Un instante después, el tren de raíles en equis comenzó a avanzar por las vías, en dirección a los soldados del séptimo escuadrón que los perseguían.
—Señor —dijo la voz de Lumbreras—. Tengo que decirle algo. Hemos perdido a Sex Machine…
—Ah, mierda —dijo Schofield con tristeza.
—Y estamos a punto de perder a Elvis.
—¿Qué? —dijo Schofield, perplejo y aterrorizado a partes iguales.
Pero no pudo decir más, porque en ese momento tres extraños ruidos resonaron por la estación subterránea.
Tres granadas volaron por la estación, directamente hacia el tren de raíles en equis, que avanzaba lentamente, dejando tres delgadas líneas de humo tras de sí, cuando de repente, una tras de otra, entraron por las ventanas del segundo automotor.
El automotor en el que estaba el presidente.
Acto seguido, Schofield oyó la voz de Madre por el auricular:
—¡Oh, no me jodas!
El automotor doble comenzó a ganar velocidad por el túnel.
En el segundo automotor, Gant no podía creerse lo que estaba ocurriendo.
¡Tres granadas!
Todas en su vagón.
Contempló las opciones en un nanosegundo:
Si nos quedamos, nos aguarda una muerte segura. Si salimos, tendremos que vérnoslas con el séptimo escuadrón. En ese caso, la muerte es probable, pero no segura.
—¡No podemos seguir aquí! —gritó al instante—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Juliet y ella cogieron al presidente del abrigo y lo lanzaron por la puerta. No perdieron un instante y se lanzaron del tren en movimiento a la plataforma, rodando con rapidez por el suelo en cuanto aterrizaron.
Acero Hagerty y Nicholas Tate saltaron nerviosamente del tren y aterrizaron en la plataforma, no sin dificultades.
Un segundo después, la figura de Madre (que obviamente no quería esperar en la fila tras Hagerty y Tate) salió volando por una de las ventanas cercanas a la puerta. Dio una voltereta al llegar a la plataforma, con su arma sujeta contra el pecho, y rodó hasta ponerse de pie.
Un instante después las tres granadas estallaron, tres detonaciones consecutivas, en el segundo automotor.
Tres refulgentes bolas de fuego se expandieron lateralmente por el interior del automotor, iluminando todo el vagón cual espectacular bombilla alargada, consumiendo todo el espacio interior disponible.
Las lenguas de fuego salieron a la plataforma subterránea por las ventanas del automotor, extendiéndose sobre las cabezas de Gant y los demás mientras estos corrían a ponerse a cubierto tras las columnas de hormigón para evitar los disparos de los hombres del séptimo escuadrón.
Todo el tren de raíles en equis se sacudió con la triple explosión, pero siguió avanzando, ganando velocidad a cada metro.
En el vagón delantero, Schofield a punto estuvo de salir despedido por la detonación. Cuando logró recuperar el equilibrio y miró a la vía, una sensación de horror lo invadió.
Vio al presidente, flanqueado por Gant, Madre y Juliet, correr para ponerse a cubierto en la plataforma de la estación subterránea.
¡Mierda!
¡El presidente no estaba en el tren!
El tren de raíles en equis, que iba ganando aceleración por momentos, se estaba acercando al extremo occidental de la estación, junto a los soldados del séptimo escuadrón allí posicionados. Schofield vio a los soldados, justo al lado de su vagón, pero estos no le prestaban demasiada atención.
Solo tenían ojos para el presidente.
Tenía que tomar una decisión.
O salto del tren y me quedo con el presidente, de quien depende el destino del país.
O voy tras el niño…
Entonces, en menos de un segundo, justo cuando el tren estaba a punto de desaparecer por el túnel, Schofield lo vio, y supo que el presidente escaparía, al menos de la estación del nivel 6. Y supo que Gant y Madre también lo verían.
Y, por ello, decidió ir tras Kevin.
Un instante después, la imagen de la estación de raíles en equis, la imagen de los diez soldados del séptimo escuadrón avanzando por la plataforma hacia el presidente de Estados Unidos y sus escasos guardianes, quedó reemplazada por la oscuridad impenetrable del túnel.
Gant se agachó y se cubrió la cabeza para protegerse de los trozos de hormigón que caían a su alrededor.
Estaban bien jodidos.
El séptimo escuadrón los tenía.
No había ningún lugar al que ir, ni al que huir. Estaban atrapados en medio de la plataforma y eran inferiores en número, armas y suerte.
Y entonces vio a Elvis.
Caminando como un robot (cual autómata, completamente desprotegido) hacia los soldados del séptimo escuadrón, a pesar de los disparos.
No llevaba ningún arma en las manos. Es más, tenía los puños cerrados con firmeza a ambos costados mientras caminaba. Su rostro estaba desprovisto de toda emoción: mirada en blanco, mandíbula tensa.
Elvis, al parecer, tenía en esos momentos su propia misión.
—Oh, Dios mío —musitó Gant—. Elvis…
A continuación se volvió hacia los demás.
—Preparémonos, nos vamos.
—¿Qué? —le espetó Acero Hagerty—. ¿Cómo?
—Elvis va a darnos algo de tiempo. Todos a cubierto por el momento. Pronto nos pondremos en marcha.
El sargento Wendall Elvis Haynes, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, avanzaba a grandes zancadas hacia los soldados del séptimo escuadrón, entre estos y el grupo del presidente.
Los soldados del séptimo escuadrón ralentizaron el paso, porque lo que estaba haciendo Elvis era de lo más extraño. Resultaba obvio que estaba desarmado y aun así seguía avanzando lentamente hacia ellos (a veinte metros de ellos, a veinte del presidente) con total tranquilidad.
Los soldados del séptimo escuadrón no llegaron a oír el mantra que se estaba repitiendo a sí mismo conforme caminaba.
—Habéis matado a mi amigo. Habéis matado a mi amigo. Habéis matado a mi amigo.
Con rapidez y eficacia, uno de los hombres del séptimo escuadrón alzó su P-90 y disparó una breve ráfaga de disparos. Los disparos hicieron trizas el pecho de Elvis y este cayó, por lo que los soldados reanudaron su marcha.
Hasta que no llegaron junto a Elvis no lo oyeron hablar, gorgoteando entre su propia sangre:
—Habéis matado a mi amigo…
Entonces vieron que su mano derecha se abría como una flor…
Y mostraba, en la palma de su mano, una potente granada de mano RDX.
—Habéis matado a mi…
Elvis exhaló su último aliento.
Y, al relajar la mano por completo, soltó la anilla de la granada y, para horror de los hombres de la unidad Bravo que estaban cerca, la potente granada RDX estalló con toda su fuerza.
* * *
El tren de raíles en equis avanzaba como un bólido por el túnel.
Con su diseño aerodinámico, morro en forma de bala y fuselaje enmarcado por los puntales en equis, el automotor doble atravesaba el túnel a una velocidad de trescientos veinte kilómetros por hora (a pesar de las ventanas reventadas y las paredes cosidas a tiros).
Se movía con apenas ruido y una suavidad sorprendente. Eso se debía a que no estaba propulsado por un motor, sino por un sistema puntero de propulsión magnética desarrollado para sustituir las desfasadas catapultas de lanzamiento a vapor de los portaviones de la armada. La propulsión magnética requiere pocas partes en movimiento, pero aun así alcanza increíbles velocidades, lo que la ha hecho muy popular entre aquellos ingenieros que viven de acuerdo con la máxima de que cuantas más partes tenga una maquinaria, más partes serán susceptibles de romperse.
Libro II estaba sentado en la cabina del conductor, con las manos en los controles. Herbie estaba sentado junto a él. La cabina del conductor era la única parte del automotor que no tenía las ventanas hechas añicos.
—¡Ah, joder! —gritó la voz de Schofield por detrás de ellos—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
Schofield entró a grandes zancadas al compartimento.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Libro II.
—Esto es lo que ocurre —dijo Schofield mientras señalaba el maletín plateado Samsonite que colgaba de su ropa de combate. El balón nuclear—. ¡Mierda! Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Ni siquiera lo pensé cuando el presidente se bajó del tren. ¿Qué hora es?
Eran las 8.55.
—Genial —dijo—. Ahora solo disponemos de poco más de una hora para devolverle el maletín al presidente.
—¿Damos la vuelta? —preguntó Libro II.
Schofield lo meditó un segundo. Miles de pensamientos se agolparon en su cabeza.
A continuación dijo con firmeza:
—No. No voy a dejar a ese niño. Podemos regresar a tiempo.
—Y… esto… ¿qué hay del país? —dijo Libro II.
Schofield le sonrió torciendo la boca.
—Hasta la fecha no he perdido una cuenta atrás y no pienso hacerlo hoy. —Se volvió hacia Herbie—. Muy bien, Herbie. En veinticinco palabras o menos: hábleme de este sistema de raíles en equis. ¿Adónde va?
—Bueno, no es exactamente mi campo de conocimiento —dijo Herbie—, pero he montado en él unas cuantas veces. Hasta donde sé, se compone de dos sistemas. Uno va en dirección oeste desde el Área 7 hasta el lago Powell. El otro en dirección este, hacia el Área 8.
Por lo que había dicho Herbie, se encontraban en el sistema que se extendía a sesenta y cinco kilómetros al oeste, hacia el lago Powell.
Schofield había oído hablar del lago Powell. A decir verdad, no era tanto un lago como una red laberíntica de más de trescientos kilómetros de cañones llenos de agua.
Situado justo en la frontera entre Utah y Arizona, el lago Powell había sido en otros tiempos como el Gran Cañón, un enorme sistema de cañones y desfiladeros tallados en la piedra por la fuerza del río Colorado, el mismo río que corriente abajo había creado el Gran Cañón.
A diferencia de este, sin embargo, el lago Powell había sido represado por el Gobierno estadounidense en 1963 para generar energía hidroeléctrica, y por ello habían contenido el río, creado el lago y convertido una impresionante vista de formaciones rocosas en una serie de cañones desérticos a medio llenar de agua.
En esos momentos, mesetas gigantes de arena amarillenta se alzaban majestuosamente sobre las aguas azules del lago, mientras que prominentes colinas se cernían sobre su azulado horizonte. Y, por supuesto, también estaban los cañones y simas, con canales en la base en vez de senderos rocosos.
Era una especie de cruce entre el Gran Cañón y Venecia.
Como todo proyecto de considerable envergadura, la construcción de la presa en el río Colorado en 1963 había desatado airadas protestas. Los ecologistas denunciaron que la presa elevaba los niveles del limo y que amenazaba el ecosistema de una variedad de renacuajos de dos centímetros de largo. Pero eso poco le importaba al propietario de una pequeña estación de servicio, cuyo negocio (construido sobre un puesto de comercio del antiguo oeste) quedaría anegado por treinta metros de agua. Recibió una compensación económica por parte del Gobierno.
En cualquier caso, con sus noventa y tres cañones bautizados y solo Dios sabe cuántos más sin bautizar, durante algunos años el lago Powell se convirtió en un destino turístico popular para los propietarios de casas flotantes. Pero los tiempos han cambiado y el turismo se ha visto reducido. En la actualidad se alza silencioso, cual espectral red de simas curvadas y cañones ultraestrechos donde resulta imposible encontrar terreno plano; solo empinadas rocas y aguas, aguas infinitas.
—Este túnel conecta con el lago mediante una plataforma de carga subterránea —dijo Herbie—. El sistema se construyó por dos motivos. Primero, para que la construcción de las bases militares Área 7 y Área 8 se mantuviera en absoluto secreto. Los materiales se transportaban en barcazas por el lago y luego se trasladaban sesenta y cinco kilómetros bajo tierra hasta el emplazamiento de la construcción. Todavía lo usamos de tanto en tanto para los suministros y el envío de prisioneros.
—Bien —dijo Schofield—. ¿Y el segundo motivo?
—Como ruta de escape en caso de emergencia —dijo Herbie.
Schofield miró hacia delante.
Las vías de los raíles en equis se sucedían a gran velocidad bajo él (y sobre él). El túnel rectangular se extendía en la oscuridad.
Un ruido hizo que se volviera. Sacó la pistola.
Lumbreras se quedó inmóvil en la entrada de la cabina del conductor, con las manos en alto.
—¡Eh-eh-eh! ¡Soy yo!
Schofield bajó el arma.
—La próxima vez, llame a la puerta.
—Claro, jefe. —Lumbreras se sentó en un asiento independiente.
—¿Dónde ha estado?
—En la parte trasera del segundo vagón. Me separé de los demás cuando las granadas entraron volando. Me metí en un compartimento de almacenamiento justo cuando estallaron.
—Bueno, me alegro de tenerlo aquí —dijo Schofield—. Necesitamos toda la ayuda posible. —Se volvió hacia Herbie—. ¿Podemos obtener telemetrías de cualquiera de los demás trenes de este sistema?
—Supongo que sí —respondió Herbie—. Deme un segundo…
Pulsó algunas teclas en la consola del conductor. Un monitor de ordenador del salpicadero cobró vida. En cuestión de segundos, Herbie obtuvo una imagen del sistema de raíles en equis.
Schofield vio una alargada curva en S que se extendía en horizontal desde el Área 7 hasta el entramado de cañones que conformaba el lago Powell. También vio dos puntos rojos parpadeantes avanzando por la vía hacia el lago.