Di una vuelta en solitario alrededor del templo e imploré a Jacinto la ayuda de un héroe como Teseo para que protegiera a mi familia. Luego me reuní con el resto de niñas en la puerta del templo y regresamos todas juntas a la aldea para terminar allí los preparativos, pues esperábamos a docenas de hambrientos invitados.
Las Jacintias duran tres días: el primero está consagrado al duelo por la muerte desgraciada de Jacinto. En él ofrecemos sacrificios a los muertos, sin el canto del
pean
ni banquete, y durante ese día los panes del sacrificio son muy simples en señal de duelo; durante la procesión se entonan cantos de dolor, las plañideras lloran la muerte de jacinto y se escenifica el dolor de Apolo por la trágica muerte de su amado. El segundo día es un día de celebración. Los jóvenes tocan la cítara y el aulos, y cantan a la gloria de Apolo mientras otros participan en concursos hípicos o de lucha. Al tercer día, numerosos coros rivalizan por las calles de la aldea, cantan himnos del país y bailan. Amidas es también el teatro de desfiles de carros decorados por las jóvenes y las mujeres de Esparta. Este día se ofrecen sacrificios y banquetes, y los ciudadanos invitan a sus familiares y parientes. Las víctimas de los sacrificios llegan con lazos en la cornamenta y se examinan sus entrañas al sacrificarlos. Los ilotas tienen derecho a tomar parte en los festejos, incluso los extranjeros.
A media tarde del primer día llegaron todos los parientes del abuelo en dos carros; eran sus primos y sus parientes de la
casa del pino torcido
de Limnai. El abuelo aplaudió ufano su llegada, abrazó a los más viejos uno a uno y repartió amables pescozones entre los más jóvenes. Los parientes descargaron unos quesos olorosos, así como algunos productos de su huerto. Se los mostraron y él alabó el color de las berenjenas o el olor de sus cebollas. Polinices les ayudó a entrarlo en la casa mientras yo cargaba con un racimo de ajos que dejé en la cocina, en la que estaban atareadas Pelea y Neante desplumando unos pollos. También llegaron de una aldea del norte algunos parientes ilotas de Menante a quien el abuelo había invitado para las Jacintias. Alexias correteaba alegre al ver tanta gente hasta que madre le recogió del suelo para que no entorpeciera el paso y le acostó.
Mi padre y Polinices habían llevado ya al lugar de los banquetes las frutas y los toneles de vino. A mí me tocó llevar hasta nuestra carpa los cubiletes de barro y los platos de madera de haya. Quise llevar también la crátera de volutas que habíamos comprado semanas antes en Giteo para mezclar el vino con agua, pero no pude ni levantarla del suelo, y eso que en la
Agogé
me hacían levantar pesadas piedras para fortalecer los músculos. El abuelo supervisó los preparativos, indicó a los ilotas dónde debían ponerse las sillas o las esteras para sentarse o reclinarse, y, cuando Helios se ocultaba por poniente, empezó la cena.
En el centro de la gran tienda ya ardía el fuego donde se asarían los cabritos y las aves. La fiesta se celebra bajo las antiguas
skénaí
, unos entoldados de brillantes colores característicos de las fiestas campestres arcaicas. Los invitados se sentaron en grupos entre bromas y chistes. El canto ritual dio inicio al banquete. Los ilotas encargados del servicio trocearon las carnes de venado o de las aves y repartieron los mejores pedazos a los invitados más ilustres.
Los hombres hablaban de la futura campaña contra nuestra principal enemiga, la ciudad de Argos. Por su parte, las mujeres reían y hablaban de la fiesta o de los carros decorados con que se había realizado la procesión dedicada a Apolo. Se brindó para que la siguiente cosecha fuera buena, ofreciéndose libaciones tanto a Zeus como a Deméter, la diosa de la agricultura que cuida de los trigales. Ella es la savia que sale de la tierra, se eleva y da vida a los brotes tiernos, hace madurar el trigo hasta que amarillean las cosechas. El abuelo me decía que cuando pasea por los campos nadie puede verla, pero que, a su paso, la naturaleza la reconoce, se alegra y las flores del almendro hacen guiños a las abejas.
Durante la cena, algunas mujeres se interesaron por mí y por mi edad, pues ya era alta para mis años. Padre, que bebía vino rodeado de sus compañeros de la
Systia
, me miraba complacido mientras yo servía a los huéspedes. El abuelo estaba sentado junto a dos parientes, antiguos compañeros de armas, y los tres parecían un bosquecillo de robles viejos y hojas plateadas.
Entonces, cuando todo el mundo había comido y bebido, un
aedo
de barba blanca y túnica manchada de grasa se puso en pie con su vara blanca para reclamar silencio. Luego se adelantó y solicitó permiso para entonar el canto. Durante los tres días de la fiesta iba a recitar la Ilíada, en una versión más abreviada que de costumbre, acompañado por su lira. La gente guardó un relativo silencio cuando el narrador pulsó sus cuerdas y se aclaró la voz para empezar el canto de Helena.
Y la causa de interminable sufrimiento entre troyanos y griegos,
por cuya belleza sin par
Tantos valientes aqueos perdieron su vida
En Troya lejos de su patria
Se inició el canto y madre se sentó entre el grupo de mujeres, con Alexias en el regazo. Algunos hombres y niños se durmieron al oír las primeras notas, al amparo del fuego que hacía brillar los rostros y sonreír a los estómagos satisfechos. Empezó el Canto y busqué a padre con la mirada. Seguía entre el grupo de guerreros amigos suyos entre los que reconocí a Talos y a Eumolpo, guerrero de barba bien poblada. Me acerqué hasta él y me acurruqué en su regazo para escuchar a Homero. Enseguida dejó el vaso del que bebía, me acarició la mejilla y me susurró algo al oído que no comprendí muy bien por el ruido y porque a mi padre se le trababa un poco la lengua durante las fiestas. Yo me pregunté por qué no podíamos estar siempre así, al calor del fuego, oyendo cantos antiguos y gozando de las caricias de los seres amados en lugar de guerrear continuamente.
El
Aedo
prosiguió recitando versos y, después de enumerar el contingente que componían las naves de los micénicos, llegó el turno de nuestros antepasados espartanos. Entonces se hizo un silencio reverencial para oír:
Y los que ocupaban
Lacedemonia, cóncava y rica
En barrancos, y Faris y Esparta,
Y Mesa, la de muchas palomas,
Y Brusias habitaban y la amable
Augías; y los que Amiclas ocupaban
Aquí los asistentes que no dormían aplaudieron y ulularon a rabiar
Helo, la ciudad que está en la costa;
los que ocupaban Laas y a los dos lados
De Etilo habitaban;
A ellos, en total sesenta naves,
Se los mandaba Menelao, su hermano
Por el grito de guerra distinguido;
Aparte ellos se armaban de coraza.
Y entre ellos Menelao iba marchando
Confiado en sus ardientes deseos,
Exhortando a la guerra, pues en su alma
Más que nadie vengarse deseaba
De los gemidos y angustias de Helena.
Al terminar el repaso de las naves aqueas que se dirigían a Ilion la gente aplaudió de nuevo y el abuelo ofreció al recitador pingües muslos, como manda la tradición. Repasé con la mirada dónde estaban Polinices y madre. Mi hermano se encontraba junto a un grupo de muchachos cerca del fuego. Mi mirada recorrió a los presentes hasta que vi a mi madre sentada entre un grupo de mujeres. Mecía en sus rodillas a Alexias junto a un niño ilota, a los que rodeaba con sus brazos. Entonces creí tener una visión porque, a través de las llamas, los niños se parecían como dos gotas de agua, aunque quizás fue efecto del vino que padre me había dejado probar de su vaso. En ese momento parecía la mujer más feliz de la Hélade: estaba sonriente y muy hermosa. Pensé en lo dichosa que se hubiera sentido con Taigeto junto a ella si la dura ley de la
Lesjé
no nos lo hubiera arrebatado. En ese instante sentí una punzada de dolor en el pecho.
El
aedo
comió algo de carne, sorbió un buen trago de vino y se limpió con la manga. Luego reemprendió el Canto con la entrevista entre Héctor y su hermano Paris, a quien aquél acusa de esconderse de Menelao, rey de Esparta. Por ello, el ofendido París decide desafiar a Menelao en combate singular. La batalla se detiene para la celebración de este duelo singular, pues los contrincantes han prometido que el vencedor se quedará con Helena y sus tesoros. La misma Helena, Priamo y otros nobles troyanos observan todo desde la muralla. El
aedo
puso cara de sorpresa cuando Menelao está a punto de matar a Paris pero le salva la divina Afrodita, que le envía de nuevo junto a su amada Helena.
Yo escuchaba embelesada, sentada junto a padre, cómo los dioses deciden en una reunión que se reanuden las hostilidades, por lo que Atenea, disfrazada, incita a Pándaro para que rompa la tregua lanzando una flecha que hiere a Menelao. Tras la arenga de Agamenón a sus tropas, se reanuda la batalla y el aqueo Diomedes, asistido por Atenea, está a punto de matar al troyano Pineas, llegando incluso a herir a Afrodita. En este punto, el cantante se detuvo para beber mientras los presentes silbaron y abuchearon a Diomedes.
Luego, el
aedo
prosiguió narrando el modo en que Ares y Hector comandan a las tropas troyanas, y ante el empuje de los aqueos, Héleno, hijo de Priamo, insta a Héctor a que regrese a Troya para encargar a las mujeres troyanas que realicen ofrendas en el templo de Atenea. Este, tras realizar el encargo de su hermano Héleno, va en busca de Paris para increparle y que regrese a la batalla y se despide de su esposa Andromaca. Entonces escuché uno de los pasajes más bellos del canto, que el
aedo
narró con voz profunda y dramática, porque Andromaca sabe que no volverá a ver a su marido en vida:
Desgraciado de ti, a quien tu ardor
Ha de perder; y no te compadeces de tu hijo aún tierno
Ni de mí, infortunada,
Que muy pronto de ti ha de quedar viuda
Pues pronto han de matarte los aqueos,
Todos a una sobre ti lanzados;
Y a mí más provechoso me sería
Que al perderte la tierra me tragara;
Pues no he de tener ya yo otro consuelo,
Una vez que tú sigas tu destino,
Sino sólo pesares
Pues ni padre ni augusta madre tengo.
Madre me sonrió y me saludó con la mano, y padre me preguntó al oído algo así como si me gustaba el canto. Le dije que sí y le acaricié la barba con la mano mientras el
aedo
seguía recitando los versos. A mi lado, Eumolpo roncaba como un león y padre le dio un codazo para que callara y pudiéramos oír que, tras el debate entre Atenea y Zeus, Héctor desafía en duelo a cualquier aqueo destacado. Los principales jefes aqueos, arengados por Néstor, rey de la arenosa Pilos, aceptan el desafío y, tras echarlo a suertes, es elegido Ayax Telamonio. El duelo singular es interrumpido por la llegada de la noche y se intercambian regalos.
Pasada la medianoche, la mitad de los asistentes dormitaba encima de esteras. Entonces, el cantante terminó el canto sexto. El abuelo y yo éramos de los pocos espectadores que nos manteníamos despiertos y nos intercambiamos un guiño de complicidad. Como otras veces, al oír el canto me maravilló el héroe troyanoque no duda en sacrificarse por su patria, tan opuesto a su hermano Paris, tan egoísta como cobarde, y fui a dormir con su imagen en mi cabeza.
Al día siguiente, en plenas fiestas, me encontré a mis compañeras Nausica y Eleiria entre el gentío que rodeaba el templo de Apolo. Eleiria iba acompañada de un muchacho un poco mayor que ella. Supuse que era su hermano Prixias, porque tenía sus mismos ojos. Era tal como me lo había imaginado: sano y robusto, de cara sonriente y mirada intrépida. Su hermana me lo presentó y yo sentí que las piernas me temblaban tanto que ni siquiera me atreví a mirarle a los ojos. Prixias tenía mucho interés en que me quedara con ellos para asistir a la ceremonia, pero yo me escabullí muerta de vergüenza.
La segunda noche de las fiestas, cuando acabó el canto de Homero, no me dormí, porque di vueltas a lo que me había sucedido con Eleiria y Prixias. Me dije que había sido tonta al no haberles acompañado, ya que me moría de ganas de hacerlo. Pero ya se sabe que el corazón de una mujer es como un jeroglífico que no comprende ni ella misma, y allí me quedé, perdida en ese laberinto de emociones contradictorias, rumiando porqué había escapado de lo que tanto me apetecía. Decidí que a la mañana siguiente tenía que hablar con el abuelo acerca de mi vergüenza.
Durante el tercer día tuvo lugar la solemne procesión de la entrega del quitón al dios, con las danzas rituales frente al templo, el sacrificio de dos cabras. La ceremonia concluyó con las libaciones a Apolo y al resto de habitantes del Olimpo.
Mis amigas Nausica y Eleiria subieron a nuestro carro, decorado con coronas de flores. Íbamos las terceras, cantando y arrojando flores a los espectadores. Pasamos por delante del estrado de madera en el que estaban las autoridades: los dos reyes, los éforos y parte del consejo de ancianos con sus familias. Ese día vi por primera vez al rey Cleómenes, padre de Gorgo. Era un hombre de miembros largos, muy delgado. Tenía la cara picada por la viruela y peinaba su cabello lacio con aceite. Bebía vino a la vez que parloteaba de mòdo que todos le oyeran. A su lado se sentaba Demarato, un hombre de mirada desconfiada y manos nerviosas. Se veía que se encontraba incómodo con la situación.
Allí vimos también a Gorgo, que vestía un precioso peplos bor dado de flores. La saludamos alegres mientras le arrojábamos unas flores, siguiendo la tradición. Ella nos devolvió el saludo, pero nos pareció como ausente y triste. Junto a ella se encontraba uno de los hermanastros menores de Cleómenes, Leónidas, un muchacho sereno y austero de barba bien poblada, que había terminado la
Agogé
pocos años antes. Era el mismo que había ido a visitar a padre y al abuelo a nuestro regreso de Giteo y con el que habían hablado en secreto.
Eleiria estaba risueña y parlanchina esa mañana. Enseguida empezó a hablarme de su hermano Prixias. Debió notarme nerviosa y acalorada, porque me preguntó si me pasaba algo. Le conté lo que me había dicho Polinices: que su hermano Prixias se había interesado por mí cuando fue a visitarle a nuestra casa en Amidas. Eleiria abrió los ojos como dos ollas a la vez que me abrazaba. Luego empezó a cantarme las excelencias de su hermano, y yo me reí con ganas porque me pareció una vendedora del mercado que quería ofertarme lo mejor de su puesto: que si su hermano era un chico atento, muy considerado, poco dado a bromas ofensivas; que era ordenado, limpio y mil cosas más. La miré con los ojos muy abiertos, pero no fui capaz de articular ni una palabra cuando ella me miró con ojillos de halcón y me dijo riendo: