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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aretes de Esparta (17 page)

BOOK: Aretes de Esparta
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Insufribles quebrantos

Fueron de aquellos que tramaron males.

Los dioses cobran su venganza

Y dichoso el que, libre de cuidados
,

Ha terminado de trenzar el día

Sin una lágrima.

Se trabó en este punto y yo, entre maliciosa y divertida, le miré con los ojos abiertos para ver si era capaz de continuar. Dejé que sufriera un rato tratando de recordar, pero me sentí mal por mi crueldad. Por suerte, la conocía y le ayudé a terminarla:

Pero yo canto

La luz de Agido. A ella

La miro como al sol, el sol que llama

Agido a ser testigo

De su esplendor. Mas ni un pequeño elogio

Ni un reproche me deja

La renombrada principal del coro,

Que descuella a mis ojos como si alguien

Entre ovejas hubiese colocado un corcel

Robusto y vencedor, de sonoro galope,

De los alados sueños.

¿Acaso no lo ves? ¡Es un corcel

Del Véneto! Ea cabellera

De mi prima Hagesícora

Relumbra como el oro sin mezcla.

¿A qué dar más detalles?

Esta es Hagesícora.

Y la segunda en hermosura, Agido,

Corre a su zaga cual caballo escita

Tras de otro lidio, pues las Pléyades

Con nosotras, que un manto llevamos a la Aurora,

Compiten elevándose por la noche inmortal

Como la estrella Sirio.

Cuando callé intentó hacer algo que me cogió desprevenida, porque me abrazó e intentó darme un beso, pero yo retiré enseguida la cara avergonzada. Lo hice porque las calles estaban repletas de gente y por otra poderosa razón: nunca me había besado nadie que no fueran mis padres, mis hermanos o el abuelo. Entonces algo se alborotó en mi interior y, sin saber porqué, empecé a correr y me perdí entre la muchedumbre. No creo que me siguiera. Me detuve delante de un grupo de cantores que interpretaban una melodía sobre unos versos que nunca había oído. De repente, y a traición, un brazo me rodeó los hombros. La sangre se me heló en las venas, pero me relajé inmediatamente porque aspiré el inconfundible olor a tomillo y noté en mi mejilla la barba familiar del abuelo, que se había situado detrás de mí para abrazarme en silencio.

Una vez terminó la música le expliqué, sofocada, lo que me había pasado con Prixias. Él no le dio importancia y me invitó a coger unas almendras de un cucurucho que llevaba en la mano.

Nos alejamos por la calle de los alfareros, que desemboca en la plaza porticada donde actúan siempre los mejores cantores.

—¿Te gusta ese muchacho, Aretes? —me preguntó con una sonrisa picara en los labios.

Yo me callé, porque no sabía la respuesta, y seguí masticando las almendras, cabizbaja.

—Ya veo —me dijo dando a entender que conocía la respuesta.

—¿Qué ves? —respondí alborotada.

Él se sonrió y yo le dije que no había entendido por qué Prixias me había intentado besar. El abuelo me explicó de nuevo la historia de los Lapitas y los Centauros para que comprendiera la manera de ser de los hombres. Resulta que estos seres, mitad caballo y mitad hombre, no toleran el vino. Por eso, cuando lo beben se tornan furiosos y violentos. Entre las muchas peleas en las que se vieron envueltos, la más famosa es la lucha que tuvieron contra los lapitas. Este pueblo de Tesalia estaba gobernado por Pirítoo, hijo de Ixión, pariente de los centauros. Así que no tuvo más remedio que invitarlos a su boda, a la que por fortuna también acudió su amigo Teseo, el gran héroe ateniense que había derrotado al Minotauro en Creta. La boda transcurría con alegría y el jolgorio habituales en estos casos: la gente bailaba y comía, las risas cantarinas se mezclaban con la música de las flautas, y la esposa, Hipodamía, vigilaba risueña que no faltara nada a los invitados. Sin embargo, los centauros estaban cada vez más borrachos. A medida que el vino iba anegando sus pensamientos, su naturaleza salvaje y bestial se iba desbocando en un torrente de ira y deseo e intentaron raptar a Hipodamía. Entonces tuvo lugar la feroz batalla entre ambos grupos, que finalmente pudieron ganar los humanos gracias a la ayuda de Teseo. Los cuadrúpedos que sobrevivieron a la pelea se exiliaron de Tesalia y se refugiaron en lo más profundo de los bosques.

—Pero, abuelo… —le dije al terminar de narrarme el cuento— Prixias no es un centauro.

—Lo sé, Aretes, pero como todos los hombres Prixias todavía ha de aprender a controlar sus instintos. Porque el hombre que no sabe gobernar sus pasiones o su concupiscencia cae en un pozo lleno de malicia mientras su corazón se corrompe.

—Pero él no es malo —dije, y me mordí el labio porque, sin darme cuenta, acababa de defenderle.

El abuelo me miró socarrón y me apretó más fuerte contra él.

—A mí me ha gustado que intentara besarme, abuelo —confesé.

—¿Que te ha gustado? —dijo soltándome— ¿Pero no acabas de decirme que…?

Sellé su boca con mis dedos, estampé un beso de nieta amorosa en su barba blanca como el algodón y le dije que fuéramos hacia la tienda porque ya oscurecía. El abuelo se dejó llevar por mí, eso sí, mirando a todos lados por si tenía la oportunidad de ver y oír el órgano hidráulico.

Regresamos a casa de nuestros anfitriones en silencio, mientras el resto de ciudadanos se recogían en sus casas para seguir con las celebraciones. Las lámparas empezaban a iluminar las ventanas y las hogueras a arder en las calles. Mi corazón de adolescente acababa de descubrir que el alma de una mujer es un misterio de sentimientos encontrados que chocan y se pelean entre sí. Aprendí que el sí y el no pueden anidar en ella y convivir de modo amistoso.

Cuando llegamos a casa de Prixias, él me esperaba preocupado bajo la parra de la entrada. Al vernos entrar se levantó, pero no se atrevió a decir nada. El abuelo le vio, me dio un pellizco en la mejilla y se alejó tarareando una cancioncilla con una sonrisa en los labios. Yo pasé junto Prixias, balbucí algo y me temblaron las piernas cuando, aposta, rocé mi mano con la suya. Nunca me había atrevido a hacer algo así y atribuí ese atrevimiento al calor del verano o al vino de las fiestas, aunque quizás debería haberlo atribuido a mi corazón, que se desbocaba cada vez que le veía. No sé si se percató de ese gesto amistoso, pero para mí fue algo más que amistad.

Esa era la última noche del festival y el
aedo
iba a cantar el cumplimiento de la venganza de Odiseo y la muerte de los pretendientes. Yo estaba sentada a los pies de padre y él junto a nuestro anfitrión. Prixias se me acercó dubitativo durante el canto y se sentó a mi lado.

—¿Te importa? —me dijo.

Le sonreí y me aparté un poco para dejarle sitio y entonces oí como respiraba aliviado. Sentí su cuerpo pegado al mío y me entró un calor hasta entonces desconocido, pues tuve la sensación que en mi estómago revoloteaban un millar de mariposas de colores.

Oíamos la escena en la que Odiseo toma venganza de los que han expoliado su casa, aunque yo no oía nada más que los latidos de mi corazón, que me golpeaban las sienes como los martillos del herrero en el yunque.

Entonces se desnudó de sus andrajos el ingenioso Odiseo, saltó al grande umbral con el arco y la aljaba repleta de veloces flechas y, derramándolas delante de sus pies habló de esta guisa a los pretendientes
:

—Ya este certamen fatigoso está acabado, ahora apuntaré a otro blanco adonde jamás tiró varón alguno, y he de ver si lo acierto por concederme Apolo tal gloria.

Di/o, y enderezó la amarga saeta hacia Antínoo. Levantaba éste una bella copa de oro, de doble asa, y teníala ya en las manos para beber el vino, sin que el pensamiento de la muerte embargara su ánimo: ¿quién pensara que entre tantos convidados, un sólo hombre, por valiente que fuera, había de darle tan mala muerte y negro hado?

Pues Odiseo, acertándole en la garganta, hirióle con la flecha y la punta asomó por la tierna cerviz. Desplomóse hacia atrás Antínoo, al recibir la herida, cay ó s ele la copa de las manos, y brotó de sus narices un espeso chorro de humana sangre. Seguidamente empujó la mesa, dándole con el pie, y esparció las viandas por el suelo, donde el pan y la carne asada se mancharon. Al verle caído, los pretendientes levantaron un gran tumulto dentro del palacio dejaron las sillas y, moviéndose por la sala, recorrieron con los ojos las bien labradas paredes; pero no había ni un escudo siquiera, ni una fuerte lanza de que echar mano.

El canto terminó con la venganza de Odiseo, que extermina a todos los pretendientes y le pide a la fiel sirvienta Euriclea que le diga qué mujeres de la casa han sido las traidoras y las traiga para limpiar y llevarse los cadáveres. Doce son ahorcadas, y Melando mutilada hasta que muere, mientras la casa es purificada con azufre.

Sin embargo, los dos últimos cantos de la Odisea casi no interesan a nadie, así que el
aedo
, al ver que la concurrencia estaba casi toda dormida, depositó su lira en el suelo y se calló. El fuego iluminaba los rostros colorados y sobre las ascuas aún crepitaban trozos de carne que los vientres satisfechos no podían ya ingerir. Creo que me dormí sobre el hombro de Prixias, al calor de la hoguera que consumía los olorosos leños del olivo. Nunca había sentido una sensación más agradable que la de aquella noche, en la que descubrí lo que es el amor al quedarme dormida apoyada en un hombro que no se apartó.

El último día de las fiestas tienen lugar las tradicionales competiciones atléticas, las carreras y la ceremonia en la que los portadores de las ramas persiguen alrededor de la pista al de las cintas hasta que lo atrapan. Los espectadores aplaudimos cuando uno de ellos lo consiguió, porque era augurio de otro año de buena cosecha. Yo me sentía flotar entre los espectadores. Oía las voces, pero no las escuchaba. Sólo sentía el sol que me calentaba el alma y la brisa que me acariciaba los brazos desnudos. Llegó el turno de las competiciones de los muchachos y el público se trasladó a la palestra. Yo debía llevar una risa tonta pintada en la cara, porque me sorprendí buscando con los ojos a Prixias, sufriendo por si se hacía daño durante las competiciones de lucha. Cuando terminaron los más jóvenes, vimos cómo Telamonias,
el boxeador
, derrotaba a un púgil igual de fuerte que él, y a mi hermano Polinices correr por la pista junto a otros chicos.

A media tarde nos despedimos de nuestros anfitriones y regresamos a casa. El padre de Prixias se despidió de todos calurosamente. Luego se acercó a padre para advertirle de que los rumores de las revueltas de ilotas eran muy serios. Ambos regresaron a los barracones de su batallón para tratar de estos asuntos. Nosotros nos subimos al carro para tomar el camino de Amidas. El abuelo tomó las riendas y emprendimos la vuelta. Sentí alegría por regresar a casa y a las ocupaciones habituales tras los días de la fiesta, pero también noté cierto vacío en mis entrañas, pues no sabía cuándo volvería a ver de nuevo a Prixias. Rehíce todo el camino a la aldea ensimismada. Ni los ánimos del abuelo ni sus cantos me sacaron de ese estado. Alexias preguntó a madre si me pasaba algo y ella le respondió, sonriente, que había dormido demasiado cerca del fuego y aquello era motivo de frecuente melancolía. El abuelo sonrió, azuzó los caballos para que corrieran al galope mientras mi corazón se empequeñecía al ritmo que lo hacían Eleiria y Prixias mientras nos alejábamos de su casa.

Capítulo 18

492 a.C.

La
kripteia
, de la que se habían oído rumores durante las fiestas, empezó como tantas otras veces una noche, fría como una espada y más negra que la Parca, en la que Zeus hendía los cielos con sus estruendosos truenos y sus luminosos rayos y la lluvia anegaba los campos.

Los jóvenes designados para ello son los que cursan el último año en la
Agogé
. Unos treinta o cuarenta de ellos salieron de sus barracones embozados en sus capas y con las cabezas cubiertas para no ser reconocidos. La cruel misión que tenían encomendada era la de cazar a los esclavos a su juicio más peligrosos. Los ilotas sintieron una vez más cómo la sombra del hacha carnicera pendía sobre sus cabezas. Esa noche de tormenta, las bestias, que todo lo sienten, bramaban en los establos, pues intuían la presencia del matarife entre sus pesebres.

Los ilotas son los esclavos de Esparta, mucho peor tratados que los periecos porque son una población conquistada por nuestros antepasados. Por eso son humillados, golpeados o castigados por sus dueños. Los ilotas siempre han odiado a los espartanos. Ellos suman diez veces más que nosotros y aún así están sometidos. Debido a eso, cuando entre su tribu surge algún cabecilla, las ciudades enemigas de Esparta se alían con él y les facilitan armas. La
kripteia
es tan sólo una manera de purgar las malas hierbas ilotas que crecen de vez en cuando. Tan pronto como los espías comprobaron los rumores de que una fuerza ilota se había fortificado en los montes del norte, se inició la temida caza.

Estas escaramuzas son un acto de cobardía y un aviso a los ilotas para que no hagan nada que pueda parecer motivo de rebelión. Yo recordaba lo que había ocurrido otras veces en Amidas cuando, en mitad de la noche, llegaban los ejecutores y pasaban como fantasmas por las casas: cómo se oían gritos estentóreos, los hombres corrían por las calles y las ventanas eran asaltadas por luces extrañas.

Como otras veces, el abuelo salió de casa antes de que llegaran los guerreros para avisar a Menante, quien hizo circular la voz entre los suyos. Al ser un anciano no era un ilota susceptible de ser perseguido y podía moverse entre las sombras para avisar del peligro casa por casa.

No explicaré aquí el pánico que de niña me provocaba saber que, mientras en casa estábamos al calor del hogar, a pocos estadios se vivían escenas de crueldad e injusticia. Los ilotas desparecían y nadie preguntaba; vivíamos en el reino del miedo, aunque no teníamos que preocuparnos porque Taigeto era todavía un niño. Por suerte, la actitud del abuelo me ayudaba a comprender que las leyes no siempre son justas y que es posible cambiarlas o, al menos, esquivarlas.

Esa noche, tras salir para advertir a sus vecinos, Menante no regresó a su casa. Su hija Neante corrió hasta la nuestra para advertirnos. Llegó jadeante y empapada, al igual que un perro perdido durante la cacería. Madre la calmó a la vez que le preparaba un vaso de leche de cabra caliente mientras padre salía de casa con sus armas. Nuestro capataz ilota había tenido la mala fortuna de toparse con un grupo de enmascarados que se lo llevó cerca del río para interrogarlo. Padre regresó con Menante al cabo de unas horas. Le había salvado del interrogatorio al que le sometían varios soldados, entre los que estaba Nearco, quién amenazó a padre llamándole amigo de los ilotas y le dijo que pondría su actuación en conocimiento de los éforos.

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