Pocos visitantes más se acercaron a nuestra casa de Amidas para interesarse por nosotros. Tan sólo Talos y Telamonias,
el boxeador
, vinieron una tarde a hablar con el abuelo. Se fueron resignados, porque poco podían hacer por padre. Si alguien hubiera intentado ponerse en contacto con él, o nos hubiera enviado algún mensaje, hubiera sido demasiado peligroso.
Llegó el invierno y me acerqué a ver a Taigeto para entregarle el amuleto que me diera padre para él. Mi hermano oyó todo el relato apenado y me pidió que le hablara del padre al que nunca había conocido. Yo lo hice lo mejor que pude: le describí su parecido físico, sus miembros bronceados y bien proporcionados. Le dije que era alto, de anchos hombros y brazos musculosos, de nariz recta y cabello color paja. Le describí lo mejor que pude el hoyuelo que tenía en el mentón y luego añadí las notas principales de su carácter: entregado a la ciudad y pacífico, conciliador y muy generoso. Le conté que a mí me llamaba siempre su gacelilla de ojos de ternera. Antes de partir se colgó el amuleto de padre al cuello y me despidió con unas palabras muy familiares para mí:
—Hasta pronto, gacelilla.
Entonces me abrazó de nuevo y besó mi mejilla. Fue una osadía, porque si alguien veía a un ilota haciendo eso a una muchacha espartana podía acarrearle graves consecuencias, pero se lo agradecí, ya que regresé más consolada y tranquila a Amidas a pesar de que la malvada Pandora se había adueñado de nuestro hogar.
Los cabellos blancos brotaron en la cabeza marchita de madre antes de tiempo. Estaba ojerosa y tenía la mirada ausente. Contaba entonces poco más de cuarenta años, pero los largos silencios me decían que los malos humores habían anidado de nuevo en su cabeza como lo hacen los pájaros de la soledad. Pronto empezó a no comer y a no cumplir su palabra. Pienso que no es prudente que dé más detalles de su conducta esquiva, más fruto de la aflicción y la melancolía que de la edad o del descuido. Quiero omitir aquí los detalles amargos que viví esos meses, pero sí señalaré que las duras leyes de Esparta provocaron que ella dilatara el trato con las personas al ver que sus actos no estaban a la altura de sus palabras, amparándose en excusas y extrañas fórmulas para no ver sus acciones comprometidas. Tenía desidia en el vestir, poco interés para las tareas de la casa e inapetencia en la comida. La apatía la condujo a la pereza, ésta a la inactividad y luego a la letargia. Se mostraba impotente para tomar pequeñas decisiones, ahogada en su melancolía. Algunos días salía de la casa y cantaba por lo bajo con la vista perdida en el horizonte y, al hacerlo, parecía que su frente se relajaba y su corazón reposaba.
Unas semanas después de la condena de padre al ostracismo, llegó a la ciudad la lujosa embajada que había anunciado la carta de Demarato. Estaba formada por un grupo de veinte o treinta jinetes. Eran hombres de tez muy oscura, barbas largas trenzadas y perfumadas. Los hombres y las mujeres de Esparta se quedaron admirados de su sofisticada indumentaria, pues vestían largos mantos dorados, de vivos colores. Los bárbaros, además, adornaban sus cuellos con collares de oro y sus orejas con piedras preciosas. Hasta los arreos de sus caballos estaban decorados con joyas caprichosas. En la cabeza llevaban unos curiosos sombreros de piel en los que bailaban más piedras y collares. Todo ello les daba un aire de prostitutas corintias más que de emisarios de un rey Los soldados que acompañaban al emisario sostenían unos curiosos escudos de mimbre, lanzas cortas y llevaban al cinto espadas curvas.
Los extranjeros exigieron ver al rey de inmediato y fueron acompañados al palacio de Cleómenes, donde expusieron las pretensiones de Darío. El principal, nos explicó Gorgo en la palestra al día siguiente, leyó un papiro con voz pretenciosa y altisonante:
—Por orden de su Majestad, Jerjes, hijo de Darío, gran Rey de Persia y Media, rey de reyes, Rey de las Tierras; señor de Libia, Egipto, Arabia, Babilonia, Caldea, Fenicia y las naciones de Palestina; Soberano Señor de Asirira y Siria, Lidia, Frigia, Armenia, Cilicia, Capadocia, Tracia, Macedonia, Cirene, Rodas, Samos, Quíos y todas las regiones de la Jonia; Gobernador Supremo de India, Partía, Bactria, Caspia, Susiana, Paflagonia y Etiopía; Señor de todos los hombres desde el sol naciente al sol poniente, el más sagrado, reverenciado y exaltado, invencible, incorruptible, bendecido por el dios Ahura Mazda y omnipotente entre los mortales. Al pueblo de Esparta, salud y paz. Nos conminamos al pueblo de Esparta a entregar a nuestros embajadores agua y tierra como símbolo de sometimiento a vuestro futuro soberano.
La carta ofrecía también a Cleómenes ser el único sátrapa de toda la Hélade bajo la única supervisión del rey persa y terminaba con los saludos de rigor. El rey les dejó leer hasta el final, pero entonces se apoderó de él un arrebato de furia. Sin mediar más palabras ordenó a sus hombres que llevaran a los emisarios a un pozo cercano y que los lanzaran a él para que «tomaran el agua y la tierra ellos mismos». Este hecho escandalizó a los espartanos más justos, ya que las leyes de la hospitalidad prohíben este tipo de actuaciones y el rey cometió una grave injuria a los dioses. Eso no debe hacerse nunca a un emisario extranjero, amparado por Hermes, aunque no sostenga la vara blanca del heraldo. Desde ese momento, algunos empezaron a tramar contra Cleómenes, que sumaba a ésta muchas otras tropelías que comprometían el bienestar de la ciudad.
491 a.C.
El exilio de padre también minó la resistencia del abuelo y su sol se ocultó para él como hace Helios a la hora de desuncir los bueyes. Cada vez pasaba más tiempo lejos de casa y de la aldea. La única compañía que toleraba era la de Menante, y esto sólo algunos días. Vagaba por los sembrados y los bosques, musitaba antiguas canciones o imitaba el canto de la alondra. Dejó de cuidar los panales de abejas y parecía que perdía la razón día a día. Cuando le hablaba me respondía con versos sueltos, o me miraba con ojos extraviados. Por la noche se agitaba en sueños y le oía recordar los nombres de sus compañeros de armas, entonar canciones o balbucear palabras incomprensibles. Otros días estaba más sereno y volvía a ser el abuelo de siempre, aunque mucho más triste. Me afané en prepararle los guisos que más le gustaban. Si podía, le preparaba berenjenas rellenas de cabritillo y procuraba que la casa estuviera caliente cuando regresaba de sus largos paseos.
Una tarde oí a Polinices y Alexias, que estaban en el sótano. Discutían acaloradamente y el eco de sus palabras se oía por toda la casa. Madre no pareció darse cuenta y el abuelo estaba en el campo, con Menante. Les oí hablar acerca de las leyes de la ciudad y de la traición a padre. Me pareció que querían tomarse la justicia por su mano o promover una revuelta de ilotas. Entonces me lancé escaleras abajo, aparté los ajos y los sacos que colgaban de las paredes y los miré con terror. Se quedaron aturdidos al verme. Estuvimos un rato en silencio mientras la luz se colaba por los ventanucos que daban al patio y el polvo revoloteaba lo mismo que brillantes polillas. Se podía aspirar el olor a moho y al mosto fermentado.
—¿Aún no ha sufrido madre lo suficiente? —les dije con amargura—. ¿No la veis postrada en cama de continuo? ¿Creéis que no es suficiente para ella y para el abuelo? ¿Es que hay que darles todavía más disgustos? ¡Una revuelta de ilotas! ¡Tramar una venganza! ¿Esto es lo que habéis aprendido del abuelo y de padre?
Alexias intentó abrazarme, pero le retiré violentamente y cayó sobre uno de los toneles. Estaba rabiosa con ellos. Era yo la que debía cuidar del abuelo y de madre con la única ayuda de N eante mientras ellos jugaban a las guerras y a los soldados. Comprobé que cuando un hombre ve a una mujer irritada pierde su seguridad, porque no sabe argumentar sus razonamientos. Sin embargo, Polinices no había perdido su aplomo. Me miró serenamente y me dijo:
—Creo que no has entendido nada, hermana.
—¿Cómo te atreves a…? —le dije—. ¿Qué es lo que no he entendido?
—Pues qué interés tenían Atalante y Nearco en condenar a padre —me respondió—. ¿Por qué, Aretes? ¿Sólo porque era partidario de Demarato? ¿Porque quería un pacto de todas las polis para enfrentarnos a los persas? No sabemos qué ocurrió con esa tablilla ni quién la dejó allí. Tampoco sabemos si el mensaje iba dirigido a padre o no. ¿Qué interés podían tener Atalante y Nearco en que fuera condenado? ¿Por qué están empeñados en que fracase la alianza?
Estas palabras de Polinices me dejaron aturdida y pensé antes de contestar.
—Si lo que sugieres es que Atalante y Nearco se aprovechan de que Esparta no intervenga en el conflicto por sus intereses personales, hay que probarlo ante la asamblea. Buscaremos que se haga justicia, pero no les pagaremos con su misma moneda. Si padre fue traicionado o ese mensaje no era para él, lo averiguaré. Pero vosotros no hagáis nada sospechoso en la
Systia
—les ordené—. Padre no es un traidor ni quiere entregar Esparta a los persas. Si algo puede averiguarse, es desde fuera de la
Systia
y no desde su interior, donde uno no sabe en quién confiar.
Ambos sopesaron lo que les acababa de decir y vieron que era razonable. Así que salimos de la bodega, subimos al patio de las armas y oímos que madre nos llamaba desde su habitación. Desde que había empeorado la habíamos trasladado al piso superior para que le diera más el aire y el sol. Mis hermanos la visitaron porque hacía un par de semanas que no habían estado en casa, pero ella les prestó poca atención. Ya sólo reconocía a las personas que veía a diario, y esto no todos los días.
Una tarde, días después, llegaron unos ilotas con el cuerpo del abuelo Laertes exánime sobre unas parihuelas. Lo habían encontrado desmayado encima de una roca. Parecía mirar los bosques y las llanuras de Esparta desde esa posición elevada, pero su mirada estaba perdida. Su estado no me gustó lo más mínimo. Lo acostamos cómodamente y mandé llamar enseguida al médico Filón, que llegó a caballo antes de que oscureciera. Le observó, le hizo unas pruebas y vio que su cerebro se había dañado.
—Aretes —me dijo—, tu abuelo está aquejado de una grave apoplejía. Lamento decirte que ha iniciado el camino hacia el Hades. Puede vivir unos días o unas semanas. Procurad que beba líquidos y que repose sobre almohadas. Yo no puedo hacer más, está sólo en manos de los dioses.
Durante los siguientes días vimos que el abuelo había perdido la movilidad en el lado izquierdo del cuerpo; su mano se había girado y apenas se movía. Tenía la cara entumecida y apenas comprendía lo que le decíamos. Además parecía que había perdido la visión en los dos ojos. Entonces mandé llamar a Polinices y a Alexias, que estaban en la
Agogé
. Se quedaron conmigo un par de días, pero al ver que no podían ser de mucha utilidad regresaron a sus barracones. Me las apañé con Pelea y Neante para que al abuelo no le faltara nada y entre las tres velamos su sueño agitado.
Una semana más tarde, su estado empeoró y pasé largas horas dándole la mano, enjugando su frente febril y deslizando palabras de aliento en su oído. A veces recuperaba la conciencia, pero caía rápidamente en un sopor extraño. Para endulzarle la mente le hablaba de las estrellas, de los trabajos del campo, de la siega, de lo bien que crecían las cebollas o los puerros, y al oír mi voz se calmaba. Una tarde que estaba sentada al lado de su cama, abrió los dos ojos, recuperó el conocimiento y me miró largamente, sin decir nada, hasta que, de pronto, sonrió y su rostro se iluminó como si me reconociera.
—Aretes, hija mía —susurró.
—Abuelo —respondí ahogando un sollozo.
—¿Harás algo por mí cuando la negra Parca me lleve?
Bajé los ojos y no pude ocultar las tristes gotas de rocío que resbalaron por mis mejillas. Acerqué mi cabeza a sus labios y susurró algo. Yo asentí y le besé en la frente.
—No llores, mi niña —dijo él mientras me acariciaba la mejilla—. En este momento sólo temo no haber sido para vosotros un buen abuelo.
—Has sido el mejor —dije rota por dentro mientras acariciaba su cabello de nieve.
Él dibujó una sonrisa dolorosa y respondió:
—Saben los dioses que un hombre siempre necesita a su lado a una mujer y más si le espera Caronte en la barca que ha de llevarle al Hades. Cuando su alma se despide del cuerpo necesita la mano cálida de una mujer, y en tus ojos, Aretes, veo los de tu abuela Eurímaca. Creía que tendría que morir solo, pero los dioses se han apiadado de mí. Dichoso el hombre que cuenta con una mano amiga para dar ese paso. A vosotras no os hace falta, por eso vivís más largamente que los hombres. Sois más fuertes hasta para eso.
Entonces, el abuelo, que había sembrado mi corazón de sabiduría durante tantos años, me hizo un último regalo con sus palabras.
—La mujer no debe ser débil, ni estar sometida, ni sentirse inferior. Recuérdalo, Aretes. Cualquiera que sea el precio, la mujer debe pagarlo cuando está más viva y despierta, porque sus ojos ven, su boca habla y sus oídos oyen. No se nace mujer, sino que se llega a serlo. Las mujeres vivís para dar, pero guárdate del que no te dé algo a cambio. Lloro de felicidad, mi querida niña. Me has hecho muy feliz, no sabes cuánto.
Esa fue la última vez que habló. Luego ladeó la cabeza y su respiración se acompasó. Por la tarde llegó su fiel Menante, que había estado cumpliendo unos encargos en la Limnai. Aún pudo cogerle de la mano antes de que expirara. Días después me dijo que había sentido cómo el abuelo se la apretaba, como si de ese modo le agradeciera tantos años de servicio y amistad.
Sus funerales fueron sencillos y tuvieron lugar al día siguiente. Fue una mañana fría, teñida del color de la ceniza cuando el fuego se ha extinguido. Desde el alba la tierra fue regada por una fina capa de lluvia que empapó las capas y los sombreros. Me gustó que el cielo homenajeara y bendijera nuestra amada tierra en nombre del abuelo, porque ese agua haría brotar la vida en los campos.
La muerte violenta de un hombre exige que su cuerpo sea incinerado de inmediato, como el de Patroclo en la Ilíada. Aunque el abuelo murió en circunstancias normales, aún así recibió los funerales dignos de un guerrero de la antigüedad. Vestimos su cuerpo con una túnica bordada y ceñimos su cabeza con una corona de flores azules. A su alrededor colocamos las ánforas de vino y aceite que trajeron los vecinos, los amigos y los ilotas. Menante colocó a sus pies una ofrenda de miel de los panales del Taigeto para apaciguar a Cerbero, el perro guardián del Hades. A sus pies colocamos la madera para la pira y luego empezó la procesión.