Aretes de Esparta (14 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

BOOK: Aretes de Esparta
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—¿Se parece a mí? —preguntó Alexias a madre abriendo mucho los ojos.

—Sois como dos gotas de agua —le respondió—, aunque no es tan robusto como tú. Vuestro hermano se ha convertido en un niño fuerte y nada enfermizo. Su piel es del color del pan al salir del horno, sus cabellos del color de la cebada y sus ojos tan claros como el Eurotas, iguales que los tuyos.

Por lo que deduje, años antes el abuelo le había contado a madre lo que acabábamos de saber para aligerar en algo su pena, con la orden taxativa de que no se acercara a la aldea en que vivía Taigeto. Pero ya se sabe que la mujer acostumbra a quebrantar lo que el varón ordena y siempre he creído que la mayoría de las veces hace bien. Así que madre había vagado por esa aldea desde hacía años y estaba al corriente de cómo cuidaban de su hijo, si estaba bien alimentado o si gozaba de buena salud.

Cuando algunos ilotas empezaron a preguntar por ella, padre y el abuelo le rogaron que espaciara sus visitas por la seguridad de todos. Por lo que supimos, en esa época del año —esto ocurrió a finales del verano— Taigeto todavía se encontraba en los pastos altos con el resto de pastores, y hasta que llegaran los primeros fríos, a finales del otoño, no regresaría a la aldea ilota.

Esa noche fui a dormir con el corazón estallándome dentro del pecho y tardé mucho en conciliar el sueño. Apenas recordaba nada de Taigeto porque había procurado rellenar los cajoncitos de mi memoria de otros sucesos más agradables que su triste pérdida. Al acostarme, me adentré en mi corazón y buceé en mis recuerdos de niña para recobrar lo que pudiera de la primera semana de vida de los gemelos. Tenía que recuperar el ancho y confortable hueco que mi hermano se merecía.

Capítulo 15

493 a.C.

Esta mañana ha llegado Melampo, la hija de Neante, con las hierbas que han de curarme la vista maltrecha. Hemos hablado un rato del estado de salud de su madre, que hace dos semanas que no se levanta de la cama presa de una leve apoplejía, y he hervido las hierbas para bañarme el ojo enfermo con la infusión. Lo he hecho más para darle satisfacción a ella que por la fe que tengo en las hierbas. Soy un tanto escéptica en aplicar remedios a una edad avanzada, porque cuando los dioses te quitan algo es difícil que puedas recuperarlo. He atendido sus explicaciones mientras Ctímene leía lo que escribí ayer noche acerca de la revelación que el abuelo Laertes nos hizo sobre Taigeto. Luego me he sentado a su lado, en la mesa, mientras ella se comía su rebanada con miel y terminaba la lectura del relato.

—¿Qué hicisteis luego? —ha querido saber al acabar de leerlo. Como es de suponer, le he respondido con lo que ocurrió: —Unas semanas más tarde, con la llegada de los primeros fríos, organizamos la pequeña expedición para conocer a nuestro hermano. Escogí un día en que Polinices y Alexias no tenían ejercicios en la
Agogé
. Quiero pensar, estoy convencida, que padre y el abuelo sabían perfectamente lo que haríamos, por eso nos habían revelado el secreto a una edad ya prudente, cuando podíamos entender las razones que les motivaron a ocultar su existencia. Estoy segura, al menos, que el abuelo Laertes lo sospechaba. Por eso, una tarde, al regresar de cuidar los panales, entró en la cocina para lavarse y hablar conmigo. En ese momento creo que yo ayudaba a Pelea a freír unas cebollas para la cena. El vino hacia mí y me dijo:

—Aretes, no cometas la imprudencia de revelar a nadie este secreto y por nada ciel mundo vayáis a verle, ¿me entiendes, hija? Asentí en silencio y seguí con lo que hacía. 1 il abuelo se alejó meneando la cabeza, porque sabía perfectamente lo que iba a ocurrir, como así fue. Acordé con mis hermanos llegarnos hasta la aldea ilota de Taigeto cuando la nieve cubriera la cima del monte por primera vez ese invierno. La noche anterior al día señalado no dormí porque Alexias vino a mi cama media docena de veces para repasar el camino que tomaríamos al día siguiente. Supongo que Polinices tampoco lo hizo en su camastro de la casa comunal, pues por la mañana su cara evidenciaba que se lo habían comido los nervios y la ansiedad. El miedo que no iba a mostrar nunca en el campo de batalla lo había sufrido la noche antes de conocer a su hermano. Parece que el corazón humano no puede prepararse para este tipo de acontecimientos de ninguna manera.

Alexias y yo nos encontramos con él cerca de la Acrópolis, al norte de la ciudad, junto al templo de Atenea calcieco, llamado así porque la estatua de la diosa está hecha en bronce, y les dije a los dos:

—No hemos de decir a nadie quienes somos o qué buscamos, ¿entendido? Ni al propio Taigeto. Somos unos espartanos que hemos salido a dar un paseo por el campo. Cuánta menos gente nos vea, mejor.

Luego, he seguido contándole a Ctímene, los tres enfilamos el camino hacia el norte: Polinices, que era casi un guerrero, tenía ya catorce años; Alexias, que descollaba por su robustez; y yo, que entonces era una muchacha alta para mi edad y delgada a causa de los entrenamientos.

Atravesamos los campos de cebada y de olivos, la llanura de Otoña medio desierta y remontamos el curso del Eurotas, cuyas aguas saltaban a nuestra derecha. Nuestros pies iban tan aprisa como nuestros corazones. Parecía que calzáramos las sandalias con alas refulgentes que Zeus regaló a su hijo Hermes. Yo sentía cómo la sangre me martilleaba las sienes a cada paso que nos acercaba al Meneleion, cerca del cual encontraríamos la aldea de Taigeto.

Bajo la colina en la que sobresalían los bloques del antiguo palacio de Menelao, el esposo de la fugitiva Helena, vimos la pequeña aldea ilota y, al entrar en ella, los esclavos nos miraron sorprendidos. Siguiendo mis consejos no preguntamos a nadie, aunque, por supuesto, tampoco nos pidieron explicaciones. Atravesamos luego un campo sembrado de bellotas donde, bajo unos robles, unos porquerizos vigilaban una piara de cerdos, y justo en ese momento tuvimos un buen augurio, pues un cochinillo se escapó de la piara y su madre se aprestó a hacerle regresar con el grupo.

Enseguida bordeamos los límites de las chozas, de cuyos tejados se elevaban al cielo volutas de humo ceniciento. Nos adentramos por un camino de ovejas que subía hacia una cresta de la montaña y lo seguimos hasta llegar a la cima. Más allá, las ondulaciones del terreno nos mostraron unos pastos generosos y amarillentos. Al llegar allí, Alexias oteó al horizonte con sus ojos del color del río. Luego señaló hacia una colina y nos dijo:

—Por allí.

Su corazón no podía esperar más. Enseguida percibió dónde se encontraba el hermano a quien nunca había visto. Dicen que el alma de los gemelos, como las de los dioscuros Cástor y Pólux, hijos de Zeus y Leda, tienen una conexión especial, que sus vidas discurren paralelas y que su personalidad es muy similar. Dicen que viven el dolor del otro como propio y que es bastante frecuente la coincidencia de la muerte de ambos, muy cerca en la fecha y en la causa. Parece que la muerte de su gemelo es lo peor que les puede pasar, más impactante incluso que la muerte de sus propios padres. Y tras la desaparición de uno de ellos, a su gemelo le cuesta muchísimo rehacer su vida, porque vive al otro como una parte de él mismo. En cambio, cuando están juntos se sienten completos. Así debió sentirse Alexias al ver a su hermano por primera vez cuando, en mitad de ese prado, bajo una robusta encina, vimos sentado a un niño rodeado de ovejas que pacían o reposaban a su lado.

Desde los árboles de sombra generosa nos llegaron las suaves notas que salían de su pequeño
aulos
de pastorcillo. Me sentí transportada a la cima del Olimpo, donde los dioses pasan el día entre banquetes y festivales de música. Nos quedamos a un tiro de piedra del pastor mientras el sol calentaba nuestros rostros.

Todo era quietud y paz, y era la misma sensación de satisfacción que se tienen tras una comida generosa. El silencio sólo era interrumpido por el trinar de los pájaros que hacían de coro al joven pastor. Quisimos esperar y contemplarle sin que nos viera, pero uno de los perros que le acompañaban ladró y le advirtió de nuestra presencia. Dejó de inmediato la flauta en el suelo y se levantó. Era tal como nos lo había descrito madre y yo le había imaginado en mis sueños. Iba vestido con una sencilla y vieja túnica corta, un sencillo
himatión
de color verde aceituna que realzaba su cabello trigueño. Su piel estaba tostada por el sol y sus rasgos eran perfectos: barbilla redonda, nariz recta y corta como la del abuelo y labios carnosos y sonrientes como los de madre. Dos grandes ojos, iguales que los de Alexias, nos miraron asombrados. Luego, sin miedo alguno, alzó la mano y nos saludó. Era tanta la luz que desprendían, que hubieran cegado a los del mismo dios Apolo.

Alexias arrancó a correr hacia él y lo hizo más rápido que nosotros dos. Se pusieron uno delante del otro y se reflejaron como Narciso en el estanque: los mismos ojos, la misma boca, idéntica nariz. Taigeto tenía el mismo pelo rubio ensortijado que había lucido Alexias hasta que el abuelo se lo cortó al rape por exigencias de la
agogé
. La única diferencia es que era menos alto y robusto que su hermano. No se dijeron nada y parece que lo comprendieron todo. Polinices y yo llegamos junto a ellos y me quedé embobada, mirándole mientras el corazón quería escaparse de mi pecho.

—¿Sois los hijos de la señora Briseida? —nos dijo.

La pregunta me sorprendió tanto o más que un jarro de agua fresca en verano y la sangre se me heló en las venas.

—¿Conoces a nuestra madre? —le preguntó Polinices.

—Sí —nos dijo—, la conozco. Pasea a menudo por estos pastos y me hace compañía, por lo menos una vez cada semana. Es muy buena, siempre me trae dulces y yo comparto con ella mi queso y mi pan.

Luego se volvió hacia mí y me preguntó con una mirada que era la viva imagen de la inocencia y la bondad:

—Tú debes ser Aretes, ¿verdad?

—Sí —balbucí sonrojada sin motivo.

—Cada vez que viene —prosiguió—, me cuenta de vuestra vida y de lo que hacéis. Está muy orgullosa de los tres. De Aretes me cuenta que es una gran corredora o si ha ganado una carrera y cómo cuida los jacintos de vuestro jardín; de Polinices, que está llamado a ser uno de los grandes héroes de Esparta, y que ya sostiene el
hoplón
sobre su cabeza lo que se tarda en recitar un poema de Tirteo; de Alexias, que ha subido a un roble el doble de rápido que sus compañeros y que nos parecemos mucho. Me cuenta también los trabajos de vuestro abuelo con las abejas y las fiestas que celebráis. Yo estuve hace unos años en una de ellas.

El chico abrió la boca en una franca sonrisa y vi que sus dientes destellaban como una hilera de perlas recién engarzadas. En ese momento sentí el deseo de levantarme, estrecharle entre mis brazos y contarle todo lo que teníamos prohibido decirle, pero me contuve y miré hacia las montañas de árboles anaranjados que parecían llamas de fuego mientras un par de lágrimas velaban mis ojos. Luego miré su rostro con más atención y me resultó familiar. Caí en la cuenta que era el del mismo niño rubio que madre había mecido en su regazo junto a Alexias durante las fiestas de Amidas, la noche que oímos el canto de la Ilíada, unas primaveras antes. Comprendí entonces su cara de felicidad al tener a sus dos hijos apretados contra ella, aunque fuera sólo por unas horas.

—Sólo una vez la he visto muy triste: el día que él —dijo señalando a Polinices— fue sometido a la prueba del roble.

Los tres callamos y permanecimos un rato en silencio, pero enseguida nos pusimos a hablar sobre lo que hacíamos en la
Agogé
o en casa. Pasamos buena parte de la tarde con Taigeto, conversando de los trabajos en Amidas y de nuestra vida hasta que la brisa empezó a soplar desde el norte, Helios se ocultó detrás de los montes y las sombras se alargaron. Entonces se hizo la hora de desuncir a los bueyes o de llevar las ovejas al redil. Nos despedimos de nuestro hermano con la promesa de volver a verle muy pronto. Regresamos a Amidas en silencio, pero con nuestro interior tan alborotado que parecía un barquito arrastrado por la corriente de un río caudaloso. Los dioses nos acababan de hacer el mejor regalo que alguien puede ofrecer a un mortal.

El abuelo nos vio regresar por el camino del norte. Estaba con Menante, empujando a los bueyes Argos y Tirinto para que entraran en el establo. No dijo nada, pero meneó la cabeza, malhumorado porque al ver nuestra cara radiante comprendió de dónde veníamos. Realmente parecía que hubiéramos asistido a una velada amenizada por el dios Dioniso y un coro de ninfas hubiera danzado a nuestro alrededor.

Durante los meses de invierno espaciamos las visitas a la aldea cercana al Menelaion para que nadie nos descubriera con el joven pastor ilota. Subíamos a verle cuando mis hermanos no tenían ejercicios en la
Agogé
, y así supimos muchas cosas de su vida en la aldea ilota, de sus padres adoptivos, Diómaca y Elerio, de sus hermanos Antea y Jacinto y de sus trabajos con las ovejas. Nos explicó que, con la llegada del calor, cuando brotan las flores y el sol empieza a calentar las piedras, cambiaba de pastos y llevaba al rebaño a los pastos de altura, a las faldas del monte, porque, antes de la siega, los pastores suben hacia el Taigeto con sus ovejas. Allí denen sus refugios y rediles, y allí pasan el verano y el otoño. Supimos que los pastores desayunan una vez ordeñadas las ovejas, después se ponen a hacer queso y hasta la hora de comer parten leña, curan alguna oveja enferma o recogen agua. Al principio del verano llega la época de la esquila. Las más de las veces, nos dijo, otros pastores le ayudaban en este quehacer. Como el rebaño de Taigeto no era muy grande no empleaban cuadrillas de esquiladores. Cada anochecer recogía sus ovejas con la ayuda del perro y, tras contarlas, las ordeñaba de nuevo y seguía amasando queso hasta la hora de cenar. Llegado el invierno era la hora de llevar a los rebaños, de lana esponjosa y amarillenta como el trigo, a los pastos bajos. En esta época nacen los corderos y hay que vigilar más el rebaño, pues en los bosques de Esparta abundan los lobos. Además de hacer quesos, en primavera también hacían cuajadas para venderlas inmediatamente. Para eso acudían a ferias y mercados, vendiendo, además de la cuajada, quesos, corderos y ovejas.

Los días de aquel invierno siguieron con la rutina habitual. Con viento, nieve o lluvia, el abuelo me acompañaba cada día a los entrenamientos y a las clases, así como al templo de Artemis. Me dejaba en compañía de las otras chicas y regresaba a Amidas. Con la llegada de los fríos y las nieves, madre sacó de la cómoda las pieles para el invierno, que en Esparta es bastante duro, y me dio dos de ellas para que se las hiciera llegar a Polinices, porque en invierno se autoriza a los chicos de la
Agogé
a llevar un manto de abrigo.

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