—Pasaron los meses —le conté a Ctímene— y también yo me quedé embarazada. Con la llegada de la nueva luna supe que esperaba un hijo y que mi vida iba a cambiar por completo. Parí un niño hermoso y fuerte, y esa misma noche, tu abuelo Prixias envolvió a tu padre en su capa carmesí para presentarlo a la
Agogé
. Entonces reviví lo que había sufrido con el nacimiento de mis hermanos gemelos. Unas tenazas oprimieron mi corazón hasta que tu abuelo regreso con tu padre y entonces apreté al bebé contra mi pecho, porque era mío para siempre.
Nunca supe que se podía sentir tanto hasta que fui madre. Hasta entonces había tenido tiempo de cepillarme el pelo y de rociarlo con agua de mirtilo o de cuidarme las uñas, que lucían largas y hermosas. Hasta la llegada de tu padre, Eurímaco, nuestra casa había estado limpia y en orden. No había tenido que brincar sobre juguetes de madera olvidados por todos lados. Tampoco me había apurado por si alguna de mis plantas era venenosa, ni había pensado en lo peligrosas que pueden resultar las escaleras o las esquinas de los muebles. Sin embargo, tampoco había conocido el raro sentimiento de ver que se puede vivir con el corazón fuera de tu cuerpo. No sabía lo especial que me sentiría al alimentar a un bebé hambriento ni de la cercanía inmensa que existe entre una madre y su hijo. No imaginaba que tanta calidez, tanta dulzura ni tanto amor me llenarían por entero, porque no sabía que era capaz de sentir tanto.
—Ya lo entenderás algún día, Ctímene —dije—. Pero no conocía lo que es la felicidad con sólo recibir una mirada o una sonrisa. Antes nunca había sostenido a un bebé dormido sólo porque no quería tenerlo alejado de mí. Nunca antes mi corazón se había roto al no poder calmar su dolor. Nunca supe que podía amar a alguien de ese modo. Sin embargo, también sabía que era espartana y que mi hijo había nacido para ser un sillar en el muro que protege nuestra Polis, que algún día, al despedirle en la calle de las
Apotheias
, debería decirle con el corazón encogido que regresara con su escudo o encima de él.
Durante esos años, seguí explicándole, vi cómo tu padre, Eurímaco, crecía día a día. A sus primeros dientes le siguieron los primeros pasos y, sin darme ni siquiera cuenta, empezó a hablar y a correr por los campos junto a los ilotas.
Los meses corrían inexorables y de nada hubiera servido que implorara a Kronos, dios del tiempo, que los detuviera para saborear cada instante. Lo cierto es que los trabajos del campo me ocupaban mucho tiempo. Polinices y Alexias se incorporaron rápido a sus batallones cuando empezaron las expediciones de castigo contra los mesenios, que se habían alzado contra Esparta y se habían fortalecido en la acrópolis de Hira. Durante meses les veíamos muy poco en la casa, tan sólo cuando sus escuadrones recibían algunos días de permiso o durante las fiestas, durante las que nos trasladábamos a casa de Prixias o, en ocasiones, a casa de Talos.
Fue durante una de estas ausencias que decidimos ir con Paraleia al conocido santuario de Hera, cercano a Argos, para ofrendar en el altar de la diosa, y a su hija Ilitía, la diosa de los partos, para que le concedieran engendrar un hijo con mi hermano Alexias. Fue una breve ausencia de dos o tres días. Hicimos sacrificios delante del altar situado en un pequeño bosque a las afueras de Argos. Paraleia se bañó en las aguas de su río y regresamos a Amidas con la confianza de que las diosas nos concederían este favor.
Y así fue como, empleando los remedios naturales y los sobrenaturales, pues seguimos con los remedios de la ruda y el espliego, Paraleia concibió un varón pocos meses después. Antes de ese verano parió un niño sano y robusto que alegró el corazón de su esposo, Alexias, y al que sus padres pusieron por nombre Taigeto.
Desde la batalla de Maratón no habíamos sabido nada más de los persas, porque las noticias tardan semanas en llegar a Esparta. Pero un día oí en el mercado de la ciudad que el Gran Rey de ese pueblo, Darío, había muerto y que había heredado el trono un rey más ambicioso: su hijo Jerjes. Este nuevo rey, tras unificar su reino y demostrar por la fuerza que podía gobernar tan vasto imperio, alentado por su primo, el general Mardonio, inició de nuevo la campaña para invadir la Hélade y vengar la humillante derrota sufrida en Maratón.
Los persas lograron reunir para la ocasión una gran flota gracias a sus vasallos fenicios y chipriotas, así como un poderoso ejército. Pronto supimos que algunas de sus tropas habían cruzado ya el Helesponto, que excavaban un canal a través del istmo que comunicaba la península con el continente; que almacenaban provisiones a lo largo de la ruta que recorría Tracia o que habían erigido dos puentes que atravesaban el Helesponto. A la vez, supimos que Jerjes había ganado para su causa a varios estados griegos, como Tesalia, Macedonia, Tebas y Argos, que en realidad se mantuvo neutral al no disponer de guerreros tras la infame campaña de Cleómenes.
Ese verano combatía el calor ardiente y pegajoso en el Fiurotas acompañada de mi pequeño Eurímaco y de otras mujeres. Allí nos bañábamos y nos secábamos al sol como lagartos de piel rugosa. Unas semanas antes de las Carneas, Esparta se llenó de embajadores extranjeros provenientes de muchas ciudades de la Hélade: de Creta, Corcia, Argos y Siracusa. La intención era crear una alianza y dejar de lado las rencillas tribales. Se habían enviado a muchos embajadores a las ciudades, pero muchas vivían amenazadas por el miedo a los persas o sus políticos habían recibido fuertes sumas de oro para no oponerse a la invasión. Por ello querían pasarse al enemigo y, tras horas de parlamentos y de negociaciones, el intento de alianza fracasó. Sólo se unieron Atenas, Esparta, Corinto, Megara y Egina, además de otros pueblos menores o parte de ellos que no compartían los deseos de sus dirigentes de plegarse a la amenaza bárbara.
La noticia de que el incontable ejército había terminado los canales nos llegó de boca de los mercaderes fenicios y chipriotas, que remontaban el Eurotas desde Giteo en sus rápidas chalupas de ágiles remos. Según dijeron en el mercado, el ejército de los bárbaros era como un enjambre de abejas en un gigantesco panal. Disponían de una increíble armada y ya atravesaban el Helesponto. Algunos decían que su número era incontable, que su vanguardia ya había tocado tierra griega cuando la retaguardia aún esperaba para salir en el Helesponto de aguas bravías.
Durante la asamblea de los pueblos griegos los más agoreros anunciaban grandes desgracias, como el embajador de la isla de Cos, quien predecía el fin de los pueblos libres de la Hélade. Otros, en cambio, eran partidarios de enfrentarse a ellos en campo abierto. Entre los que preferían esperar los acontecimientos estaban Atalante, que ese año ejercía de éforo, y su yerno Nearco. Éste había repudiado a su mujer para casarse con la víbora de Pitone, mi compañera de
Agogé
, aunque le llevara más de quince años.
—El persa vendrá —dijo en su curioso dialecto el emisario de Egina al coger la vara blanca que le otorgaba la palabra—, y lo hará en tan gran número que oscurecerá con sus presencia nuestra tierra y nuestra hierba, más que los que derrotaron los atenienses y plateos en Maratón que canta el poeta Simónides. Pero su Rey no es como Cleómenes o Leónidas; su Rey no ocupa su lugar en la hilera con su escudo y su lanza, sino que lo contempla a salvo, de lejos, instalado en su trono sobre una colina para ver cómo sus guerreros y sus enemigos se hacen pedazos unos a otros. Sus camaradas no son Iguales como nosotros; son sus esclavos y vasallos. Cada hombre, aún el más noble, es simplemente un servidor, no cuenta más que una cabra o un cerdo.
Sin embargo, estas asambleas, y pese a las buenas intenciones ile buena parte de los emisarios, terminaron sin ninguna resolución común y las ciudades volvieron a reunirse dos semanas más tarde en el istmo de Corinto para decidir su estrategia. El objetivo prioritario era determinar una posición en la que sus fuerzas, inferiores en número, pudieran detener un doble ataque por mar y por tierra, (imo los tesalios iban a ser los primeros griegos en ser invadidos, solicitaron ayuda a los aliados para que se defendiera el valle del Tempe, por donde desemboca el Peneo, amenazando con pasarse a los persas en caso contrario.
Atalante y Nearco hicieron lo posible para desestimar una acción militar aduciendo que quedaban pocas semanas para las Carneas. Sin embargo, los aliados acordaron enviar una fuerza expedicionaria al norte para hacer frente al invasor. A la cabeza de ella fueron enviados el general Eveneto y el ateniense Temístocles. Diez mil hoplitas partieron hacia Tempe, en el Valle de Tesalia, situado entre los montes Olimpo al norte y el Osa al sur. El valle donde había nacido la ninfa Euridice, amada del pastor Orfeo, estaba defendido por cuatro fortalezas: Gonnos, Condilón, Carax y Tempe, y por ello era llamado el
valle de la boca del lobo
. Dada su fertilidad estaba consagrado al dios Apolo y a las musas. Los hombres tuvieron como buen augurio que el lugar fuera donde se recogían los laureles sagrados para tejer las coronas que entregan a los triunfadores de los juegos Píticos. Sin embargo, el rey de Macedonia, que tenía buenas relaciones con Persia pero sentía simpatía por los helenos, y especialmente por Esparta, advirtió a los mandos del Ejército Peloponesio que la posición era indefendible debido a la presencia de varios caminos. El lugar era demasiado ancho y los enemigos, superiores en número y con caballería, podían rodearlos con demasiada facilidad. Así, decidieron abandonarla en favor de algún otro puesto más defendible, y por ello, los tesalios, viéndose ya perdidos, se sometieron a Persia. Los regimientos espartanos, entre los que marchaba mi esposo Prixias, regresaron tras quince días de expedición, enfadados y humillados. Se habían retirado sin combatir.
Unos pocos días después, Menante me despertó de madrugada y me alerté. Quedaban pocos días para que empezara la siega de la cebada y me temí que una plaga de langostas hubiera irrumpido en los sembrados. Sin embargo, lo que tenía que decirme no tenía nada que ver con las tareas del campo. Me pidió que le acompañara hasta el camino que sube hacia el Taigeto. Yo la seguí intrigada debido a sus reservas a decirme lo que había ocurrido. Llegamos hasta el alcornoque que monta guardia como un soldado en la elevación y allí lo vi. Encima de la lápida bajo la que reposaban los restos del abuelo, yacía la forma más o menos humana de la pitonisa, echada sobre la tumba como un pequeño fardo sucio y viejo. Me quedé helada y todos los temores que me habían asaltado años antes se confirmaron. Menante me miró gravemente y meneó la cabeza con tristeza. Sólo él conocía toda la historia, pero no quise ni preguntarle qué sabía de ella. Le dije que cubriera el cuerpo de la mujer y que me esperara.
Regresé a casa para tomar un caballo, cabalgué hasta la gruta en la que me había entrevistado con la anciana años antes y entré sin titubear. Estaba igual que ese día en que fui a pedirle que interpretara mis sueños. Me acerqué a la cunita que seguía al fondo de la cueva, recogí con delicadeza los huesos del niño que reposaban en ella y regresé con ellos a Amidas. Para cuando amaneció, ya les habíamos enterrado a los dos junto al abuelo bajo el alcornoque. Menante no me dijo nada ni yo necesité preguntárselo. Regresé a casa y cubrí de nuevo la cara de la diosa, cosa que hacíamos cada vez que fallecía algún miembro de nuestra familia. Luego musité las palabras que habíamos grabado en la lápida de madre:
Insufribles quebrantos
fueron de aquellos que tramaron males.
Los dioses cobran su venganza
y dichoso el que, libre de cuidados
,ha terminado de trenzar el día sin una lágrima.
Al terminar, eché unos granos de cebada al fuego que ardía en el hogar, me rasgué las mejillas y cubrí mi cabeza con el manto en memoria de mi abuela y de mi tío.
481 a.C.
Durante unos días recordé el triste final de la que quizás había sido mi abuela, aunque nunca quise ni lo pude esclarecer, porque sucesos más urgentes reclamaron mi atención y me vi obligada a olvidar aquel asunto.
El verano había llegado y con él los caminos polvorientos de toda la Hélade se vieron invadidos de nuevo por las embajadas de los estados y de las ciudades aliadas. De nuevo los jinetes espoleaban a sus monturas y los correos especiales recorrieron las llanuras de Grecia. Atravesaban los sembrados como un rayo rasga el cielo en la noche cerrada, con peticiones de auxilio de los atenienses. Todos los oídos estaban atentos a las habladurías, que corrían igual de rápidas por los mercados que un reguero de fuego. No había tifa que no circularan nuevas, y cada vez más alarmantes, noticias sobre los persas. La gente no paraba de conjeturar sobre qué acciones militares se emprenderían. El país estaba incendiado de ardor patriótico. Los hombres redoblaban los ejercicios en el campo día y noche. Allá donde miraras, sólo veías broncíneas hojas de lanzas.
Los periecos y los ilotas que no se encontraban afilando o engrasando las armas o en los campos para la siega, se sumaron a los ejercicios. Se hizo acopio de provisiones y la ciudad requirió un diezmo a todos los
Iguales
para la guerra que se avecinaba.
Algunos días, como había hecho con el abuelo, me sentaba con mi hijo Eurímaco en la terraza, encima de la llanura de Otoña, para ver las evoluciones de los soldados en el campo. A modo de juego intentábamos adivinar quién era su padre, o sus tíos Polinices y Alexias, entre el mar de polvo que levantaban los sudorosos hoplitas en sus ejercicios extenuantes, pues no habían terminado una carga cuando ya los capitanes ordenaban otra más.
Una de esas mañanas, oí decir a un grupo de ancianos que Atenas se había comprometido a construir una escuadra para detener a los persas, pero la ciudad de la diosa de las artes pedía a Esparta sólo una cosa: tiempo.
—Es necesario frenar el avance de los invasores desde el norte —dijo uno de ellos— para que les dé tiempo a terminarla.
—Sí —apuntó otro—, Leónidas ha prometido contenerles. Ha convocado la asamblea para mañana, a pesar de que algunos ancianos y los éforos se oponen a que el ejército abandone la ciudad. He oído decir que, aunque ha apelado al sentido común, el éforo Atalante se ha negado a causa de las cercanas fiestas de las Carneas.
—«Bien podrían ser las últimas que se celebren si no se detiene a los persas», le ha respondido Leónidas —apuntó un tercero.