Anécdotas de Enfermeras (19 page)

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Authors: Elisabeth G. Iborra

Tags: #humor

BOOK: Anécdotas de Enfermeras
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—¡ Ay, ésta sí es mi madre, ya por lo menos tiene la carita con la que entró!

Había una mujer a la que le iban a dar el alta pero previamente la tenían que bajar a hacer una ecografía para asegurarse de que estaba en condiciones. Al mismo tiempo, en la habitación de enfrente, una joven va a acompañar a su madre al servicio común (en aquella época todavía las habitaciones no disponían de un baño propio). Se vuelve a la habitación a charlar para que la madre vaya haciendo sus necesidades tranquila y ésta, cuando termina, sale del servicio un poco desorientada, ve una cama vacía y se acuesta, y allí se queda. A todo esto, vuelve la señora de su eco—grafía y ve que su cama está ocupada y piensa:

—Cono, me iban a dar el alta, pero tan rápido que ya tengo a una acostada en mi cama...

Sin embargo, en vez de protestar, muy prudente ella, se sienta en una silla a esperar a que alguien le diga algo. Entretanto, la hija va a buscar a la madre al baño y, al no encontrarla, pone a toda la planta a buscar a la desaparecida. Hasta que al cabo de un buen rato se dan cuenta de que estaba en el catre de la otra tapada hasta los ojos.

Una vez nos trajeron a un joven negro que venía con una bajada de insulina importante, por lo que hubo que darle un bocadillo urgentemente. Sin tardar mucho, en cuanto pudo salir a la calle, avisó a otro paisano que estaba afuera que entrara y se hiciera pasar por él para que le dieran otro a él también, tan muertos de hambre estaban los dos pobres...

Durante una época tuvimos a un celador en Rayos X que estaba un poquito ido, y era el que tenía que trasladar a los enfermos. Lo curioso era que los enfermos se iban con él pero luego no aparecían, y todo el personal se puso a buscar a los pacientes por el hospital, hasta que nos topamos con todos ellos sentaditos en sillitas de ruedas alrededor de la puerta del mortuorio.

Yo siempre le he tenido mucho respeto a mi jefe, a don Eustaquio. Al poco de llegar, hace ya quince años, me da un bote de spray, se sube la camisa, se baja un poco el pantalón, todo esto en medio del corredor, por supuesto, y me pide que se lo eche. Empapadito lo dejé, le eché el bote entero. A continuación, él me comentó que se iba a cambiar el coche de sitio y yo me fui con una compañera, que de repente le suelta a otra:

—María José le ha visto los calzoncillos y la parte de arriba a don Eustaquio.

Yo entré al trapo creyendo que él no me oiría y estábamos allí con el cachondeo cuando de repente entró don Eustaquio y volvió a avisar:

—Me voy a cambiar el coche de sitio.

Me quería morir. Empezamos a hacer pruebas a ver si desde el sitio donde él había aparecido se escuchaban nuestras bromas, como adolescentes. Qué vergüenza.

El primer fin de año que yo hacía noches en este hospital lo celebramos aquí en el Laboratorio reuniendo a todos los servicios centrales, esto es, Rayos, Hematología, Vigilantes, Centralita y nosotros mismos. Habíamos comprado todo para la fiesta y estábamos contando historias. Entre otras, la de Rayos había contado que una amiga suya había estado bailando una noche en una discoteca con tanto ímpetu que se le había caído la compresa y, al llamarle alguien la atención, no se le ocurrió nada mejor que excusarse —«Uy, mi hombrera»—, cogerla del suelo y ponérsela debajo del jersey. Yo no me lo podía creer, le contesté que eso era imposible que le pasara a nadie, que era una exageración. No me dio tiempo ni a hablar, pues en cuanto nos pusimos a recoger y a desinfectarlo todo, me gritó alguien:

—María José, ¿y tu hombrera?

Miré al suelo y no me quedó más remedio que recoger la compresa y admitir:

—¡Aquí está!

Se me había caído por la pernera del pantalón...

En el Laboratorio, cuando hay que hacer un sedimento (un análisis de orina) tenemos que llamar al médico de guardia aunque sean las cinco de la mañana. A una compañera mía le avisaron de que iba a bajar un sedimento y se fue directa a avisar al doctor, pero éste bajó enseguida y la orina todavía no había llegado. Montó en cólera y exigió que la orina estuviera allí en dos minutos. La pobre se fue a la planta a buscarla y los ATS le propusieron sondar a la paciente. A lo que ella asintió desesperada:

—Es que si no la sondamos meo yo en el bote, pero yo le tengo que bajar algo a ese hombre.

Algo peor me pasó a mí. Le dije a un doctor que iba a llegar un sedimento y me mandó a conseguir la orina lo antes posible porque se quería echar a dormir un rato. Subí a la habitación, le di el botecito a la señora y la metí al baño para que lo llenara. Yo me quedé en la puerta y desde allá le preguntaba:

—¿Tiene usted ganas de hacer pipí?

—Yo no... —respondía ella, uniendo sus palabras al típico sonido de la diarrea que me estaba apestando mientras yo seguía allí, como una gilipollas, a la espera.

Me bajé y le expliqué al médico:

—Mire usted, que esa mujer no tiene ganas de hacer pipí, que lo único que hace es cagar, y yo estaba a punto de morirme.

A mí al menos nunca me llegó la orina de esa paciente.

La hija de M. ]. S., que trabaja como enfermera en un geriátrico, cuenta:

Locos se escapan un montón, amenazan al personal sanitario con navajas y todo. En concreto, tenemos un señor con ochenta y siete años con principio de Alzheimer, lo que implica que se acuerda de lo antiguo pero no de lo más reciente. Este sólo se acordaba de su finca, de su ranchito, y se le metió en la cabeza que quería irse a su campo. Casualmente, el geriátrico está en medio de un campo, rodeado de vallas y más vallas que lo separan de un repetidor de radio. Así que de repente nos vimos corriendo detrás de ese anciano, que es un retaco, pero pura fibra, y que se saltaba las vallas como un gato. Lo alcanzamos ya en el repetidor de radio y desde entonces se le quedó el apodo de Spiderman. Ese mismo día se subió a la reja del garaje y le rogó la directora:

—Hijo, bájate de ahí que te vas a caer.

El, señalando a todas las enfermeras que estábamos allí abajo observándole, contestó:

—Hombre, digo yo que con todas las que estáis ahí, alguna me ayudará si me caigo, ¿no?

M. R.

Lleva treinta y tantos años en el hospital de La Línea, ha pasado por todas las especialidades, aunque acumula a sus espaldas ya veinte años en partos. Recuerda con nostalgia sus primeros años, cuando en los hospitales se respiraba mucho mejor ambiente, se reunía toda la plantilla para cenar durante la guardia sin que pasara nada, e incluso compartían la alegría con los enfermos, con los que estaban mucho más en contacto.

Cuando trabajaba en planta tenía veintitantos años, y allá que me iba yo con esa trenza rubia por la mañana, cogía una flor de las que siempre había antes en las habitaciones y me la ponía en el pelo. Me acompañaba una compañera a levantar a todos esos enfermos, y nos poníamos las dos allí a tocar las palmas, a cantar y a bailar, y los pobres viejecitos se volvían locos, todos querían ligar conmigo, hasta el punto de que me salió un novio, un viejecito de San Roque, muy chiquitito, recién operado de cataratas. Antiguamente eso suponía estar un montón de tiempo ingresado, con todos los cuidados... Teníamos un contacto mucho más intenso con los enfermos. Un día una colega mía oye que el abuelillo, de unos ochenta años, le está diciendo a su compañero de habitación:

—A mí me gusta mucho la rubia de la trenza, yo tengo tres o cuatro millones (de pesetas) ahorraos, estoy viudo y voy a hablar con ella.

En cuanto me lo dijo, fui lanzada:

—¿Qué pasa aquí?

—Yo quiero hablar contigo.

—¿Qué te pasa, hijo?

—Mira, yo tengo un dinerito aborrao, y tú y yo podríamos formar...

—¿... una pareja? Ahora mismo me despido yo de aquí, estaba loquita por que tú me lo dijeras...

Salí de la habitación y pude escuchar que le comentaba al otro:

—Ya ves tú, estaba loquita, mira qué pronto ha ido a despedirse, pero hombre, yo tenía que haberlo hablado antes con mis hijos...

Cuando volví, le aseguré:

—Mira, ya está, yo he hablado con la enfermera jefe y le he pedido el finiquito porque yo tengo que cuidarte; a partir de ahora me dedico por completo a ti, mi amor.

Y le daba besos en la cabeza, le acariciaba, vamos, como si fuera mi abuelo.

—Mujer, es que has sido muy ligera...

—¿Pues no me conoces lo nerviosa que yo soy? Tú ya me conoces.

Pobre, cómo me iba a conocer si hacía nada que estaba ingresado...

—Bueno, yo lo hablaré con mis hijos.

Fingí el drama de que me estaba muriendo de amor por él, de que estaba muy disgustada porque los hombres tenían que dar la cara... Y él no me quería ni mirar, por la vergüenza. Aquello duró mucho tiempo, hasta que vino su hija a hablar conmigo, apenada porque el padre no se había dado cuenta de que era una broma.

Francisco Palacios Ortega, más conocido como el Pali, era un cantaor de sevillanas muy famoso que murió hace casi veinte años. Aquí nos gustaba mucho porque mis amigas del hospital y yo solíamos ir al Rocío y a todas las ferias de Andalucía de juerga, parecía que llevábamos nosotras el puesto de turrón y algodón dulce porque no podíamos faltar a ninguna. El problema era cuando tenía guardia. A mí me encanta mi trabajo, siempre me ha gustado, en cuanto voy, se me quita todo. Pero para aquella feria de La Línea yo quería que alguien me cambiara el turno porque cantaba el Pali y no hubo forma. Pataleé, lloré, pero me tuve que quedar en el hospital. Cuál no sería mi sorpresa cuando me llamaron de Urgencias alertándome de que si quería ver al Pali, allí lo tenía. Toda la irritación se me quitó de pronto. El Pali era un alcohólico empedernido, capaz de tomarse quince gin tonics por actuación, así que venía con una hemorragia digestiva. Lo operaron y se salvó de milagro, estuvo mucho tiempo en la UVI, tanto que se hizo novio de otra compañera. Ella era una enfermera muy graciosa, que le cantaba mientras le cuidaba y lo mantenía animado. La gracia es que él era exageradamente voluminoso, por lo que, como todos los hombres mayores tan grandes, tenía el pene muy encogido. Ani le tomaba el pelo:

—¿Dónde está, hijo? Que cuando me case contigo te lo voy a tener que sacar como un caracol, con un palillo...

Y él, con todos sus tubos, se partía de risa con Ani, con esa cara tan fea que tenía. Después, en agradecimiento, le dedicó una canción a La Línea.

A veces vienen a Ginecología mujeres gitanas embarazadas pidiendo la pastilla para adelantarles el parto y el ginecólogo les intenta disuadir:

—Chiquilla, si tú no tienes los dolores del parto todavía, ¿cómo te voy a dar la pastilla?

—Digo, ¿tú qué estás?, ¿dentro de mi cuerpo? —le contesta la gitana retorciendo la mano como si la fuera a emprender por bulerías.

En los primeros tiempos del hospital, hace treinta y cinco años, había muy poco personal. Y a dos compañeras mías se les murió una mujer y les tocó ir a vestirla, porque antes había que amortajar a los muertos, ponerles el traje de chaqueta, la corbata, el broche, el camafeo y todo; no es como ahora que les ponen el sudario, sin más. Aquella noche, una noche de tormenta, estaban Mercedes de la Encarnación y Leocadia muy nerviosas dado que era una de sus primeras muertas (aunque siempre que se muere alguien te crea un poco de trauma). Puesto que la mujer estaba envuelta en una sábana, sabían que se la tenían que llevar las dos solas al mortuorio para arreglarla. Las dos heladitas de frío y de miedo, llorando, la vistieron y la devolvieron a la habitación con sus familiares, los cuales, nada más verla, protestaron porque ¡la ropa no era suya, sino de la paciente de al lado! Así que el celador les avisó de que tenían que volver a llevársela al mortuorio. Las pobres lloraban a moco tendido, se escondieron... Pero no les quedó más remedio que vestirla de nuevo.

Otro día llega a Ginecología una mujer muy asustada con contracciones, mas no de parto, porque estaba embarazada de muy poco tiempo, por lo que el ginecólogo tenía que averiguar qué le pasaba. El hombre se agacha a coger unas fundas para hacer las ecovaginales que estaban debajo del ecógrafo al tiempo que le conmina:

—Súbase usted al potro.

Y de repente gira la cabeza y ve que se le está viniendo una pierna encima y que la tía está a punto de subirse a lomos de su espalda.

Yo tenía una compañera que era muy caprichosa. Y en unos carnavales de La Línea se quería vestir de china, pero de china auténtica, con su kimono, sus zapatillas, la sombrillita, el sombrero... A ella no le valía cualquier cosa, tenía que ser todo auténtico y bueno, tarea en la que nos teníamos que implicar todas las enfermeras porque no había quien le aguantara los nervios si le fallaba un detalle. Pero le faltaba el gorro, y por ahí no podía pasar. Estaba tan empeñada en ir perfecta que conforme se enteró de que al hospital había llegado una oftalmóloga que se llamaba Sue Lee Lyan, pensó: «Esta es la mía». Como a todo lo raro que pasaba en el hospital me lo mandaban a mí, vino derechita:

—Mará, te estaba esperando. Ya tengo resuelto el tema del gorro. Ha venido una médica que es china. Vamos a ir a Oftalmología a pedírselo.

—Se lo pides tú, yo no...

Nos vamos para allá, tocamos en la puerta, nos retiramos un poco porque estaba pasando consulta, y enseguida vino muy prudente a preguntarnos qué deseábamos, porque al estar vestidas de enfermeras pensó que era algo profesional. Mi compañera, que era más chica que yo, se escondió detrás de mí, y la que daba la cara ante la doctora era yo. Y es para vernos: —Mire, nosotras somos de Partos. Y vengo... —le señalaba a la de atrás—. Mire, es que son los carnavales de La Línea... —yo ya no sabía cómo explicárselo, y ella me miraba con extrañeza— Es que mi amiga se quiere vestir de china y hemos pensado que, como usted es china, igual nos puede dejar un gorro para su disfraz.

Ella se quedó mirándome sin decir nada, yo ya no sabía dónde meterme de la vergüenza, tenía la sensación de que pasaban veinte días, hasta que me aclaró:

—Hija mía, me alegro mucho de que hayáis venido a conocerme, pero yo de china no tengo nada más que el nombre, como puedes comprobar. Yo soy sudamericana y tengo este apellido por mi madre. Pero voy a decirte más: es que no he pisado China en mi vida.

Salí de la consulta dándole porrazos a la otra por los compromisos en los que me ponía. Aunque por suerte, más adelante la supuesta china se hizo muy amiga mía.

De falta de higiene hay mucha, pero a los pacientes no les puedes decir nada porque te buscas problemas, yo en todo caso les hacía la coñita:

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