Parecía que, entre la niebla, los fantasmas de los antepasados vagaran por la llanura y emitieran sonidos inconexos, iguales que los cantos de un búho. Les ofrecimos libaciones de sangre para que la bebieran con la esperanza de darles un renacer temporal y yo me encargué de que debajo de la lengua del abuelo no faltara un óbolo para el barquero.
De repente, vimos a un numeroso grupo de ilotas que bajaba por la colina. Llegaron frente a nuestro grupo y la voz clara y bellísima de Taigeto se elevó entre el ruido de la multitud y ascendió, acompañada de las flautas, hacia el cielo tenebroso. Empezó a cantar el
pean
, este canto de respeto y tributo a los difuntos que se canta frente a la pira:
Zeus salvador, perdónanos
Los que marchamos a tu fuego.
Danos valor para permanecer
Escudo contra escudo con nuestros hermanos.
Bajo tu poderosa protección
Avanzamos.
Señor del trueno.
Esperanza y protección nuestras.
Durante la procesión, los hombres iban delante, encabezados por Polinices y Alexias, los varones de mi familia. Las mujeres íbamos detrás. Eleiria, Nausica y Lisarca me acompañaron en esa hora funesta y madre, muy debilitada y ausente, fue del brazo de Neante. También Prixias se acercó a confortarme durante la ceremonia y me acompañó del brazo.
Ocho ilotas robustos alzaron el lecho en el que descansaba el abuelo y lo pusieron sobre la pira. A su lado colocaron las víctimas del sacrificio: un gallo, un cordero negro y su perro favorito, que le acompañaría en el viaje. Miré con atención y vi que Taigeto seguía cantando entre el grupo de los ilotas mientras las lágrimas resbalaban por sus bellas mejillas. Debía la vida al anciano que yacía en la pira funeraria. No podía reunirse con nosotros, pero compartíamos el dolor en la distancia.
Así son los funerales de algunos grandes hombres, sin los honores de las clases más pudientes, pero rodeados de los suyos, porque allí se juntaron las docenas de anónimos ilotas salvados por el abuelo cuando había corrido para prevenirles de que se iniciaba la temida
Kripteia
. Mientras encendían la pira y el abuelo desaparecía de mi vida como los héroes del canto de Homero, Polinices pronunció las palabras de despedida y yo murmuré los versos que de niña el abuelo me había recitado mientras me mecía en sus rodillas:
Duermen de los montes, cumbres y valles,
Picachos y barrancas,
Cuántas razas de bestias la oscura tierra cría.
Las fieras montaraces y el enjambre de abejas,
los monstruos en el fondo del agitado mar.
las bandadas de aves de largas alas duermen.
La tarde después de su funeral cumplí la promesa que había hecho al abuelo. Cargué en un carro su lanza y su viejo escudo y marché al norte para entregar las armas a su nieto ilota. Regresé cuando el sol doraba las faldas del escarpado y hosco Taigeto, serena y con la satisfacción de haber cumplido su último encargo. Sin embargo, también me sentía triste y desesperanzada, porque la ciudad y sus gobernantes, en nombre de no se sabe qué objetivos políticos, me arrebataban lo que más quería.
Empecé entonces a cuidarme de las tareas que había aprendido del abuelo: supervisaba el trabajo de los ilotas, indicaba qué partes del huerto debían cosecharse o qué cantidad de abono se destinaba a cada sembrado. Empecé a contar los sacos de cebada y ordené limpiar las tinajas que habíamos usado para la prensa del vino o del aceite. Para las tareas que desconocía recababa el consejo de Menante. El siguió cuidando de los panales de abejas del abuelo en solitario y nos traía su fruto cuando había miel suficiente para llenar algunos tarros.
Unas semanas después de los funerales por el abuelo, llegó una carta misteriosa, sin procedencia y sin firma. El portador de la tablilla de arcilla la dejó a la puerta de casa una madrugada, sin ser visto. La leímos en familia una noche en que nos juntamos todos a la luz del fuego. Era un texto muy breve que hacía una semblanza del abuelo y decía así:
Dad gracias a los dioses y ofrecedles libaciones, porque os tocó en suerte al mejor espartano
:
Laertes, hijo de Escamandrias, soldado vigoroso, hombre juicioso, justo y parco de palabras. Llegó a la vejez común destino para todos, con el gozo de los campos bien labrados, rodeado de hijos y nietos bien avenidos y amado por sus ilotas. Obedeció la ley y tuvo largos años de paz No es prudente desear la venganza ni poner sal en unas heridas aún abiertas, pero el tiempo llegará en que haya de cumplirse la voluntad de Zeus todopoderoso.
Nunca supimos si la tablilla fue escrita por padre o en su nombre. De ser así, fue la única noticia que tuvimos de él en muchos años. Pensaba en él y en el abuelo con frecuencia y me alegré de haber crecido bajo la sombra de esos dos hombres maravillosos. Sus cálidos recuerdos me abrigaban y me reconfortaban por la noche, pues el invierno debe ser muy frío para los que no los tienen.
Durante las siguientes semanas me sentí muy sola, a pesar de que mis tres hermanos prodigaron sus visitas y a que en ocasiones procuraron llevarme a la ciudad para distraerme junto a Prixias y a Eleiria. Fue una de esas tardes cuando supe que mi hermano Polinices había pedido en matrimonio a mi amiga Eleiria, mi antigua compañera de
Agogé
, y eso me alegró. Aun así, me costó muchos meses recuperarme de la pérdida del abuelo. Nadie me daba consejos en el momento de mi vida que más los necesitaba. Me quedé huérfana por partida doble. Nadie cantaba en Amidas, y el mismo Menante estaba más apático y amargado que una uva pasa.
Pasó el invierno y llegó la primavera. Entonces cumplí los diecisiete años y otro infortunio vino a sumarse a los anteriores. Madre murió de tristeza una soleada tarde cuando los primeros brotes de jacintos despuntaban de las ramas. Desde el último otoño prácticamente no había salido de su habitación, sino que había estado postrada en cama. Creo que la melancolía en que vivió los últimos meses fue la que se la llevó.
Su entierro fue algo muy íntimo. Depositamos sus restos junto a los del abuelo, bajo el alcornoque en el que solía sentarme junto a él para hablar con las estrellas o descubrir las formas en las nubes. Dispuse que lo hicieran en ese lugar tan familiar, donde brota el mar de trigo que se extiende hasta la falda del monte y que en verano, antes de la siega, brilla como el oro. Éramos la familia de un exiliado, por tanto la ceremonia fue breve y poco concurrida. Sólo Prixias y Talos asistieron al funeral. Encima de su tumba planté unos jacintos, que todavía riego algunas tardes. Encima de su lápida escribimos unos versos de Alcmán que al abuelo le gustaba recitar. En la piedra salpicada de musgo bajo la que reposa madre aún puede leerse:
Insufribles quebrantos
fueron de aquellos que tramaron males.
Los dioses cobran su venganza
y dichoso el que, libre de cuidados,
ha terminado de trenzar el día
sin una lágrima.
Muchas veces, a lo largo de los años he pensado en cómo me sentí en esos momentos. Es difícil describir esos sentimientos en los que se entremezclan la rabia, el dolor, la amargura y las lágrimas. No sé si todos estos infortunios me hicieron más fuerte o me recubrieron de una sólida armadura para protegerme. Dicen que las mujeres somos fuertes porque sabemos llorar y esas lágrimas de dolor, que a menudo brotan de nuestros ojos y riegan la tierra, nos fortalecen. Pues bien, no me importa confesar que durante esos meses lloré y me fortalecí mucho.
490 a.C.
Después de escribir los recuerdos sobre la muerte del abuelo Laertes y de madre he dejado reposar el manuscrito más de una semana encima de la mesa. No me sentía con fuerzas de seguir con el relato y hasta pensé en quemar los papiros que había escrito. Pero esta mañana, al desayunar, mi nieta Ctímene me ha preguntado por mis jacintos. Son famosos en la región desde que el abuelo Laertes empezó a cuidarlos, luego le pasó el encargo a madre y ella a mí. Durante generaciones, alguien de la familia siempre se ha encargado de que en nuestro jardín abunden las flores. Por eso le he contado los secretos a mi nieta, para que se haga cargo de ellos algún día. Cuidar flores es como cuidar niños o atender a los ancianos: cada una necesita algo en un momento distinto, no se les puede tratar por igual. Las flores son como nosotras, las mujeres, porque tras una tormenta se desfloran pero no mueren, sino que resurgen con más fuerza que el ave fénix.
—El jacinto —le he explicado a Ctímene mientras comíamos las tortas con miel mecidas por el sol que se reflejaba en el mantel— es la flor de la constancia, del cariño y del gozo del corazón. Nacen en primavera, en forma de racimos que surgen en medio de las hojas, cada uno con pequeñas inflorescencias, todas del mismo color. Yo siempre preparo en verano la mezcla de bulbos más gruesos que plantaré en otoño.
Al terminar nuestro desayuno, bajo la parra de la entrada, le he dicho:
—Ven, acompáñame.
Me ha ayudado a levantarme de la silla y hemos bajado hasta la bodega donde guardo los bulbitos encima de unos sacos vacíos. Cada vez me resulta más costoso bajar las escaleras de nuestro sótano porque mis articulaciones crujen y se quejan en cada escalón.
Si no fuera por el pasamanos que fabricó mi hijo hace unos veranos, hubiera desistido ya de intentarlo. Al llegar abajo le he mostrado perfectamente ordenados los distintos grupitos de bulbos señalados con una letra encima del saco.
—¿Ves? Los de color más claro corresponden a flores blancas y amarillas; los de color oscuro, al resto de colores. Como a mí me gustan las grandes floraciones renuevo los bulbos cada año, en vez de utilizar los mismos en cada estación. Para eso hay que dejar que el jacinto florezca cada dos años, aunque siempre requieren abono, porque las flores agotan mucho la tierra. Lo que yo hago, como me enseñó el abuelo, es diluir una porción de sal en el agua, evito mojar el bulbo y lo dejo en oscuridad para que las raíces se desarrollen.
Ctímene ha asentido a las explicaciones y me ha preguntado cómo lograba que crecieran cada año tan hermosos. Le he explicado que los bulbos deben plantarse a un palmo bajo tierra y en un terreno drenado y fértil, donde les dé bien el sol.
—Tengo mucho cuidado con los cambios de temperatura o las irregularidades en el riego, porque pueden provocar la caída de las flores —le he dicho—. Cuando éstas se abren, emerge del centro un racimo de flores, y su máximo esplendor, envidia de Amidas, se da cuando la nieve del Taigeto empieza a deshacerse y el Eurotas baja más lleno de agua. Las flores se conservan dos semanas, a lo sumo tres, pero con el calor se marchitan. Por suerte, el clima de nuestra aldea favorece que luzcan en nuestro jardín casi un mes. Para reproducir los jacintos se puede cortar su base, justo de la parte donde salen las raíces.
»Menante —le expliqué a mi nieta— me enseñó otra técnica que consiste en hacer en la base del bulbo dos cortes en cruz poco profundos, dejándolos luego en un sitio seco hasta que se abran los cortes.
Ella me miró con sus ojos azules y me preguntó:
—Abuela, ¿supiste algo más de tu padre?
La última imagen que conservo de él cruzó mi mente como un rayo lanzado por Zeus desde el Olimpo. Sentí una herida en las entrañas, pero dejé lo que estaba haciendo y me limpié las manos en el trapo que usaba para proteger los bulbos. Ctímene se quedó sorprendida de que no le respondiera. Le pedí que me ayudara a subir de nuevo al jardín. Mientras esperaba a que yo recuperara la respiración sentada en el banco, empezó a hacer agujeros para plantar los jacintos. Aspiré un poco de aire fresco y le conté a mi nieta lo que hacía muchos años había averiguado Taigeto.
—Veras, Ctímene —le respondí—. Llegó un momento en que el futuro rey Leónidas, cansado de los excesos e imprudencias de su hermanastro Cleómenes, envió una comisión de ancianos honorables y honrados a Delfos para averiguar si se había falsificado el documento que había condenado al destierro a Demarato. Como te he dicho, Leónidas siempre había sido partidario de la unión de los estados griegos para hacer frente al invasor. De algún modo, diríamos, estaba conforme con la política del antiguo rey, al igual que lo habían estado mi padre y mi abuelo. Esta nueva embajada espartana se entrevistó con el mismo sumo sacerdote de Delfos, quien tomó cartas en el asunto y dijo que ellos no habían dicho tal cosa acerca de la legitimidad de Demarato. La trama quedó al descubierto y Cleómenes fue depuesto. Sin embargo, Demarato ya no podía regresar a la ciudad, pues según algunos formaba parte de la corte persa. Lo cierto es que sólo algunos escogidos conocían el papel que el rey exiliado representaba en esa obra. Para todos, el antiguo rey se había convertido en un sátrapa de alguna provincia persa, aunque, de hecho, estaba allí para informar de los planes de los persas. Leónidas prefirió que creyeran la opinión común: que era un traidor a su patria.
Cuando el complot contra Demarato quedó al descubierto, Cleómenes se vio obligado a huir de Esparta, aunque fue autorizado a regresar en cuanto se supo que estaba reclutando un ejército y trataba de sublevar a los ilotas. En cualquier caso, para entonces estaba ya desquiciado por completo y el consejo mandó apresarle de nuevo para enviarlo a prisión. Su final fue terrible pues, una vez en prisión, un día empezó a cortarse en pedazos con un cuchillo para escapar a través de la pequeña ventana. Murió como resultado de las heridas que se infringió. No recibió el funeral propio de los reyes; no se enviaron mensajeros a caballo por toda Laconia, ni las mujeres tocaron el tambor, ni un miembro de cada familia se vistió de luto y se rasgó la cara y el cabello. Fue enterrado casi en el anonimato, cerca del templo de Ortia.
—¿Todo esto a qué viene, abuela? —me interrumpió Ctímene mientras seguía practicando más agujeros en la tierra para plantar más jacintos.
—Verás —le dije—, las relaciones entre la Hélade y el vecino persa estaban viciadas desde hacía años, sobre todo entre Atenas y el monarca Darío
el grande
, quien protegía a Hipias, el antiguo tirano de esa ciudad. Por eso, Atenas y Eretria secundaron la revuelta de algunas ciudades de la fonia contra los persas y enviaron veinte naves para apoyar a las colonias griegas que se habían rebelado. Sin embargo, su ayuda no sirvió de mucho, ya que la revuelta fue aplastada. Esto alarmó a Darío, que deseaba castigar a las dos ciudades, y envió un ejército a la Hélade bajo el mando de su yerno Mardonio. Este general empezó con la conquista de Macedonia y obligó a su rey, Alejandro, a abandonar su reino. En su camino al sur, la flota persa fue arruinada en una tormenta en el cabo Athos, donde perdieron más de trescientos barcos y miles de hombres. Sin embargo, algunas polis creyeron que una victoria persa era inevitable y desearon asegurar una posición en el nuevo régimen político que seguiría a la conquista persa de Atenas.