Era cierto. Los ilotas estaban a mitad de la siega y en pocos días ésta terminaría y se iniciarían las esperadas fiestas de la cosecha. Sin embargo, no se auguraban muy felices, pues la ciudad estaba divida en dos. Por una parte, se encontraban los que creían que había que enviar al ejército para detener a los invasores orientales; por otra, los que mantenían que el ejército no podía salir de la ciudad en plenas Carneas. En la ciudad planeaba la sospecha de que algunos habían recibido oro persa para no participar en la defensa de la Hélade, y muchos otros dudaban acerca de qué posición tomar, algunos por miedo y otros por ignorar el alcance de las fuerzas del persa. Se hablaba de tan gran número de naves que no era posible contarlas y de más hombres que las arenas de la playa. Nadie sabía entonces que formaban un ejército tan nutrido que a ningún griego le cabía en la cabeza. Además, pocos creían que las habladurías de los marinos pudieran ser ciertas.
Después de presenciar los ejercicios en Otoña, yo había pasado la tarde de ese día en el río en compañía de mis cuñadas Eliria y Paraleia y nuestros respectivos hijos. Habíamos hecho navegar barquitos construidos con trozos de madera unidos a hojas de viejos olmos. Habíamos bailado al sol para secarnos y comido junto a la cañada pequeña del Eurotas. Luego habíamos dormido un rato bajo un olivo de ramas plateadas.
Llegamos, a casa entrada la tarde, cuando las sombras de los cipreses se alargaban, tras un agradable paseo por los campos que rezumaban vida. En la puerta nos encontramos con Prixias, Polinices y Alexias con el semblante muy grave. Eurímaco se lanzó corriendo a los brazos de su padre, pero yo me quedé helada. Cuando les vi frente a la puerta de casa sabía que algo malo había ocurrido o iba a suceder. Las tres nos sentamos en un banco del patio y ellos se acercaron a nosotras.
Allí supe que esa misma mañana, y pese a los esfuerzos de los aliados para convencer a los éforos, éstos se habían negado a dar permiso al ejército para que partiera al norte. A pesar de ello, Leónidas había decidido marchar al frente de su guardia de trescientos hombres. El cumpliría su parte del pacto con los atenienses. Con sólo trescientos hombres pretendía detener a los persas que habían ya desembarcado en el norte. Mis hermanos y mi marido formaban parte de la guardia personal del rey. En ese momento supe que mis días de felicidad habían terminado, ya que no regresarían ni con su escudo ni encima de él.
—Pero esto es absurdo —les dije—. Ya habéis oído lo que han dicho los mercaderes. Este ejército no puede ser contenido y menos por un reducido grupo de espartanos. ¡Vais a meteros en la boca del lobo!
—Haremos lo que debamos hacer y estaremos donde debamos estar, hermana —contestó Polinices por los tres—. Todo hombre ha de morir algún día y es más agradable a los dioses y a los ojos de sus antepasados que lo haga con honor y sirviendo a su patria.
—Y mejor si lo hace llevándose al Hades a unas docenas de persas —dijo Alexias sonriendo con picardía.
Esa noche, la anterior al día de su marcha, apenas dormí. Pasé mucho rato junto a la ventana, oyendo las cigarras y respirando el aire caliente que llegaba desde los campos, lleno del olor del trigo o del mijo recién segado. Interrogué a mi estrella sobre el porqué de todo ello, pero no me respondió. Me dio la impresión de que las paredes de la casa gemían entre cuchicheos y sollozos. Prixias intentaba descansar en la cama, pero supe que tampoco dormía, pues sentía su mirada clavada en mi espalda desnuda.
—Quiero recordarte así —oí que decía—, las noches en que la luna y tú sois una sola cosa.
Cuando me acosté a su lado me estrechó entre sus brazos, pero no me pareció que debajo de nosotros brotaran la hierba, ni las flores de loto, las del oloroso azafrán o las del jacinto, como un lecho espeso y blando a la vez. Creí sentir en mi cuerpo las cenizas, las espinas y los rastrojos que hieren las manos, amargan el corazón agostando los sentimientos. Allí, sobre ese lecho de dolor, me acostó y me llenó con sus besos, los últimos que me dio ningún hombre. Me pareció que por encima nos cubría una nube, pero no era áurea ni bella, ni de ella se escurrían resplandecientes gotas de rocío, sino lágrimas de amargura e impotencia.
Supe que no volverían a oler el dulce membrillo, ni a ver cómo los ilotas aran los campos, ni a gustar la dulce miel de los panales del Taigeto. Así pues, pedí a la diosa de la puerta de nuestra casa que les diera una muerte honrosa, lo más parecida a la de los héroes que les habían precedido, y que un poeta cantara sus hazañas algún día.
El viento del sur se llevaba consigo la juventud, los amores y los deseos incumplidos. Supe que eso nunca volvería como vuelven las golondrinas o los almendros se pueblan de flores blancas al inicio de la primavera. Me pareció que la felicidad sólo existía en los cantos o en los sueños y maldije las leyes inhumanas de Esparta una vez más.
Antes de intentar conciliar el sueño pedí a la diosa que mi carácter no se agriara al igual que hace la leche cuajada o el amargo caldo negro que comen los hoplitas en sus barracones.
A la mañana siguiente hice lo que hicieron todas y cada una de las mujeres de los trescientos guerreros reclutados para la misión. Antes de la procesión de la despedida, preparé con Paraleia y Eleiria el zurrón de campaña de mi marido y de mis dos hermanos. Puse en ellos sus golosinas preferidas, sus amuletos y algún recuerdo para que no extrañara demasiado el hogar en las semanas de campaña.
Entre los objetos que dispusimos en los sacos de piel de ciervo figuraba el equipo médico, enrollado en una gruesa piel de buey que se ataba como venda sobre las heridas, tres agujas curvadas de oro egipcio para coser los cortes, llamadas «anzuelos de pesca», con su carrete de hilo, compresas de hilo blanco, ataduras de cuero para torniquetes y unas tenacillas para extraer puntas de flecha o las astillas llamadas «mordiscos de perro». También deposité, envueltos en unas hojas de parra, unos higos, un bote de miel para cada uno y unas berenjenas rellenas de cabrito y queso que cociné la noche anterior. Quise retrasar lo más posible ese momento, pero no estaba en mis manos, porque los dioses habían ya decidido la suerte de los valientes y recordé las palabras del poeta:
De los humanos pequeño es el poder,
E inútiles los propósitos y cuitas.
En la breve vida hay pena tras pena.
Y la muerte ineluctable siempre espera.
Porque igual porción de ella reciben
Los valerosos y quien es cobarde.
Antes del alba, los tres nos esperaban en silencio bajo el oscuro pórtico de la casa. La llama de un fanal doraba sus rostros y daba brillo a sus armas. Eliria, Paraleia y yo nos llegamos hasta ellos y dimos a cada uno su paquete envuelto en piel de cabrito. Lo hicimos con reverencia, como quien deposita los granos de cebada encima de las víctimas llevadas al sacrificio. Sentí que en ese momento no era Aretes hija de Eurímaco y nieta de Laertes sino una sacerdotisa de Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas. Los niños aún dormían y todo era quietud en los campos. La jovencísima Paraleia estaba aferrada a Alexias y sollozaba sobre su hombro. Polinices se ajustaba fuerte las cinchas del hoplón en la espalda y su esposa Eleiria le quitó amablemente las manos de las correas para que le dejara hacer a ella, aunque sus dedos temblaban y se sorbía las lágrimas. Los miré a cada uno, pero no vi a tres guerreros sino a tres chiquillos que recogían la merienda para salir en busca de aventuras por los montes. En su rostro no se dibujaban el miedo ni la indeterminación, sino el orgullo y la tenacidad.
Las primeras luces del amanecer doraron las paredes de nuestra casa y partieron hacia los barracones. No se necesitaron palabras para esa despedida. Observé en silencio cómo marcharon con sus espaldas cargadas con el equipaje de guerra. Sabía que era la última vez que les iba a ver salir por la puerta y hubiera querido llamarles por su nombre para darles un último abrazo y un beso a cada uno. Quise gritar su nombre para amarrarles a mi lado al igual que hacen los marinos con la nave en el puerto cuando se acerca la tormenta sombría, para que ningún viento pudiera arrancarles de mi lado, como hacía durante las crudas noches de invierno, para darles todo lo que no les había podido dar. Sabía que era la última vez que oiría su voz, que era la última oportunidad que tenía de oírles cantar o de que me recitaran una poesía. Hubiera querido conservar en la memoria cada una de sus últimas palabras, grabar en mi retina cada uno de sus gestos y de sus tempranas arrugas para recordar así esos rostros tan amados. Sin embargo, me quedé inmóvil y embobada con el brillo que desprendían sus ojos pues, a pesar de todo, marchaban contentos a la guerra, con la mirada serena y el corazón decidido. Si me hubiera atrevido les hubiera dicho que les amaba y no hubiera asumido tontamente que ya lo sabían. Pero seguí inmóvil junto a la puerta. Me sentí una solitaria estrella en mitad de un cielo tenebroso.
Los tres emprendieron el camino bajo los olivos que circundan nuestra casa. Sus capas carmesí, cuidosamente lavadas la tarde anterior, flotaban al viento; sus escudos y sus cascos brillaban a la pálida luz del amanecer, y yo estaba allí, quieta, debatiéndome entre correr hacia ellos y abrazarles o quedarme erguida como una espartana de mármol que debe decir a sus hombres que regresen con su escudo o encima de él. Se espera de una espartana que no llore en las despedidas y que no diga palabras que entristezcan los corazones de los guerreros. Pero esa mañana no me sentía espartana, tan sólo una mujer que amaba sin medida.
La vida no iba a darnos otra oportunidad. Sabía que nunca podría olvidarles y que llenarían mi alma hasta el final de mis días. La última vez que ves a los que amas algo bulle en tu interior y lamentas los momentos en que no les has dado un beso, un abrazo o una palabra de aliento. Hubiera querido decirles al oído cuánto les necesitaba y cuánto me habían dado. Pero había pasado esa oportunidad y ellos se alejaban de mi vida para siempre.
Entonces corrí hasta el sembrado donde empieza el camino de Esparta y les vi al fondo del valle. Las puntas de sus lanzas avanzaban enhiestas y su escudo bruñido colgado del hombro alumbraba su sendero. Me detuve y aún tuve fuerzas para gritar al amanecer:
—¡Hombres!
Los tres se detuvieron y se dieron la vuelta lentamente. Aunque estaban a más de un estadio de distancia pude ver el mentón seguro y la mirada austera de Polinices, la picara sonrisa de Alexias y los ojos amorosos de Prixias.
—Os quiero —musité para mí.
Ellos alzaron la mano como si hubieran comprendido. Luego siguieron hacia la ciudad a reunirse con los miembros de la guardia del rey. No les vi más hasta esa misma mañana, en que asistí al adiós más doloroso de los muchos que he tenido que vivir en la calle de las
Apotheias
. Volví a romperme por dentro al verles desfilar. A mi lado, Paraleia y Eleiria levantaban al cielo sonrosado a los hijos de mis hermanos, pero yo me sentí sin fuerzas para hacerlo con Eurímaco. Le llevaba de la mano para que viera a su padre, el hombre que no sabía recitar poesías, por última vez.
Cuando las espartanas despedimos a nuestros padres, esposos o hijos en esta calle les decimos que regresen con su escudo o encima ile él. Así nos han educado para dar nuestra fuerza a los guerreros, pero creo que en esta ocasión nadie recitó las consabidas palabras. Sabíamos que ninguno iba a regresar. La rendición no existe en el vocabulario de Esparta. La mayor desgracia que puede abatirse sobre una familia espartana es la cobardía; que un hombre sea señalado como cobarde en el combate es la peor humillación de todas.
Las suaves notas de los aulós me despertaron de mis ensoñaciones y empezó el último desfile de la guardia del rey Leónidas. Mientras el regimiento avanzaba con los escudos colgando y las lanzas bajadas reconocí a mis hermanos y a Prixias al frente del batallón. Los tres se levantaron el casco para que viéramos sus ojos una última vez. Les saludé con la mano a la vez que me sorbía las lágrimas para que la última imagen que tuvieran de su hermana y esposa fuera la de una sonrisa, señal de esperanza, y no la de las lágrimas de presagios funestos.
El tren del armamento, junto al que andaban los ilotas y sirvientes, avanzó entre una nube de polvo. Iba cargado de armaduras, corazas de bronce y repuestos de lanzas y escudos. Les seguían las altas carretas con avituallamientos llenas de jarras de vino y aceite, panes de higo y frutos secos, sacos de aceitunas, quesos curados, hogazas de pan y sacos de harina, puerros, cebollas y granadas. Las cacerolas se bamboleaban al compás del canto de los lacedemonios colgadas de los ganchos. Al final avanzaban los animales, las cabras y las ovejas dispuestos para el divino sacrificio de la campaña.
Mientras la comitiva se alejaba por el camino real, entre el polvo y los cánticos de los guerreros, subí hasta la acrópolis con mi hijo Eurímaco para ver cómo el regimiento emprendía el camino del norte. Desde allí vimos avanzar a la serpiente colorada por el camino dorado salpicado de olivos plateados. La visión hubiera sido bella si no fuera porque era una hilera de ovejas camino del matadero. No pude ver más, porque mis ojos se llenaron de lágrimas al verles marchar orgullosos hacia las Termopilas.
Me quedé en el mirador de la acrópolis hasta que la mancha roja de sus capas y los brillos de sus escudos y sus lanzas desaparecieron entre los árboles. Cuando el polvo que levantaron en su marcha se desvaneció en el aire, supe que todo se había acabado y sentí que me ahogaba. Entonces empecé a correr como una desesperada con el pequeño Eurímaco a rastras. Al llegar a casa quemé unos granos de cebada en el altar de Ares, dios de la guerra, implorándole que fueran valientes cuando la Parca decidiera que había llegado su hora esperando que no deshonraran su nombre. No pude avisar a Taigeto de que sus hermanos habían partido hacia el norte, porque hacía semanas que había marchado con el resto de pastores a los pastos.
Por primera vez en mi vida me quedé sola, con la certeza de que nunca más volvería a ver a ninguno de ellos, y maldije otra vez las leyes de Esparta y a sus éforos, para quienes no existe la compasión. Para ellos los hombres no importan, sólo la ciudad y la misión que tienen encomendada. Los trescientos marchaban a enfrentarse contra un enemigo que les multiplicaba por cien. Iban a ser tan poco numerosos como un puñado de guisantes en una jarra mientras el resto de espartanos nos disponíamos a celebrar las esperadas Carneas.