos la culpa a nosotras. El paciente estaba bien porque el suero era una chorrada, y no se había dado cuenta de nada porque, aunque permanecía consciente, en su estado no podía estar pendiente de todo y mucho menos de si trajinaban a la altura de la cama, por debajo de donde a él le alcanzaba la vista.
En Coronarias nos acababan de dar el pase de un turno a otro, y mi compañera y yo entrábamos mascando un chicle de fresa tan contentas cuando, de súbito, nos surgió un paciente con una fibrilación ventricular, es decir, que no le funcionaba el corazón.
Picamos la alarma para que vinieran a ayudarnos, sacamos la camilla, empezamos el masaje cardíaco y nos fuimos turnando para el boca a boca; reanimamos al paciente, contabilizamos el tiempo, hicimos el proceso perfecto y al rato, ya tranquilas hablando de nuestra odisea, digo a mi compañera:
—Oye, ¿te has fijado que hemos hecho el boca a boca y estamos todavía masticando el chicle de fresa? ¡Y suerte que no se lo hemos pasado, porque entonces lo terminamos ahogando!
Tuvimos también un paciente al que de repente le dio un paro cardíaco y salió el auxiliar corriendo directo al paciente, le metió un mamporro en el pecho y, pum, arreglado. Pero el paciente desde entonces cada vez que veía al auxiliar rogaba:
—¡Éste que no se me acerque!
El pobre hombre estaba consciente y había sentido tanto la fuerza del golpe que no podía ni estar agradecido por que le hubiera salvado la vida.
En una ocasión tuvimos ingresado a un señor que estaba un poco desorientado y no se le ocurrió nada mejor que coger el palo del suero y subirse a una cama, desde donde nos amenazaba a todos con atizarnos si nos acercábamos. Los enfermeros nos congregamos alrededor intentando abalanzarnos sobre él a la vez para reducirlo, pero no había forma, hasta que vino un médico y nos pidió un palo. Cogimos otro del suero, se lo dimos y el doctor se puso en posición de mosquetero y le retó:
—En guardia.
El enfermo bajó de la cama ipso facto. Le vio la cara al médico y debió de pensar: «Uf, éste me termina de arreglar».
También nos ingresaron a un camionero muy fortachón que estaba muy desorientado: había sufrido un paro cardíaco y una noche se lo arrancó todo, empezó a desbarrar por todo el hospital, las enfermeras escondidas debajo del control, junto con los médicos, mientras los celadores intentaban controlarlo pero él podía con todos y le pegó una patada a un médico de guardia que lo mandó a la otra punta... Hasta que consiguieron sujetarlo entre varios y le iban a poner una inyección calmante entre todo el barullo de brazos, piernas, cabezas que había allí cuando un médico gritó:
—¡No, éste no, que es mi brazo!
El tipo se subió a planta, cogió la tapa de la cisterna y le daba con ella a su mujer, que intentaba tranquilizarlo sin éxito, pues le reñía:
—¡Quita, que estos científicos te tienen sorbido el seso!
Al día siguiente el médico le preguntó de qué trabajaba, para comprobar si estaba desorientado y le respondió:
—Yo, de huevero.
El doctor apuntó en el historial: «Desorientado». Pero no, no lo estaba, ¡es que llevaba un camión de huevos!
Aunque intentas mantenerte alejada y no implicarte emocionalmente en exceso, siempre hay pacientes y familiares con los que empatizas más y estableces un vínculo más estrecho y te cuestionas muchas decisiones, sobre todo en las especialidades más graves, porque aquí pasamos ocho horas con ellos y al final acaban formando parte de tu mundo. De manera que al principio ves unas grandes máquinas y a pacientes muy chiquitos, luego en la etapa de equilibrio le das el valor que tienen, respectivamente, el paciente y la máquina; y al final ves al paciente muy grande y la máquina muy chiquita. Entonces consideras que las máquinas no son tan importantes y a partir de ahí ya no puedes trabajar en según qué lugares. Por ejemplo, yo muchas veces me cuestionaba la idoneidad de estar tan encima del paciente que no le dejaba descansar lo suficiente como para llevar bien su tratamiento y recuperarse. Vamos pasando por etapas y tenemos que ir asumiéndolo. Con niños he trabajado poco porque lo pasaba muy mal, tienes que tener la cabeza muy bien puesta, temía pasarme con las dosis, si lloraban me daban pena y los cogía... y así no se puede trabajar. Demasiada empatía. En cambio con los abuelos me encanta: la gente mayor es agradecida, sólo quieren que estés con ellos, les escuches, más allá de solucionarles su problema de salud, porque están muy solos.
El problema es que para eso necesitamos tiempo, y hoy en día, pese a tanta técnica y tanto avance, no tenemos tiempo para dedicarles a los pacientes todo lo que necesitarían no sólo para curarse antes y mejor, sino para prevenir un montón de problemas, porque al disminuir su ansiedad, calmarles y detectar más afinadamente de dónde les viene el dolor y cuál es la intensidad del mismo, éste disminuye de forma considerable.
Con los nombres tenemos muchas anécdotas, porque nos vienen con cada palabreja como: «Estoy tomando piperina», y tú te matas la cabeza hasta averiguar que el medicamento es heparina; o que la enfermera Samba a la que buscan se llama Sambeal. O te preguntan: «Oiga, ¿la Pulve?», ¡y quieren saber dónde está la Fundación Puigvert! Tienes que aprender idiomas rarísimos.
Esta catalana lleva treinta y cinco de sus cincuenta y cinco años trabajando en el sector sanitario, la mayor parte de ellos en el mismo hospital de Barcelona, últimamente dedicada a la especialidad de Ginecología.
Las parejas que vienen a hacerse fertilización in vitro son un caso aparte. Al principio, tú les explicas todo para que no les quede ninguna duda. Hay que tener en cuenta que según la Wikipedia: «La fecundación in vitro consiste en la extracción de los óvulos y fecundación de los mismos en el laboratorio, con la posterior colocación de los embriones resultantes dentro de la cavidad uterina. Al igual que en el caso de la inseminación intrauterina, la mujer debe someterse a un tratamiento hormonal para estimular la ovulación. A continuación se realizará la extracción de los óvulos por vía vaginal (con sedación profunda). El varón recogerá una muestra de semen y entonces se efectuará en el laboratorio la fecundación de los óvulos. Pasadas unas cuarenta y ocho horas se realizará la transferencia intrauterina de los embriones. Si existen embriones sobrantes, se congelarán para otro ciclo si en éste no se consigue gestación». A partir de que los embriones están insertados en el útero, el embarazo se desarrolla exactamente igual que el de cualquier mujer que haya sido fecundada por la vía directa y natural, con los mismos riesgos, los mismos cambios corporales, en definitiva, un embarazo común y corriente. Pues bien, lo curioso es que estas parejas se creen que por el mero hecho de haberse realizado la fertilización in vitro el niño va a ser genéticamente perfecto, que va a ser normal, no va a tener ningún problema, va a salir guapo e inteligente. Se piensan de verdad que los niños concebidos así son preseleccionados, como cuando vas a comprar un Mercedes. Y lo cierto es que se intenta coger lo mejor dentro de las posibilidades del óvulo y los espermatozoides de los padres, pero después no se sabe cómo va a evolucionar, eso es una aventura de la vida. Es como cuando les comunicas que va a haber dos embriones y deducen: