Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (34 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Schofield asintió. Ahí fue cuando había sido disparado.

Libro dijo:

—Un poco después, me dispuse a ir a ver cómo se encontraba Madre, pero Serpiente me detuvo y me dijo que lo haría él. No pensé nada en ese momento, así que dije que claro, si quería ir él…

Schofield asintió de nuevo. Ahí fue cuando Madre había sido atacada.

Dio un paso adelante, situándose justo delante de Serpiente.

—Sargento —dijo—. ¿Querría explicarse?

Serpiente no dijo nada.

Schofield dijo:

—Sargento, le he dicho que si querría explicarme qué demonios está ocurriendo.

Serpiente ni pestañeó. Miró con frío desdén a Schofield.

Schofield lo odió en ese momento, lo odió con solo mirarlo.

Ese era el hombre que le había disparado, matado, y a continuación se había cerciorado de que estuviera muerto.

Schofield había pensado en su intento de asesinato.

Al final, la clave había sido el trozo de cristal. El cristal blanco, esmerilado, que Schofield había pisado instantes antes de que lo dispararan.

Explicaba dos cosas: por qué Serpiente había podido disparar un arma en la atmósfera gaseosa de la estación polar Wilkes y desde dónde había disparado.

La respuesta, al final, era de lo más sencilla.

Serpiente no había disparado su rifle de francotirador desde el interior de la estación. Lo había disparado desde el exterior. Había hecho un pequeño agujero circular en la cúpula de cristal esmerilado que se alzaba sobre el eje central de la estación y a continuación había disparado a través de ese agujero a Schofield. El cristal que había roto para hacer el agujero había caído por el eje central hasta el nivel E. El mismo cristal que Schofield había pisado solo instantes antes de haber sido disparado.

Schofield contempló a Serpiente.

Madre dijo en voz baja:

—Dijo que era del
GCI
.

Libro y Quitapenas se volvieron al instante cuando Madre dijo aquello.

—¿Y bien, sargento?

Serpiente no dijo nada.

Schofield dijo:

—No está muy hablador, ¿eh?

—Estaba jodidamente hablador cuando intentó hacerme filetes —dijo Madre—. Sugiero que le cortemos las pelotas y le hagamos observar cómo se las comen las putas orcas.

—Buena idea —dijo Schofield mientras miraba a Serpiente. Serpiente tan solo lo miró con aire de suficiencia.

Schofield sintió como la ira crecía en su interior. Estaba furioso. En ese momento solo quería golpearlo y borrarle ese gesto petulante de su puta cara…

«Como líder, uno no puede permitirse estar enfadado o alterado.»

De nuevo, las palabras de Trevor Barnaby volvieron a resonar en su cabeza.

Schofield se preguntó si Barnaby habría tenido alguna vez un infiltrado en su unidad. Se preguntó qué habría hecho el famoso comandante de las
SAS
en aquella circunstancia.

—Libro —dijo Schofield—. ¿Qué opina?

Buck Riley tan solo miró con tristeza a Serpiente y negó con la cabeza. Parecía el más afectado por el descubrimiento de que Serpiente era un infiltrado del
GCI
.

—No pensaba que fuera un traidor —dijo Libro. A continuación se volvió hacia Schofield—. No debe matarlo. Aquí no. Ahora no. Llévelo de regreso. Métalo entre rejas.

Mientras Libro hablaba, Schofield observó a Serpiente. Serpiente le devolvió la mirada desafiante.

Se produjo un largo silencio.

Schofield lo rompió.

—Hábleme del Grupo Convergente de Inteligencia, Serpiente.

—Bonita herida —dijo Serpiente en voz baja, lentamente, con la mirada fija en los puntos de la herida del cuello de Schofield. La herida que Serpiente le había infringido—. Debería estar muerto.

—No era el momento —dijo Schofield—. Hábleme del
GCI
.

Serpiente sonrió. Una sonrisa leve y fría. Después comenzó a reír en voz baja.

—Es hombre muerto —dijo Serpiente. A continuación se volvió para mirar al resto—. Todos van a morir.

—¿Qué quiere decir? —dijo Schofield.

—Quería que le hablara del
GCI
—dijo Serpiente—. Acabo de hacerlo.

—¿El
GCI
va a matarnos?

—El
GCI
nunca dejará que sigan con vida —dijo Serpiente—. No es posible. No después de lo que han visto aquí. Cuando el Gobierno de los Estados Unidos ponga sus manos en esa nave espacial, no podrá permitir que un puñado de soldaduchos como ustedes lo sepan. Van a morir todos. Cuenten con ello.

Las palabras de Serpiente pendieron en el aire. Todos los allí presentes se quedaron callados.

Su recompensa por haber llegado tan rápidamente a la estación polar Wilkes y defenderla de los franceses era la pena de muerte.

—Genial —dijo Schofield—. Genial. Supongo que estará muy orgulloso de usted —le dijo a Serpiente.

—Mi lealtad hacia mi país es mayor que mi lealtad hacia usted, Espantapájaros —dijo Serpiente desafiante.

Schofield sintió cómo le rechinaban los dientes. Dio un paso hacia delante. Libro lo detuvo.

—Ahora no —dijo Libro—. Aquí no.

Schofield dio un paso atrás.

—¡Teniente! —gritó la voz de una mujer en algún punto superior de la estación.

Schofield alzó la vista.

Abby Sinclair estaba asomada por la barandilla del nivel A.

—¡Teniente! —gritó—. ¡Es la hora!

Schofield entró a grandes zancadas en la sala de radio del nivel A. Libro y James Renshaw entraron tras él. Quitapenas se había quedado en el nivel E para no perder de vista a Serpiente.

Abby ya estaba sentada delante de la consola de la radio. Reaccionó tardíamente cuando vio a Renshaw entrar en la habitación.

—Hola, Abby —dijo Renshaw.

—Hola, James —dijo Abby con cautela.

Abby se volvió hacia Schofield.

—La ruptura debería producirse de un momento a otro.

Le dio a un interruptor de la consola. Por los altavoces comenzó a oírse el ruido de interferencias.

Shhhhhhhhhh.

—Ese es el sonido de la erupción solar —dijo Abby—. Pero, si espera… unos… segundos…

De repente, el ruido desapareció y solo hubo silencio.

—Y hela ahí —dijo Abby—. Aquí tiene su ruptura, teniente. Adelante.

Schofield se sentó delante de la consola y cogió el micrófono.

Pulsó el botón pero, cuando estaba a punto de hablar, un extraño silbido chirriante surgió de repente de los altavoces. Parecía una interferencia, una retroacción.

Schofield soltó el micrófono al instante y miró a Abby.

—¿Qué he hecho? ¿He pulsado algo?

Abby frunció el ceño y dio a un par de interruptores.

—No. No ha hecho nada.

—¿Es la erupción solar? ¿Pudo haberse equivocado con la hora de la ruptura?

—No —dijo Abby con firmeza.

Le dio a algunos interruptores más.

No ocurrió nada.

El sistema no parecía responder. El chirriante silbido llenó toda la sala de radio.

Abby dijo:

—Algo no va bien. Esto no es una interferencia de la erupción solar. Es otra cosa. Es diferente. Es como si fuera electrónica. Como si alguien nos estuviera interfiriendo…

Schofield sintió como un escalofrío le recorría el cuerpo.

—¿Interfiriéndonos?

—Como si hubiera alguien entre McMurdo y nosotros interceptando nuestra señal —dijo Abby.

—Espantapájaros… —dijo una voz a espaldas de Schofield.

Schofield se volvió.

Era Quitapenas.

Estaba en la puerta de la sala de radio.

—Pensaba que le había dicho que permaneciera abajo con…

—Señor, será mejor que vea esto —dijo Quitapenas—. Será mejor que vea esto ahora.

Quitapenas levantó la mano izquierda.

Llevaba la pantalla portátil que Schofield había cogido de los aerodeslizadores. La pequeña pantalla de televisión que mostraba los resultados de los dos telémetros montados sobre los aerodeslizadores en el exterior.

Quitapenas atravesó la sala con rapidez y le pasó la pantalla a Schofield.

Schofield miró la pantalla y sus ojos se abrieron horrorizados de par en par.

—Santo Dios —dijo.

La pantalla estaba llena de puntos rojos.

Parecía un enjambre de abejas que convergía en un punto; todos se estaban acercando al centro de la pantalla.

Schofield contó veinte puntos luminosos.

Veinte…

Todos ellos dirigiéndose hacia la estación polar Wilkes.

—Dios mío…

Y, de repente, Schofield escuchó una voz.

Una voz que hizo que se le helara la sangre.

Provenía de los altavoces situados en las paredes de la sala de radio. La voz se escuchó alta y clara, como si fuera un mensaje enviado por el mismísimo Dios.

—Atención, estación polar Wilkes. Atención —dijo la voz.

Era una voz seca, cortada, propia de una persona culta.

—Atención, fuerzas estadounidenses de la estación polar Wilkes. Como sin duda sabrán, sus líneas de comunicación han sido interceptadas. Es inútil que intenten contactar con su base en McMurdo. No lo conseguirán. Les aconsejamos que tiren sus armas inmediatamente. Si no se rinden antes de nuestra llegada, nos veremos obligados a realizar una entrada ofensiva. Una entrada, damas y caballeros, que será muy dolorosa.

A Schofield casi se le salen los ojos de las órbitas al escuchar aquella voz. El acento inglés era demasiado evidente.

Se trataba de una voz que Schofield conocía bien. Una voz de su pasado. Era la voz de Trevor Barnaby. General de brigada Trevor J. Barnaby del Servicio Aéreo Especial de su majestad la reina de Inglaterra.

Quinta incursión

16 de junio, 15.51 horas

—¡Oh, Dios mío! —dijo Quitapenas.

—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar? —preguntó Libro.

Los ojos de Schofield seguían pegados a la pantalla portátil. Miró al cuadro que había en la base de la pantalla. En él había un gráfico tridimensional de un aerodeslizador. El aerodeslizador rotó dentro del cuadro. Bajo él estaban las palabras: «Bell textron SR.N7-S - Aerodeslizador (RU)».

—Las
SAS
—dijo Quitapenas incrédulo—. Las putas
SAS
.

—Calma, Quitapenas —dijo Schofield—. Todavía no estamos muertos.

Schofield se volvió hacia Libro.

—Están a cincuenta y cinco kilómetros. Velocidad: ciento treinta kilómetros por hora.

—No muy esperanzador —dijo Libro.

Schofield dijo:

—Cincuenta y cinco kilómetros a ciento treinta por hora. Eso nos da, qué…

—Veintiséis minutos —dijo Abby rápidamente.

—Veintiséis minutos. —Schofield tragó saliva—. Mierda.

La sala se quedó en silencio.

Schofield podía escuchar la respiración de Quitapenas. Respiraba con rapidez. Estaba hiperventilando.

Todos observaban a Schofield. Esperaban a que tomara alguna decisión.

Schofield respiró profundamente e intentó evaluar la situación. Las
SAS
, el Servicio Aéreo Especial británico, la unidad de fuerzas especiales más peligrosa del mundo, se dirigía en ese momento hacia la estación polar Wilkes.

Y estaba encabezada por Trevor Barnaby, el hombre que había enseñado a Shane Schofield todo lo que sabía sobre guerras de incursión. El hombre que, en los dieciocho años que llevaba al frente de las
SAS
, jamás había fracasado en ninguna misión.

Además de todo eso, Barnaby estaba interfiriendo la radio de Schofield, impidiéndole contactar con McMurdo. Impidiéndole contactar con las únicas personas que podían acabar con el buque de guerra francés que esperaba en la costa para lanzar sus misiles a la estación polar Wilkes.

Schofield echó un vistazo al cronómetro.

2:02:31.

2:02:32.

2:02:33.

Mierda
, pensó Schofield.

Menos de una hora para el lanzamiento.

Mierda
. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. Era como si el mundo entero se abalanzara sobre él, cercándolo.

Schofield observó de nuevo la pantalla que visualizaba los telémetros, miró el enjambre de puntos que se acercaba a la estación polar Wilkes.

Veinte aerodeslizadores, pensó. Probablemente dos o tres hombres en cada uno. Eso hacía un mínimo de cincuenta hombres.

Cincuenta hombres.

¿Y qué era lo que tenía Schofield?

Tres hombres ilesos en la estación propiamente dicha. Tres más en la cueva. Madre en el almacén y Serpiente esposado a un poste en el nivel E.

La situación no solo pintaba mal.

Era desesperada.

O permanecían allí y libraban una batalla suicida con las
SAS
O
huían (para intentar llegar a McMurdo en los aerodeslizadores) y volvían con refuerzos.

Lo cierto era que no tenían opción.

Schofield alzó la vista al pequeño grupo congregado a su alrededor.

—De acuerdo —dijo—. Nos vamos de aquí.

Los pies de Schofield resonaron cuando aterrizaron fuertemente en el frío suelo de metal del nivel E. Schofield avanzó a grandes zancadas por la plataforma del nivel en dirección al túnel sur y al almacén donde se encontraba Madre.

—¿Qué ocurre? —dijo una voz desde el otro lado de la cubierta: Serpiente—. ¿Algún problema, teniente?

Schofield se acercó al soldado esposado. Vio a los dos científicos franceses arrodillados en el suelo a ambos lados. Los dos miraban con resignación al suelo.

—Cometió un error —le dijo Schofield a Serpiente—. Comenzó a matar a sus propios hombres demasiado rápido. Debería haber esperado hasta cerciorarse de que la estación estaba asegurada. Ahora tenemos veinte aerodeslizadores británicos acercándose a gran velocidad. Estarán aquí en veintitrés minutos.

El rostro de Serpiente permaneció frío, impasible.

—¿Y sabe qué? —dijo Schofield—. Usted va a estar aquí cuando lleguen.

Comenzó a alejarse.

—¿Va a dejarme aquí? —dijo Serpiente con incredulidad.

—Sí.

—No puede hacer eso. Me necesita —dijo Schofield.

Schofield miró su reloj mientras caminaba.

Veintidós minutos hasta que llegaran las
SAS
.

—Serpiente, tuvo su oportunidad y la echó a perder. Ahora será mejor que rece para que logremos penetrar en su defensa y lleguemos a McMurdo. Porque, si no lo logramos, toda esta estación (y lo que quiera que esté bajo el hielo) se perderá para siempre.

BOOK: Antártida: Estación Polar
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

DragonSpell by Donita K. Paul
Hurts So Good by Jenika Snow
Mating for Life by Marissa Stapley
Deadly Lies by Chris Patchell
The Shadow of the Wolf by Gloria Whelan
Ticket to India by N. H. Senzai
Mystery in the Computer Game by Gertrude Chandler Warner
The Ransom of Mercy Carter by Caroline B. Cooney