—He venido en busca de consejo —le respondí—. Algunos dicen que tienes el poder de interpretar los sueños.
—No tengo nada que decirte —me respondió muy seca.
Vi que tenía un carácter huraño, propio de las personas que viven aisladas y que gobiernan sobre sí mismas sin dar cuenta a nadie de sus actos. Siguió hacia su gruta recogiendo ramas del suelo, pero se detuvo y se volvió hacia mí señalándome con un dedo retorcido.
—Pero dime, muchacha —me espetó—. Hace muchas lunas que no veo al viejo Laertes, quien con frecuencia se atrevía a irrumpir en mis silencios con sus preguntas inoportunas, aunque también he de agradecerle que siempre dejara a la entrada de mi cueva un tarro de esa miel que cultiva allí abajo, junto al camino.
—Mi abuelo murió hace unos meses —dije sin dejar de observarla.
Al oírme, algo se turbó en su interior y la leña que portaba cayó al suelo. Hizo la señal contra el mal de ojo y, sin mirarme, se dio media vuelta para meterse en el interior de la gruta. De repente, como si el mismo Helios hubiera salido corriendo del bosque espantado por la mujer, empezó a oscurecer. Las sombras se alargaron y lo que hasta entonces había sido un tranquilo bosquecillo en mitad del monte empezó a poblarse de formas y voces extrañas. Había sido una idea estúpida recorrer tanto camino para preguntarle a esa loca mujer. Pensé que más me valía regresar a Amidas antes de que oscureciera por completo. No había terminado de darme la vuelta cuando me llamó desde el interior de la cueva:
—¡No te quedes ahí quieta, ayúdame a preparar el fuego!
Entré en la gruta y la vi agazapada encima de unas brasas que acababa de prender. Sobre ellas se calentaba una especie de olla llena de caldo. Me miró tímidamente y noté cierta inseguridad en sus movimientos. Se notaba que había llorado. Luego me señaló un saliente de piedra en la pared y me senté en él. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, vi que la mujer tenía por todo mobiliario un camastro cubierto de pieles además de unos pocos utensilios de cocina. Aquí y allá colgaban boca abajo pieles de conejo y aves de forma siniestra que habría cazado ella misma y puesto a secar. Me hizo señas de que guardara silencio y me señaló un rincón donde había algo parecido a una cuna.
—Shhh… No hagas ruido o le despertarás —me susurró.
Unos dedos de hielo recorrieron mi espalda al pensar qué podía acunar la mujer en aquella camita. Luego se rio por lo bajo y murmuró unas palabras incomprensibles. Estuvo un rato callada mientras echaba raíces y hierbas en la olla de arcilla. Luego pareció despertar y empezó a removerlas. Olía a rancio y me envolvió una sensación extraña, no sé si por las circunstancias o por los olores que emanaban de lo que cocinaba, si es que podía llamarse guisar a lo que hacía la mujer. Me creí transportada a un mundo de locura y desesperación, porque la mujer parloteaba a solas y lanzaba las manos al aire como si hablara con algún espíritu. Era algo irreal, un sueño extraño del que desperté de improviso.
—¿Quién eres? —quise saber.
Luego, como si recuperara su personalidad humana, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Alguien… —me dijo con voz entrecortada—. Ella, soy ella. Niña mía, no me lo tengas en cuenta. Yo no quise, fue el dios quien me llamó. Todo por mi niño, pobrecito. Aún duerme, ¿verdad? Pero, dime, ¿por qué? ¿Por qué no salvó a mi niño de esas horrorosas y bárbaras leyes? Malos, hombres viejos y malos. Demonios, eso es lo que son…
Ahogué un grito, me quedé en silencio y sentí de inmediato una compasión infinita por la pobre mujer. Entonces comprendí que era una de las madres malditas de Esparta a quienes los ancianos de la
Les/é
condenaban a vagar como muertas en vida al desechar como inservibles a sus recién nacidos. Debía ser una de tantas a las que la Ley había arrebatado a su hijo de tierna edad. Mi asombro aumentó cuando se repuso lo suficiente como para decirme:
—Conocí bien a tu abuela, la guapa Eurímaca, y puedo asegurar que eres sangre de su sangre, porque ese cabello del color del cobre, esos ojos marinos y esa figura de danzarina sólo pueden ser de su nieta. Ya sabes que muchos dicen que de mi boca salen los más funestos presagios o las más dulces bendiciones. Ahora quiero saber… ¿Qué te ha traído hasta aquí? ¿Qué quieres saber? —dijo mientras removía el caldo que tenía en el fuego.
Le conté los sucesos que nos habían golpeado duramente los últimos meses y los sueños en los que mi padre aparecía entre la niebla con la tablilla en la mano. Ella me escuchó con atención mientras paseaba su lengua por los labios resecos. La observé tan atentamente que incluso su mirada me resultó familiar. Sin embargo, su aspecto era tan deplorable que era imposible reconocer en ella a nadie a quien yo pudiera conocer. Cuando terminé mi relato con el exilio de mi padre, hirió el techo de la gruta con un grito muy agudo y se dejó hacer al suelo. Luego se incorporó lentamente e hizo otra vez la señal contra el mal de ojo, como si hubiera invocado a las mismísimas Keres. Después, y de modo completamente inesperado, sacó de su zurrón unas hojas de laurel, las engulló y las masticó como hace la pitonisa de Delfos al ser consultada. Emitió unos gimoteos extraños, sus ojos se pusieron blancos y abrió la boca, de la que cayeron trozos de hojas masticados.
—Esa tablilla no… —dijo con una voz que no parecía la suya—. No iba dirigida a tu padre, o si la leyeron, lo hicieron mal. ¿La leyeron toda?
—¿Qué quieres decir? —le dije.
Ella se rio de un modo enfermizo y se revolcó en el suelo. No sabía si su risotada respondía a la locura o a la malicia, pero me espanté. En ese momento decidí acercarme a la rimila, que parecía estar vacía. Retiré las ropitas viejas y polvorientas y me volví horrorizada. Al hacerlo había dejado al descubierto el esqueleto de un recién nacido adornado con flores frescas. Vi cómo ella se levantaba desesperada y gimoteando, acercándose hacia mí con los brazos extendidos.
—¡No le toques! —gritó rabiosa—. ¡Es mío y sólo mío! ¡Ni de Laertes ni de nadie!
—¿Laertes? ¿Qué dices? ¿Qué tiene que ver mi abuelo con esta cosa tan macabra?
—¡Vete! ¡Vete! Fuera de aquí. No quiero verte. ¡Vete!
Salí corriendo de la gruta y, aunque era noche cerrada, empecé a correr hacia mi aldea convencida de que la mujer había enloquecido cuando le arrebataron a su hijo. Esa era la causa por la que había escapado al monte. Seguramente había encontrado a su bebé muerto en uno de los barrancos del Taigeto y decidió que no regresaría nunca más a su aldea. Los restos de la pobre criatura debían llevar más de cuarenta años en la cunita, pero en su mente el niño seguía vivo. Me estremecí al pensar que lo mismo podía haberle su cedido a mi madre y a Taigeto. Entonces corrí más aprisa, más que si me persiguiera el mismo Cerbero.
—¡Guárdate de la serpiente y de sus crías! —gritó a mis espaldas cuando yo huía de la gruta— ¡Guárdate, niña mía, nieta de Laertes!
Seguí corriendo hasta llegar al claro del bosque iluminado por la luna y tomé la vereda que bajaba hasta el camino de Amidas mientras las ramas me golpeaban por todas partes y me herían en los brazos y en las piernas.
—Pintonees, debiste llegar aterrorizada a casa, ¿no, abuela? —me preguntó Ctímene, que se levantó de mi lado para seguir plantando los jacintos en el jardín.
—Así es —le dije regresando del terrible recuerdo—. Pero aterrorizada no por lo que ella me había dicho, sino por la sospecha que tuve en ese momento.
—No te entiendo, abuela. ¿Qué quieres decir?
—Mi querida, niña. Siempre he sospechado que esa noche hice uno de los descubrimientos más desgarradores ele mi vida.
Ctímene me miro sin comprender y me vi obligada a explicarle lo que mi corazón había barruntado una vez llegué a mi casa, me calmé y sospesé lo que había ocurrido con la Pitonisa en el bosque. Nunca he podido comprobar la veracidad de mis sospechas, ni tuve a nadie a quien preguntarle. Tampoco he querido saberlo con certeza, porque hubiera sido una verdad demasiado cruel. Lo que mi intuición me decía era que la pitonisa no era otra que mi abuela, Eurímaca
la del dulce talle
. ¿No podía ser que no hubiera muerto tras el parto de mi padre, como me habían contado? ¿Podía haberle ocurrido a ella lo mismo que a mi madre, que también hubiera parido gemelos? ¿O que después de parir a padre, ella y el abuelo Laertes tuvieran otro hijo que había sido rechazado por la
Lesjé
? Bien hubiera podido ser una de las víctimas de las crueles leyes de la ciudad, de las que huyen al monte para no regresar jamás. ¿Por qué el abuelo nunca quiso hablarme de mi abuela Eurímaca? Me pareció que la mujer sabía demasiado del abuelo. El modo como reaccionó cuando le dije que había muerto y que mi padre había sido exiliado de la ciudad alimentaron en mí esas sospechas.
Me imaginé al abuelo tratando de consolar a su esposa enloquecida y refugiada en el monte para cuidar el cadáver del hijo que la ciudad le había arrebatado. Entendí por qué él pasaba tantas horas en los bosques del Taigeto o por qué dejaba tarros de miel a la entrada de su gruta.
Creo que lo que hizo por Taigeto años después fue no sólo para salvarle, sino porque había comprendido que, de no hacerlo, las consecuencias serían igual de funestas para su hijo Eurímaco como las que él sufría en su propia carne. Creo que quiso redimir, de algún modo, el horrible fin de su amada esposa, que enloqueció una noche de invierno cuando le arrebataron a su hijo recién nacido. De ser todo ello cierto, como digo, el esqueleto del bebé que la mujer tenía en la cunita adornado con flores era el del hermano de mi padre, mi tío.
Mi nieta se quedó muda de asombro y me cogió de las manos, que estaban frías como dos guijarros sacados del río. La mire con ojos bondadosos y le acaricié las mejillas tostadas.
—Sin embargo —sonreí para tranquilizarla—, puedo estar por completo equivocada. No me hagas mucho caso —le dije con un aspaviento de la mano para restarle importancia—, quizás no sean más que ideas de una vieja que chochea.
No le dije, para no inquietarla, que durante las semanas siguientes la tumba de mi abuelo amaneció llena de flores silvestres que alguien había dejado por la noche.
—Lo que no entiendo, abuela, es lo que te dijo la mujer de la tablilla de tu padre.
—Yo tampoco lo comprendí entonces, pero sí más tarde.
—¿Te dijo ella algo más del espartano desconocido?
—Ahora llega esa parte, no te impacientes y sigue con los agujeros. Los bulbos deben plantarse un palmo bajo tierra.
—Sí, abuela.
—La mujer no me dijo nada más de mi padre. Pero esta mañana has leído lo que escribí ayer acerca del trágico fin de Cleómenes, ¿verdad?
Ella asintió.
—Pues bien, como Leónidas era el único hijo vivo del rey Anaxandridas, subió al trono como nuevo monarca aquella misma primavera. Se casó con mi compañera Gorgo, hija de su hermanastro Cleómenes. Con esta boda daba más legitimidad a su entronización, aunque en verdad estaba enamorado de ella. Su reinado no fue pacífico, pues enseguida empezaron las revueltas de los ilotas en Mesenia y se convocó la
Kripteia
varias veces para que no se extendieran a nuestro valle. Cuando se invocó, el tío Taigeto era ya un muchacho robusto. Entonces hice lo que hubiera hecho mi abuelo Laertes: le pedí a Alexias que corriera al norte para prevenir a su hermano de la amenaza mientras yo advertía a los hombres más jóvenes de nuestra aldea para que huyeran una temporada a los bosques, hasta que hubiera pasado el peligro.
—¿Y qué hizo el tío Taigeto, abuela?
—En esa época él tenía dieciocho años, pero ya era un muchacho fuerte y alto. No tanto como su hermano Alexias, aunque descollaba entre los ilotas por su cabello dorado y por su porte digno, por lo que los miembros de la
Kripteia
podían ver en él una amenaza.
»Tu tío abuelo Alexias corrió como un rayo hacia la aldea de su gemelo para avisarle antes de que llegaran los hombres de la hermandad secreta. Sin embargo, cuando llegó se encontró que la
Kripteia
ya había realizado la carnicería entre los ilotas. Los que le vieron huyeron de él con rabia y desesperación. Alexias estaba lucra de sí, sus ojos vomitaban un fuego más ardiente que el de la fragua del contrahecho Vulcano. Atravesó las calles gritando el nombre de su hermano hasta que se encontró a Antea, una de las hermanastras de Taigeto, quien, con los ojos arrasados en lágrimas, le señaló hacia al bosque. Tu tío Alexias salió de la aldea como una exhalación. Trepó las cimas y bajó las barrancas. Hubiera derribado árboles si se hubieran interpuesto en su camino hasta que, a lo lejos, oyó unas voces. Se acercó con sigilo hasta un claro del bosque de encinas centenarias, donde vio a dos espartanos con la cabeza cubierta por el casco que pegaban al tío Taigeto. Estaba atado de manos y le habían echado al suelo. Se distraían clavándole su daga sólo para alargar la diversión. No sé lo que debió sentir en ese momento mi hermano Alexias, pero creo que podría imaginarlo.
—¿Era muy fuerte el tío Alexias, abuela? —me interrumpió Ctímene.
—¡Hija mía! —exclamé mientras su imagen regresaba a mi mente y ella abría los ojos como platos—. Si los grandes ceramistas de Atenas, como ese tal Eufronios, hubieran buscado el modelo del perfecto guerrero para pintar sus vasos o esculpir sus estatuas, ése hubiera sido tu tío Alexias. Era rápido como una gacela y más fuerte que un buey, sus brazos parecían las ramas de un olivo que aguanta las embestidas de Boreas sin moverse y su osadía era comparable a la de un león. Por eso, cuando oyó que los dos soldados espartanos interrogaban a Taigeto acerca de la familiaridad con que trataba a nuestra familia, y que éste se negaba a responder a pesar de los golpes y las heridas que le infligían, la bilis negra corrió por sus venas y la locura se apoderó de su mente. El animal que todo hombre lleva dentro despertó, y así, mientras el primero de los dos soldados, Euxímenes, hermano de mi compañera Danae, la del pie cojo, el mismo que se había ensañado con Polinices en la prueba del roble, desenvainaba su espada para matar a Taigeto, un ejército de furias infernales cayó sobre los dos desdichados.
»El tío Taigeto yacía en el suelo exánime, pero debió ver a su propia imagen destrozar a los dos desdichados que le habían puesto las manos encima. Eran dos guerreros fuertes y valientes, aunque no pudieron hacer nada contra la bestia indomable que surgió de las sombras para romper el cuello a Euxímenes. Luego le arrebato la espada y la clavó en el otro desdichado. No supieron si les había atacado un oso o un ejército de argivos, porque todo sucedió demasiado rápido.