Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (35 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Schofield se detuvo en la entrada al túnel sur y se volvió.

—Y, mientras tanto, puede sopesar sus posibilidades con Trevor Barnaby.

Schofield se dio la vuelta y entró en el túnel sur. Giró de inmediato a la derecha y entró en el almacén donde se encontraba Madre. Ella estaba sentada de nuevo en el suelo, apoyada contra la pared. Alzó la vista cuando Schofield entró.

—¿Problemas? —dijo.

—Como siempre —dijo Schofield—. ¿Puede moverse?

—¿Qué ocurre?

—Nuestro aliado favorito ha mandado a sus mejores soldados para que tomen esta estación.

—¿Qué quiere decir?

—Las
SAS
están de camino y me da que no con fines amistosos.

—¿Cuántos?

—Veinte aerodeslizadores.

—¡Mierda! —dijo Madre.

—Eso es lo que pensé yo. ¿Puede moverse? —Schofield ya estaba examinando la silla de Madre para comprobar si podrían coger todas las bolsas de fluidos y el goteo intravenoso.

—¿En cuánto tiempo estarán aquí? —preguntó Madre.

Schofield miró rápidamente a su reloj.

—Veinte minutos.

—Veinte minutos —dijo Madre.

Tras ella, Schofield cogió dos bolsas de fluidos intravenosos.

—Espantapájaros… —dijo Madre.

—Un segundo.

—Espantapájaros.

Schofield dejó de hacer lo que estaba haciendo y miró a Madre.

—Pare —le dijo Madre con dulzura.

Schofield la miró.

Madre dijo:

—Espantapájaros, salgan de aquí. Salgan de aquí ahora. Incluso aunque tuviéramos un escuadrón de doce espadas, jamás podríamos vencer a una sección de soldados de la
SAS
. —«Espadas» era el término que Madre usaba para referirse a un marine, en referencia a la espada de honor que todo marine lleva cuando viste el uniforme de gala del Cuerpo de los Marines de los Estados Unidos.

—Madre…

—Espantapájaros, las
SAS
no son soldados normales como nosotros. Son asesinos, asesinos adiestrados. Los «adiestran» para entrar en una zona hostil y matar a todo el que vean. No toman prisioneros. No hacen preguntas. Tan solo matan. —Madre calló—. Tiene que evacuar la estación.

—Lo sé.

—Y no puede hacerlo cargando con una vieja arpía de una sola pierna. Si va a intentar penetrar en ese bloqueo, necesitará a gente que pueda moverse, gente que pueda moverse con rapidez.

—No voy a dejarla aquí…

—Espantapájaros. Tiene que llegar a McMurdo. Tiene que lograr refuerzos.

—¿Y luego qué?

—¿Y luego qué? Luego vuelve aquí con un puto batallón de espadas, fríe a esos hijos de puta ingleses, rescata a la chica y le quedará el puto resto del día libre. Eso es lo que hará.

Schofield miró a Madre. Madre le devolvió la mirada. Lo observó atentamente.

—Váyase —le dijo en voz baja—. Váyase ahora. Estaré bien.

Schofield no dijo nada, tan solo siguió mirándola.

Madre se encogió de hombros con aire despreocupado.

—Como ya le dije antes, no hay nada que un buen beso de un hombre guapo como usted no pueda arreglar…

En ese momento, Schofield se inclinó hacia delante y besó fugazmente a Madre en los labios. Fue un beso breve, un beso inocente, pero a Madre se le pusieron los ojos como platos.

Schofield se puso en pie. Madre respiró profundamente.

—¡Uau, madre mía! —dijo.

—Busque un lugar donde esconderse y permanezca allí —dijo Schofield—. Volveré. Se lo prometo.

Y entonces Schofield se marchó del almacén.

El motor del aerodeslizador rugió.

En el asiento del conductor, Quitapenas pisó a fondo el acelerador.

La aguja del tacómetro saltó hasta las seis mil revoluciones por minuto.

En ese momento, el segundo aerodeslizador de los marines se acercó patinando sobre la nieve compacta. Su motor aceleró hasta detenerse junto al aerodeslizador de Quitapenas.

La voz de Buck Riley se escuchó por la radio de Quitapenas.

—Quince minutos, Quitapenas. Vayamos hasta el edificio principal y subámoslos a todos.

Schofield miró su reloj mientras avanzaba a grandes zancadas por el túnel exterior del nivel B.

Quince minutos.

—Zorro, ¿puede oírme? —dijo por el micro de su casco mientras caminaba. Mientras esperaba la respuesta, Schofield se tapó el micrófono con la mano.

—¡Vamos! —gritó.

El personal que quedaba en Wilkes (Abby y los tres científicos varones, Llewellyn, Harris y Robinson) salió apresuradamente de sus respectivas habitaciones.

Llewellyn y Robinson pasaron corriendo al lado de Schofield. Llevaban gruesos anoraks negros. Echaron a correr hacia el eje central de la estación.

De repente, la voz de Gant se escuchó por el auricular de Schofield.

—Espantapájaros, aquí Zorro. Le recibo. No va a creerse lo que hay aquí abajo.

—Bueno, no va a creerse tampoco lo que hay aquí arriba —dijo Schofield—. Lo siento, Zorro, pero tendrá que contármelo más tarde. Estamos en graves apuros aquí arriba. Tenemos a una sección entera de soldados de las
SAS
dirigiéndose hacia la estación y llegarán en unos catorce minutos.

—Dios mío, ¿qué va a hacer?

—Vamos a retirarnos. Tenemos que hacerlo. Son demasiados. Nuestra única oportunidad es llegar hasta McMurdo y traer a la caballería.

—¿Qué tenemos que hacer nosotros aquí abajo?

—Quédense donde están. Apunten con sus armas a la charca y disparen a la primera cosa que asome la cabeza por el agua.

Schofield miró a su alrededor mientras hablaba. No veía a Kirsty por ninguna parte.

—Escuche, Zorro. Tengo que marcharme —dijo.

—Espantapájaros, tenga cuidado.

—Usted también. Corto.

Schofield se dio inmediatamente la vuelta.

—¿Dónde está la niña? —gritó.

No recibió respuesta alguna. Abby Sinclair y el científico llamado Harris estaban ocupados cogiendo sus parkas y otros objetos de valor de sus habitaciones. Justo entonces, Harris salió de su habitación y pasó corriendo al lado de Schofield con una pila de papeles en los brazos.

Schofield vio a Abby salir de su habitación. Se estaba poniendo a toda prisa una gruesa parka azul.

—¡Abby! ¿Dónde está Kirsty? —le preguntó.

—¡Creo que ha ido a su habitación!

—¿Dónde está su habitación?

—¡Al final del túnel! ¡A la izquierda! —gritó Abby mientras señalaba al túnel que había tras Schofield.

Schofield recorrió el túnel exterior del nivel B en busca de Kirsty.

Doce minutos.

Schofield abrió todas las puertas con las que se fue topando.

Primera puerta. Una habitación. Nada.

Segunda puerta. Cerrada. La señal de peligro tóxico. El laboratorio de biotoxinas. Kirsty no estaría allí.

Tercera puerta. Schofield la abrió.

Y de repente se detuvo.

Schofield no había visto esa habitación antes. Era una especie de cámara de congelación, de las que se usaban para almacenar comida.
Ya no
, pensó Schofield. Ahora esa cámara almacenaba algo más.

Había tres cuerpos en la habitación.

Samurái, Mitch Healy y Hollywood. Los tres estaban tendidos boca arriba.

Tras la batalla con los franceses, Schofield había ordenado que los cuerpos de sus hombres fallecidos fueran llevados a cualquier tipo de cámara frigorífica, donde pudieran mantenerse hasta que fueran repatriados a los Estados Unidos para ser enterrados allí. Ese era el lugar adonde los habían llevado.

Sin embargo, había un cuarto cuerpo en la cámara de congelación. Estaba tendido en el suelo junto al cuerpo de Hollywood y lo habían cubierto con un saco de yute.

Schofield frunció el ceño.

¿Otro cuerpo?

No podía ser uno de los soldados franceses, porque no los habían movido…

Y entonces Schofield lo recordó.

Era Bernard Olson.

El doctor Bernard Olson.

El científico que decían que James Renshaw había matado días antes de que Schofield y su equipo llegaran a Wilkes. El personal de Wilkes debía de haber dejado el cuerpo allí.

Schofield miró su reloj.

Once minutos.

Y entonces Schofield recordó de repente algo que Renshaw le había dicho después de que Schofield se despertara en su habitación, atado a la cama. Cuando Renshaw había soltado a Schofield, le había pedido que hiciera algo extraño. Le había pedido, si tenía la oportunidad, que examinara el cuerpo de Olson, en concreto su lengua y ojos.

Schofield no entendía qué tendrían que ver la lengua y ojos del hombre muerto con aquello. Pero Renshaw le había insistido en que demostrarían su inocencia.

Diez minutos y medio.

No hay tiempo. Tengo que salir de aquí.

Pero Renshaw le había salvado la vida…

De acuerdo.

Schofield entró a toda prisa en la cámara y se arrodilló al lado del saco de yute. Tiró de él para dejar a la vista el cuerpo.

Bernard Olson miró a Schofield con ojos fríos e inertes. Era un hombre de aspecto desagradable (calvo y gordo con el rostro rechoncho y arrugado). Su piel estaba palidísima.

Schofield no perdió ni un segundo. Le miró los ojos primero.

Los tenía muy rojos e inflamados. Inyectados de sangre.

A continuación centró la atención en la boca del hombre muerto.

La boca estaba cerrada. Schofield intentó abrírsela, pero la mandíbula estaba fuertemente cerrada. No cedía un centímetro.

Schofield se acercó más y le separó los labios con fuerza para poder examinarle la lengua.

Los labios se separaron.

—Urghhh
—Schofield se estremeció cuando lo vio. Tragó saliva para contener las náuseas.

Bernie Olson se había mordido su propia lengua.

Por alguna razón, antes de morir, Bernie Olson se había mordido fuertemente la lengua con sus dientes. Se había mordido con tanta fuerza que se había cortado la lengua por la mitad.

Diez minutos.

Suficiente. Momento de marcharse.

Schofield corrió hacia la puerta y, cuando pasó al lado del cuerpo de Mitch Healy, cogió del suelo el casco del marine muerto.

Schofield salió de la cámara de congelación justo cuando Kirsty apareció corriendo por el túnel exterior del nivel B.

—Tenía que coger una parka —dijo disculpándose—. La otra se me mojó…

—Vamos —dijo Schofield cogiéndola de la mano y tirando de ella hacia la salida del túnel.

Cuando giraron al túnel que daba al eje central, Schofield escuchó a alguien gritar.

—¡Espérenme!

Era Renshaw. Corría tan rápido como sus cortas piernas le permitían. Llevaba una gruesa parka azul y acarreaba un grueso libro bajo el brazo.

—¿Qué demonios estaba haciendo? —dijo Schofield.

—Tenía que coger esto —dijo Renshaw señalando el libro que llevaba bajo el brazo mientras pasaba al lado de Schofield en dirección a la escalera.

Schofield y Kirsty lo siguieron.

—¿Qué demonios tiene ahí que sea tan importante? —gritó.

Renshaw le respondió.

—¡Mi inocencia!

En el exterior de la estación, la nieve volaba en horizontal.

Golpeó el rostro de Schofield, rebotando en sus gafas plateadas, cuando salió de la entrada principal con Kirsty y Renshaw a cada lado.

Ocho minutos.

Hasta que las
SAS
llegaran.

Los dos aerodeslizadores blancos de los marines ya estaban estacionados en la entrada principal de la estación. Libro y Quitapenas estaban al lado de los dos enormes vehículos, apremiando al personal de Wilkes a que entrara en el aerodeslizador blanco de Quitapenas.

El plan de Schofield era sencillo.

El aerodeslizador de Quitapenas sería el transporte. Tenía una capacidad de seis personas, por lo que se emplearía para transportar a todo el personal de Wilkes (Abby, Llewellyn, Harris, Robinson y Kirsty) además de Quitapenas.

Libro y Schofield defenderían, arma en ristre, el aerodeslizador de transporte mientras ponían dirección al este e intentaban dejar atrás los aerodeslizadores de las
SAS
que se dirigían a la estación polar Wilkes.

Libro conduciría el segundo aerodeslizador de los marines; Schofield el aerodeslizador naranja de los franceses. Schofield decidió que James Renshaw iría con él.

Schofield vio cómo Quitapenas cerraba la puerta corredera de su aerodeslizador; vio a Libro subir al faldón del aerodeslizador y desaparecer en el interior de la cabina. Libro volvió a salir un segundo después con una enorme maleta Samsonite en las manos. Arrojó la maleta negra por la nieve hacia Schofield. Esta aterrizó con un ruido sordo.

—¡Lucha contra los parásitos! —gritó Libro.

Schofield corrió hacia la maleta.

—Póngase esto —le dijo a Renshaw mientras corría.

Schofield le pasó a Renshaw el casco de marine que había cogido mientras salía de la cámara de congelación. A continuación, Schofield cogió rápidamente la enorme maleta Samsonite y se dirigió al aerodeslizador francés.

El aerodeslizador francés se hallaba silenciosamente estacionado en el exterior de la entrada principal de la estación. A diferencia de los dos aerodeslizadores blancos del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, este era de un brillante color naranja.

Siete minutos.

Schofield saltó al faldón del aerodeslizador francés y tiró de la puerta corredera. Le dijo a Renshaw que le lanzara la maleta Samsonite y este la tiró dentro.

Schofield corrió a la cabina y se sentó en el asiento del conductor. Renshaw saltó al interior del aerodeslizador tras él y cerró la puerta corredera.

Schofield pulsó el sistema de encendido.

El motor cobró vida.

La hélice de dos metros situada en la parte trasera del aerodeslizador comenzó a girar. Fue ganando velocidad, como la hélice de un antiguo biplano, y de repente alcanzó su máxima potencia y se convirtió en una mancha que giraba frenéticamente.

Bajo el faldón de caucho negro del aerodeslizador también se pusieron en marcha cuatro turbohélices. El enorme aerodeslizador comenzó a elevarse lentamente del suelo cuando el faldón comenzó a inflarse como si de un globo se tratara.

Schofield giró el enorme vehículo naranja para situarlo al lado de los dos aerodeslizadores blancos de los marines. Todos estaban mirando hacia delante, de espaldas a la estación.

A través del parabrisas reforzado de su aerodeslizador, Schofield pudo ver el horizonte al sudoeste. Brillaba con un inquietante color naranja.

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