Yo asentí cada vez más divertida.
—Sí —le dije—, es una buena tierra, los dioses son buenos con nosotros.
—¿Cuántos ilotas la trabajan? —quiso saber.
Esto me pareció ya el colmo, pero me estaba divirtiendo, así que le proporcioné las explicaciones que me pedía.
—Dos familias. En total suman unos ocho trabajadores. Las mujeres ilotas nos ayudan en la casa.
El asintió de nuevo sin dejar de mirar al horizonte, donde el sol se ocultaba y sus últimos rayos doraban los campos. Yo miraba sus cejas espesas y el hoyuelo de su mentón, y como no decía nada, continué con malicia:
—También tenemos dos bueyes, cinco cerdos, una docena de gallinas y un pequeño rebaño de ovejas que guarda el hijo menor ile Menante.
—Seguro que vuestra producción es mejor que la nuestra.
—Es probable.
El pobre tragaba saliva y la nuez de su cuello subía y bajaba siguiendo un rítmico compás. Si había venido para hablarme de agri cultura quedaba poco de lo que hablar, así que le dije:
—Si quieres, también podemos hablar del tamaño de las berenjenas, del olor de las cebollas o de cómo sembrar el mijo para que no se agoste con los primeros rayos del sol en verano.
Nos reímos y entonces se decidió a abordar el asunto que le había traído a Amidas y para el que yo ya estaba preparada, aunque lo cierro es que me moría de ganas de oírlo de sus labios.
—Ya sé que nuestra tierra no produce tanto como la vuestra —me dijo mientras tomaba mis manos entre las suyas, que se agitaban nerviosas—, y que no podemos contarnos entre los espartiatas más ricos de Esparta. Pero te aseguro que si el amor verdadero significa algo para ti, serás la mujer más rica de toda Lacedemonia. Porque yo, Aretes…
Se detuvo y me miró a los ojos.
—¿Sí? —le respondí para que continuara—. ¿Tú…?
—Te amo, Aretes.
Sin añadir nada más sacó un pañuelo y lo depositó en mis manos. Dentro había un brazalete precioso con la forma de dos serpientes enroscadas.
—Dicen que la miseria del mundo —prosiguió— es causada por la guerra, pero que la riqueza brota de la fuente del amor. Nunca una guerra se interpondrá entre nosotros. Pase lo que pase te amaré como lo hago ahora y hasta el día que la negra Parca me lleve.
Mi corazón se desbordó, abracé al hombre que ya sabía recitar poesías y le besé en los labios. Habían pasado unos nueve años desde la muerte del abuelo y de madre, diez si contaba desde el exilio de padre, pero estuve segura que hubieran aprobado que le diera mi consentimiento en ese momento.
Tras hablarlo con mis hermanos, quienes en ausencia de mi padre tenían que dar su aprobación, me desposé con él a los veinticinco años, una edad ciertamente tardía para una mujer espartana. Hacía cuatro años que había terminado la
Agogé
y tuve que decidirme pronto, pues algunas malas lenguas, supongo que Laonte y su nieta Pitone entre otras, habían hecho circular habladurías sobre mí que hubieran hecho sonrojar a una vieja prostituta de Lesbos.
Esperamos a que la luna fuera favorable a Afrodita para escoger el día de la ceremonia. Esa mañana me desperté al alba porque había mucho que hacer antes de que llegaran los invitados. Di las instrucciones a las muchachas para que dispusieran el patio para el banquete y lo adornaran con coronas y guirnaldas. A media tarde, cuando me peinaba el cabello con ayuda de Neante, empezaron a llegar los invitados que traían vino, pan, ovejas y los cerdos de dientes blancos, esto es, menores de un año de edad, que los sirvientes desollaron y empezaron a asar lentamente al fuego.
Yo me había propuesto que ese día fuera el más feliz de mi vida y por eso me había dicho a mi misma que no pensaría en los que no estaban, sino en los que me iban a acompañar ese día en Amidas. Aun así, en la soledad de mi habitación no pude evitar derramar unas lágrimas en recuerdo de los que no compartirían la fiesta con nosotros: Taigeto, mis padres y el abuelo, aunque confiaba que su espíritu alegre y socarrón revoloteara entre los invitados durante el banquete.
Terminaba de peinarme el cabello cuando una de las muchachas subió corriendo a la habitación en la que yo me preparaba. En esos momentos me estaba mirando en el espejo y casi no me reconocía, porque las muchachas se habían esmerado en que mi aspecto luciera como el de una diosa: me habían pintado los ojos con
kohl
egipcio, que hace que resalten mucho y que las pestañas luzcan largas y bonitas. Además, me habían trenzado el cabello con flores y me habían pintado los labios y los pómulos con una mezcla de oxido de hierro y agua que les dio una tonalidad de fresa madura. La muchacha entró para indicarme que un muchacho ilota, muy guapo según ella, tenía algo que decirme. Le ordené que le ordenara subir de inmediato y que nos dejara a solas.
Unos instantes más tarde, alguien llamó a mi puerta.
—Entra —dije.
El muchacho ilota apareció reflejado en el espejo de cobre y se quedó boquiabierto e inmóvil en el dintel de la puerta.
—Busco a la señora Aretes —dijo él como si no me reconociera.
—¡Taigeto! —exclamé mientras me levantaba y abría los brazos de par en par.
Él se lanzó a mis brazos, me estrechó y me deseó que fuera el día más feliz de mi vida. Me ayudó a ponerme el velo y me alargó el brazalete que Prixias me había regalado semanas antes y que iba a lucir como única joya en mi brazo. Fue la sorpresa más agradable que tuve ese día. Había llegado a Amidas con un par de ovejas que su señor nos ofrecía como regalo de bodas. Me regaló la flauta de pan con mi nombre grabado en ella que está en la repisa de la chimenea y regresó al patio con un par de besos míos estampados en las mejillas que no se limpió en toda la tarde.
Cuando todos los invitados estuvieron reunidos llegó el novio, a quien no había visto desde la semana en que los desposorios fueron concertados por Polinices. Entonces, mis hermanos me ayudaron a bajar por las escaleras. Yo iba cubierta con el velo nupcial y detrás de mí flotaba la larga túnica blanca que se luce en estas ocasiones y ellos vestían unas túnicas blancas lavadas la tarde anterior y se habían peinado el cabello con aceite. Estaba segura de que mis padres y el abuelo estarían orgullosos de vernos, pero me había prometido no pensar en ellos, así que enjuagué una lágrima que ya afloraba en mis ojos y me entregué a la alegría de la fiesta.
Las mujeres me llevaron a la fuente de la Nereida y allí me lavaron y me perfumaron. Luego regresamos a casa, y ante los invitados, que aguardaban en silencio, tuvo lugar la breve ceremonia en la que me cortaron un mechón de cabello y lo quemamos en el altar junto a mi cinturón. Después, Prixias, que brillaba como el dios Apolo, me llevó de su mano hacia los asientos en los que íbamos a disfrutar del banquete, que se inició con la música y las canciones procaces que los invitados que ya han bebido suficiente acostumbran a cantar en estas ocasiones.
Terminó la comida y entonces tuvo lugar el momento en que me quitaron el velo, el novio pudo besarme y me coronaron la cabeza con cintas de colores. Cuando algunos de los invitados se retiraron a descansar se inició el desfile de los carros por la aldea. Eleiria y Nausica fueron las encargadas de encender las antorchas que llevaron las mujeres y los esclavos. Los jóvenes danzaban formando corros y sonaban las dulces flautas junto a las estridentes cítaras, y a mis oídos llegaban, además de las canciones, las acostumbradas poesías en honor de Dionisio y Afrodita.
Me ahorraré describir aquí el resto de la arcaica ceremonia del desposorio que realizamos en Esparta. Sólo diré que entre los variados obsequios que recibí, el mejor fue un libro que me entregó Talos, el amigo de padre. Sobre el resto basta con saber lo que le expliqué a mi nieta. Durante la parte final de los desposorios, las mujeres espartanas somos tratadas como un soldado de la
Systia
. Nos visten como tal, nos rapan la cabeza y entonces se hace la simulación del rapto de la novia en recuerdo de las arcaicas maneras de los desposorios. Cuando todo esto terminó, me dejaron en el establo hasta la llegada del novio, tras los sacrificios y libaciones habituales.
Así me encontré yo, esa noche de finales de la primavera, cuando consumamos el acto en el establo de casa, al calor de los viejos bueyes Argos y Tirinto, con la cabeza casi rapada y vestida como un soldado. Sólo Pelea me advirtió de qué era lo que iba a ocurrir. Por desgracia, no pude contar con el consejo ni las sabias palabras del abuelo o de madre. Por suerte, en cambio, conté con la aprobación de mis hermanos, Polinices y Alexias, y también con la de Taigeto. Que de él de quién recibí las palabras de aliento que me hubiera dado el abuelo y que para mí eran tan necesarias en esos días. Me hizo reír cuando, antes de ir al establo, se puso a decidir el nombre de mis futuros hijos e hijas y así aligeró en algo el dramatismo de ese momento.
Cuando me encontré sola en el cobertizo se mezclaron en mi interior los sentimientos dispares de humillación y de miedo con los nervios que tiene toda mujer cuando llega este día. Había tomado vino, que me facilitó Pelea, para pasar por ese momento medio inconsciente y sonámbula. Desde fuera me llegaban los cantos y las risas de las mujeres excitadas por la bebida. Yo había deseado que llegara ese momento, pero no de esa forma, aunque desde pequeña sabía que las tradiciones de nuestro pueblo mandaban que así se realizara. No sabría decir si estaba del todo enamorada o no, pero supongo que sí, que en mi corazón anidaban sentimientos de ternura infinita hacia el que iba a ser el único hombre de mi vida.
Prixias llegó a la puerta del establo y oí cómo abría el portón. Entró con sigilo y fue delicado. Venía achispado por el vino que sus amigos de las
Systia
le habían hecho beber, pero no tanto como para comportarse como un bruto. Tuvo el detalle de recoger un ramo de flores para ofrendármelo. Siempre he agradecido que no me tratara como a una yegua que espera en el establo para ser montada. Me estrechó entre sus brazos y susurró algo a mi oído que me hizo sonreír, porque trató de recitar una breve poesía y se trabó en el segundo verso, así que pensé que lo mejor era sellar sus labios con los míos.
Entonces me pareció que debajo de nosotros brotaban la hierba, las flores de loto, las del azafrán y las del jacinto, como un lecho espeso y blando a la vez. Allí, sobre ese lecho de flores, me acostó mi esposo y me llenó con sus besos. Me pareció entonces que por encima nos cubría una nube áurea y que de ella se escurrían resplandecientes gotas de rocío.
482-481 a.C.
A la mañana siguiente, Ctímene se levantó temprano para preparar el desayuno y leer lo que yo había escrito por la noche. Me levanté cuando Neante llamó a mi habitación y, tras arreglarme, bajé al patio. Me puse mi mejor peplos y me adorné el brazo con el brazalete con dos serpientes enroscadas regalo de Prixias. Di algunas instrucciones a los ilotas que me esperaban para dejar espacio en el granero, pues habían graznado los grajos y pronto empezaría la temporada de la siega. A Melampo, la joven hija de Neante, le pedí que sacara las sábanas y las lavara con dos muchachas en el río. Luego me detuve unos instantes delante de las armas de la familia colgadas en el patío, las acaricié para unirme a las almas de mis seres queridos y salí afuera. No estaba sentada aún a la mesa y no había decidido si quería sólo pan de cebada con miel o unos higos cuando Ctímene me preguntó sobre el nacimiento de su padre. Cogí un higo, lo mordí y la miré.
—Tras nuestra boda —le dije—, llegó el verano y con él otra vez la siega y la prensa de la aceituna. Las mariposas amarillas y rojas revoloteaban entre las espigas doradas, las lagartijas se asaban al sol sobre las piedras calientes y los días eran tan claros que se distinguía la cumbre del Taigeto sin bruma alguna. Tu abuelo Prixias había participado ya en algunas batallas. Por suerte, o misericordia de los dioses, había salido sin demasiadas lesiones, tan sólo algunos cortes en brazos y piernas además de una luxación en el hombro. Nada que unas tenacillas, hilo de buey o un buen linimento no pudieran remediar.
Durante los dos años siguientes, Taigeto desaparecía unas semanas de vez en cuando y traía noticias de padre. Así manteníamos el contacto con él y le llegaban nuestras novedades. Los días previos a que Taigeto se marchara a Platea yo me afanaba en el campo y en la cocina. Preparaba a padre los guisos que más le gustaban: las familiares berenjenas rellenas, una tarta de arándanos, quesos, tarros de miel y alguna prenda de abrigo que había tejido con Neante. Lo preparaba triste y alegre al tiempo, porque mi corazón hubiera seguido a Taigeto hasta Platea, aunque hubiera sido imprudente alelarse tanto tiempo de Esparta en compañía de un ilota.
Mi esposo Prixias y mis dos hermanos formaban parte de los trescientos guerreros que componían la guardia de Leónidas y esta tarea les mantenía muy ocupados. Ya he dicho que Polinices se había casado con Eleiria, y el siguiente en hacerlo fue Alexias, que se desposó con una jovencísima muchacha llamada Paraleia, hermana de mi compañera Nausica y, por tanto, hija también de Telamonias
el boxeador.
Mientras ellos dos estaban en los barracones de la
Systia
, sus respectivas esposas se trasladaban a vivir conmigo a Amidas. A ellas les enseñé también los rudimentos de los trabajos en el campo y a preparar berenjenas con relleno de cabrito y queso, entre otras sabrosas recetas. Los sabios aconsejan que no haya más de dos mujeres en una casa, pero tener a mis amigas Eleiria y Paraleia era como tener dos hijas, porque eran dulces y aniñadas. Ellas aprendieron de mí cómo podar un olivo, a sellar un tonel que se ha agrietado o cómo se limpia el brocal del pozo de la Néyade. Disfruté como lo había hecho el abuelo Laertes al enseñarles, y sentí que de ese modo él revivía en mí. Seguía teniéndole muy presente cuando lanzaba unos granos de cebada al fuego, implorando a la diosa por la salud de padre, al pasar mi mano por encima de la estatuilla al entrar en casa o cuando, durante las fiestas, mis ojos y mis oídos buscaban infructuosamente el órgano hidráulico que el abuelo había escuchado en una ocasión. A veces, incluso me sorprendía a mi misma diciéndole a su espíritu que el año próximo podríamos escucharlo.
Eleiria pronto concibió y parió a un hijo al que pusimos por nombre Laertes, en recuerdo del abuelo. Sin embargo, Paraleia parecía más seca que una cepa centenaria y los remedios del campo a base de ruda o de espliego no servían para que concibiera un hijo.